Sirius no comprendía cómo le hacía sentir esa chica; aquello le ponía extraño, porque él siempre sabía muy bien qué estaba sintiendo. Sabía cuándo estaba divirtiéndose —cuando hacía una broma con James—, o cuándo estaba enfadado —¡eso estúpidos Slyhterin metiéndose con sangre sucias—. Sabía qué era el dolor, y la decepción en un rostro una vez amado. Conocía el orgullo, y el más profundo temor, aquel que lo arrastraba bajos las mantas. Pero lo que esa chica provocaba en él era indescriptible, ¡imposible! Y es que, ¿cómo podía ser? ¡Las niñas eran asquerosas! Había que molestarlas, jalarles los pelos, y romper esa tontas muñecas que cargaban a todos lados.

Por eso, cuando Sirius Black miraba a Mary McDonald fruncía el ceño. Y eso empezaba a dejar marcas, porque la observaba durante horas. ¡Seguro había tomado una poción! Su madre decía que las chicas feas hacían eso. Por ese entonces, todas las chicas eran feas, McDonald seguro lo había hecho, tomaba una poción para que los chicos no pudiesen dejar de mirarla. O eso habría explicado todo. Pero Sirius no era tonto —¡era muy inteligente!—, nadie podía tomar tanto una poción, además nunca la había visto beber nada; ¡y eso que una vez le clavó la vista dos horas completas! Nada, seguía sin entender nada; así que fruncía el ceño, y cruzaba los brazos, fulminándola desde el otro lado del patio de piedra.

Remus también miraba, pero su vista no se concentraba en Mary. Era entonces cuando daba vuelta la cara, o echaba a correr tras James, o Quejicus. Sólo una bajada de calzones al Slytherin le hacía olvidar aquella niña tonta, así que no perdía oportunidad. ¡Todavía tenia once años! Las bromas eran muchísimo más importantes que cualquier cosa; tal vez, siempre lo serían para Sirius Black.

Aun así, algunos días soleados como aquella tarde de Mayo, James estaba castigado y Remus en la biblioteca, así que Sirius huía de las historietas de Peter y se sentaba a mirarla desde el otro lado de los jardines. La veía sonreír, con esa —todavía más tonta— chica pelirroja, la mandona Lily Evans, que casi le quitaba todas las ganas de acercarse, esas que crecían en su interior minuto a minuto. ¿Y si se acercaba, qué diría? ¡Podía tirarle del pelo! No, claro, tenía once años, se creía muy mayor para eso. Aunque un pequeño tirón.

Así se acercaba, entre dudas y vigilancias, siempre volviendo a su lugar, enfurecido consigo mismo. ¡No le gustaba! No, no. ¡No le gustaba nada! ¡Él era Sirius Black podía manejar cualquier situación! Podía subirse a su escoba y perseguir a Malfoy que era cuatro años mayor. Podía hacer bromas en las narices de McGonagall y salir impune. Podía. Pero cuando se trataba de Mary McDonald fruncía mucho el ceño, formando arrugas en su frente. Era entonces cunado tenía que pasar a otra cosa, porque nada odiaba más que fruncir el ceño.

— McDonald —llamó, de forma altanera, por encima de su hombro.

No entendía cómo había llegado hasta ahí, pero aprovecharía la oportunidad, no iba acobardarse después de llegar tan lejos. La pequeña se dio vuelta, estudiándole con sus ojos café, tan rasgados, que parecían estar siempre estudiando.

— ¿Qué pasa, Sirius? —preguntó ella, con una sonrisa.

Porque esa era otra cosa de Mary McDonald, ella siempre sonreía. Incluso a la gente que no le gustaba, como ese niño de cabellos locos que todo el mundo adoraba.

¿Qué pasa Sirius? ¡Tú dime! Eso tenía ganas de soltarle el pequeño Black, porque no comprendía nada. Y menos aún, por qué dijo lo que dijo.

— ¿Quieres pasar la tarde del sábado conmigo en el lago? —ofreció, aparentando estar muy seguro de sus palabras.

Mary McDonald, que siempre sonreía, incluso a la gente que no le gustaba, no perdió la sonrisa cuando las palabras salieron de su boca.

— No.

Se dio media vuelta, sin dejar de sonreír, regresando junto a su pelirroja amiga que observaba la escena con petulancia. Él frunció aun más el ceño, resistiéndose de tirarle del pelo. ¿Quién se creía para recharzarlo? ¡Ya vería!

Y vio. Después de aquel rechazo, mucho llovió y creció. Sirius Black jamás le contó a nadie que la primera vez que se interesó en una chica, esta le rechazó con una sonrisa. Tampoco Mary McDonald se jactó jamás, después de todo, a los once años, no era más que un pequeño que se sentía muy extraño por culpa de esa chica fea de pequeños ojos café.