~Insane Dream~
0. Prólogo
Dazai no recuerda las noches por las que su compañero fue sentenciado.
No recuerda el vino, ni el taxi, tampoco las farolas naranjas de la calle, o los cuatro escalones de la entrada al viejo edificio estilo europeo inserto en una zona apacible de Yokohama, donde la Port Mafia es ley y orden.
No recuerda el ascensor, ni el número siete, ni las manos dentro de los bolsillos con el cuerpo inclinado al frente, desafiando su centro de gravedad en lucha constante contra la inestabilidad del alcohol en sus venas.
En los grados de embriagues que ocultaron esas horas, olvidó los tres toques a la puerta, y la voz molesta y chillona —en su indignación por la hora— recibiéndolo. Tal vez hay un rastro de recuerdo del frío acero de un arma contra su cráneo y un reproche, pero son elementos tan cotidianos de la vida que dejó atrás, que no los alcanza a discriminar del resto y por tanto, la llave a dichas memorias permanece oculta en un desconocido pajar.
El aroma de Nakahara Chuuya, su voz insistiendo en que desapareciera, su negativa. No hay registro de nada para Osamu Dazai. No recuerda los insignificantes pasos que lo condujeron hasta ahí, ni como sujetó la muñeca del hombre de cabellos naranja, ni como tiró de él. El sabor de sus labios, su pequeña cintura, el calor de su piel, los puntos sensibles de su ser, su voz soltando maldiciones con desesperación, fingiendo rechazar lo que su cuerpo aceptaba con urgencia. Dazai ha olvidado cada fragmento de ese ángel asesino que tomó, una y otra vez, al nublarse su mente por los efectos del alcohol, permitiendo emerger sus más profundos deseos. Esos que ni siquiera él sabía que yacían en su interior.
Entre besos, caricias y el ir y venir rítmico de sus caderas, de los gemidos y los insultos, el suicida repetía palabras que resquebrajaban el orgullo de un gato enfurecido por la ilusión sin engaños en la que era hundido. Promesas sinceras, halagos sin disfraz ni medias vueltas, declaraciones posesivas y tiernas que el contrario recibía entre lágrimas y promesas de odio, pues mientras Dazai se desvivía sin mentiras hablando de amor… Chuuya sabía que se entregaba a un hombre incapaz de amarlo sin vino. Sabía que ese hombre devoraba su alma, su corazón, y los pisoteaba con las cuchillas de sus discusiones sobrias, de sus idas tras mujeres, de su verdadera interacción.
Una noche y otra, Dazai acudía al departamento de Chuuya y lo amaba. Una noche y otra, Chuuya se alistaba para recibir, embriagado en la fantasía, detestando la realidad, un amor que nunca tendría durante a la luz del sol. Amor cuyos vestigios se resumían en rescoldos de pasión a lo largo de su piel, en su cuello, que ocultaba el joven líder de la Port Mafia con negro. Un recordatorio diario del infierno y el paraíso unidos, de los besos y las peleas que ocurrían en dimensiones paralelas con los mismos personajes. Un collar negro, como la ausencia de esperanzas.
Al irse aquel egoísta e insensible hombre, sin avisar o despedirse, el collar transformó su esencia de recordatorio tortuoso de la dicha vivida en un espejismo, en una sentencia concreta, inmediata y sin recesos.
"El amante debe pagar por los pecados de su amor", fueron las palabras burlonas y resentidas del jefe, cuando lo hizo arrodillarse frente a los demás. Que ingenuo había sido pensando que nadie más que él conocía el secreto tras el collar, las marcas que lo inculpaban. Que destrozado quedó, cuando estuvo seguro de que para el racional Dazai era tan sólo el desahogo de su lado animal. Con que resignación recibió su nuevo y humillante cargo.
Dormir en el sillón de la agencia no es un acto cómodo, y menos saludable. Tras una noche larga en aquellas gélidas paredes, que en invierno evocan a un congelador, Dazai levanta el cuerpo del duro forro escuchando el crujido de sus huesos. Juraría que por el dolor y rigidez al menos un par de vertebras han cambiado de posición, alterando las curvaturas naturales de su espalda.
Bosteza sin inhibiciones, ajeno al bullicio que el horario de trabajo acarrean consigo, junto con una nota de interés en crescendo por verlo amanecer en la oficina una mañana más. La mayoría de los miembros de la agencia atribuyen la locura masoquista a algún nuevo y retorcido plan de suicidio.
Estira los brazos, recibiendo así a Kunikida y Atsushi. El primero suelta una gruñido de fastidio y el segundo extiende una taza de té a quien podría considerar su mentor en la agencia. Atsushi, compadeciéndose del visible cansancio por la falta de un sueño reparador en el semblante de Dazai, con una preocupación amable se sienta a su lado. Kunikida, no menos preocupado pero si menos dispuesto a manifestarlo, recarga la espalda en el borde del biombo multicolor.
—El té obviamente fue preparado por las manos pequeñas y delicadas de una maravillosa mujer que podría cometer suicidio doble conmigo —animoso, rompe el silencio, refiriéndose a la empleada de la cafetería.
—No te emociones —lo detiene Kunikida—. El té lo ha hecho el mocoso.
El tigre confirma el comentario con una mano en la nuca.
—Lamento no ser una maravillosa mujer… —murmura, no muy a gusto con el desencanto de Dazai.
Gastada su tolerancia en los días pasados, y deseoso de llegar a una conclusión ideal para la pantomima que ha montado su compañero, ignorando los problemas que causa, Kunikida pone por delante de un intento de broma este, para zafarse por la tangente de dar cualquier explicación, una pregunta directa.
—¿Ya dirás que demonios te pasa para llevar dos semanas durmiendo aquí? —la pregunta amerita un corto silencio.
Con los hombros bajos y los ojos clavados en el suelo, Dazai suspira, acorralado y sin más salida que sincerarse.
—Verás… —se pone en pie y va hacía su compañero. Sujeta sus hombros, con ese aire apesadumbrado de quien carga una gran pena y debe compartirla. Sonríe— descubrí que morir de sueño es una forma divertida para suicidarse. Además de que dormir mal una o dos veces a la semana, te ayuda a concentrarte mejor en tus metas.
Aquí se desarrolla una escena frecuente para cualquiera en la Agencia Armada de Detectives. Kunikida se traga la segunda parte del fraude verbal de Dazai. Dazai lo insta a hacer un memo, revela la mentira, y lo siguiente resulta en la compra de una pluma y una ventana nuevas.
Una escena común con que Dazai disfraza un secreto. Un sueño repitiéndose desde la ocasión en que el Soukoku regresó por una noche. Un sueño que en tanto lo tiene sujeto a esa bella tierra de fantasía, es un paraíso erótico, tierno y perfecto; y que al liberarlo con el despertar, se transforma en una cruel y vil pesadilla.
En ese sueño besa una piel pálida y ardiente. Hunde los dedos en los cabellos pintados de ocaso de un ángel terco que lanza maldiciones y después, suspiros, gemidos, lágrimas de amor y tristeza que él bebe entre besos, impregnado del placer de tenerlo, de naufragar en su ser y compartir un tóxico y frenético vals, un canto que obnubila una razón comprometida.
Noche a noche el martirio —la felicidad— retorna, con una intensidad aplastante que le arrebata el aire al levantarse de la cama, con las yemas de los dedos calcinadas, cual si se hubiera fundido en ellas la piel ajena. Chuuya. Clama en susurros en la oscuridad de la madrugada, pasando el índice por sus labios, con el fervor de los besos que nunca fueron aun encendido en el carbón seco de su boca.
El sueño, la pesadilla, los recuerdos, el sentimiento que su lado racional mantenía atado al olvido, va emergiendo, y su única escapatoria es la incomodidad. No dormir.
Dazai lucha contra lo que insiste en denominar una pesadilla, una mala jugada de su mente, y en el extremo contrario de Yokohama, Chuuya recoge su ropa del suelo de una ostentosa habitación. Frente al espejo, convertido en una sigilosa sombra de pecado, se detiene. En el reflejo observa al hombre durmiendo en la cama, el jefe de la Port Mafia.
Toca el collar en su cuello y maldice.
Se siente sucio, traicionado, cansado… y aun enamorado de quien lo abandonó ahí, a su suerte, sin saberlo.
—Imbécil —dice para sí mismo, regañándose por el sentimiento que no ha logrado suprimir en cuatro años pese a la condenada y el dolor.
En la Port Mafia hay un rumor que nadie se atreve a decir en voz alta, pero que con sus miradas indiscretas señalan. El hombre que porta el collar, el líder de naranja, es la ramera de los demás líderes.
Las noches de Chuuya ya no están llenas de lágrimas y dolor por ser víctima de un amor imposible, del placer efímero del alcohol y el éxtasis ocasional de los brazos del dueño de sus suspiros, de sus sueños, de sus latidos. Las noches de Chuuya están llenas de castigo, del placer convertido en obligación, de cubrir la deuda que dejó atrás, junto con él, Dazai.
Tres años atrás
Observó con desconfianza el vaso de cerámica colocado en la mesa a unos centímetros de su mano, y a una distancia mayor de sus labios, que ya repudiaban el contenido fermentado de arroz que desprendía un aroma fuerte y profundo. Giró el vaso. El roce generó un siseo de reproche en la madera de la mesa japonesa. Alzó el trago y lo acercó a la altura de su nariz. Saltó al segundo paso de "cata", por obvias razones de la no trasparencia de la cerámica, e inhaló. El aroma bronco del sake serpenteó por sus fosas generando una contracción de músculos faciales, que obligó a serenarse en nombre de la buena educación. Balanceó el vaso y repitió el proceso, esperando se desprendiera una esencia aceptable. Con menos ganas acercó de vuelta el sake a su nariz, y el resultado fue una tos disfrazada por un carraspeo.
Al mal tiempo darle prisa, pensó, con la intensión de beber sin más rodeos ni pretender que el sake sería igual a un vino inglés, e inclinó el vaso.
—No puedo ver que continúes con esto, Deborah —interrumpió su acompañante, sujetando el vaso para alivio de la joven—. Es un insulto para tu lengua y para el sake tener que entrar en contacto.
Sin saber si debía tomar a bien o mal las palabras, arrugó el ceño y apartó con elegancia el trago, alisando enseguida el grueso chándal azul eléctrico que desencajaba con sus refinados modales.
—De haber sabido que vendríamos a su encuentro, habría dejado el yoga para después y usado algo menos —se dio un vistazo—… deportivo, Joe —acomodó su cabello tras su oído, repasando el cubículo del restaurante tipo posada japonesa, donde se daba privacidad a sus comensales con paredes de shogi blanco impresos con de cerezos.
—De haberlo hecho habríamos perdido el momento indicado—señaló Joe sin conseguir acomodarse en la zaisu, la silla sin patas que iba a juego con la mesa baja. Seiza, seiza, repetía en su mente, recordando las clases rápidas que el señor Rothfuss les impartió antes de su viaje a Japón, de cómo sentarse correctamente de rodillas… agh… ¡Imposible conseguir una posición donde no terminara con la articulación de sus rodillas o la circulación de sus piernas!
—Lo sé —aburrida, observó su reflejo en el sake.
Desencajaban. Ella, una inteligente y bella historiadora, mitad americana, mitad inglesa, vestida de gimnasio. Él, un inquieto y guapo psicólogo americano con un nódulo entre las cejas. Un par de extranjeros demasiado desinteresados para ser turistas, y muy perdidos para ser usuales. La vida de un agente.
Bostezó.
—¿Falta mucho?
Joe consiguió una posición pasable, fuera de cualquier regla aceptada del seiza, y cerró los ojos haciendo memoria.
Una camarera cruzó por el frente de su cubículo. Las getas sobre el tatami repiquetearon con pasitos cortos. Hubo diez. A dos cubículos a la derecha rieron a carcajadas varios colegas de trabajo que celebraban la promoción de uno, terminando con un brindis. ¡Kampai! Una queja por un chorro caído. Y algo rojo.
Inspiró. Abrió los ojos e hizo un gesto a su compañera de misión para que evitara interrumpir la secuencia que él recordaba como si ya hubiera ocurrido y que apenas estaba por desarrollarse.
La camarera. Las getas. Pasitos cortos.
—Llegaron, Tejedora.
Deborah cerró los puños y juntó los dedos índices con los pulgares, sosteniendo agujas de tejer invisibles.
—All Souls —musitó.
Miles de hilos gruesos y delgados aparecieron en blanco, visibles a sus ojos, enredados como una telaraña sin sentido. Al instante se iluminaron en cientos de colores y tonalidades, moviéndose, estáticos, cambiantes.
Carcajadas. ¡Kampai!
Queja.
Un hilo sobresalió de la maraña. Una voz cantarina y una quejumbrosa chocaron, aún lejos para que sus correspondientes oídos las percibieran, pero muy cerca para ser escuchadas por quienes los esperaban en el medio.
Estiró la mano derecha, separando del tercer dedo al quinto, sin soltar las agujas invisibles. El hilo llegó a sus yemas. Cálido. Frío. Doloroso. Ardiente. Con sus extremos amarrados a los índices de hombres distintos que compartían en secreto un amor y un acto. El hilo era rojo y se enredaba con cientos, que Deborah apartó, atrayendo a donde ellos a las almas unidas por el destino.
—Son los indicados —confirmó lo que Joe sabía de sobra—. El décimo nudo.
NA:
El ff surgió a partir de una serie de drabbles que se supone no tendría continuación, y que al final me inspiraron para una trama completa. Los drabbles fueron modificados para ensamblarse en el inicio de la historia como el presente prólogo, que espero sea de su agrado.
Como verán esta historia no planea ser miel sobre hojuelas —están advertidos— y se centrará en el desarrollo completo de una trama, no sólo del romance. Tengo planeado meter personajes nuevos (basados en escritores también), que encajen con el mundo creado por Kafka Asagiri y Sango Harukawa, así que voy a hacer malabares en un intento por equilibrar la presencia de estos, necesarios para la historia, con, principalmente, Dazai y Chuuya. Espero lograr el objetivo y me mantendré al pendiente de sus comentarios.
Gracias por leer y nos vemos en el siguiente capítulo.
