Estaba sentado, en la banca junto a la cera, viendo hacia el parque, un hombre de traje negro, con un cuervo en el hombro. Me acerqué lentamente, temerosa. Al mismo tiempo que me dirigí a él, le toqué, por la espalda, el hombro. Sentí una descarga de energía siniestra penetrarme.
Nublado. Neblinoso. Lúgubre. El rechinido de los columpios es lo único que se oye; se mueven por un impulso fantasmal. El señor y su cuervo voltean a verme. Su mirada penetrante, hela mi sangre. Su macabra sonrisa irradia una luz amarillenta. Siento pánico, quiero correr pero no puedo, estoy paralizada en mi lugar.
Poco a poco, pequeñas marionetas malévolas, del tamaño de niños, llenan el parque. Sus ojos centellean con malicia retorcida. Sus rostros, como los payasos que atormentan las noches de los infantes, tienen facciones grotescas, que resaltan su falsa sonrisa. Se esconden entre la neblina, esperando a sus víctimas, con perversa astucia. Puedo ver como sus cuerpos se mueven con una gracia innatural.
Los títeres, de madera corroída, juegan en los columpios; se resbalan por la rampa; se adueñan del parque. Tengo miedo por los adultos porque no ven estas monstruosidades. Se quedan sentados, observándolos, ignorantes del peligro que los asecha. Quiero advertirles. Necesito advertirles. Pero el cuervo solo graznó. Traté de calmarme, traté de respirar, pero fue en vano.
Un par de perversas marionetas, de madera corroída, caminan hacia mí; usan vestidos negros que se mecen con cada paso. Traen algo que parece comida en sus mécanicas manos. Ésta escurre una sustancia roja. Sangre. ¿Quieres? Me pregunta la más pequeña. Mi estomago se revuelve. Siento nauseas. El hombre con una fría cortesía, les respondió no. Sacó un billete y se los dio a las marionetas que le devolvieron una risa maquiavélica.
Yo seguía agarrando el hombro de aquel hombre misterioso. Algo me impedía soltarlo. Vi a las infames muñecas detenerse cerca de un gato. La pequeña marioneta se arrodilla para estar cerca del gato de ojos rojos. Sus rodillas truenan mientras se doblan. El gato maúlla, tratando de liberarse del cruel mimo, pero el títere sigue aferrada al gato.
Una pestilencia flota alrededor del parque. Huele a podrido. Huele a azufre. Huele a infierno. El olor quema mi nariz cada vez que inhalo. Si pudiese dejar de respirar, si pudiese dejar de ver, si pudiese dejar esta pesadilla, todo quedaría olvidado. Pero no. Yo sigo aquí.
El cuervo deja el hombro del tenebroso hombre para sobrevolar el parque. Vuelve locos a las marionetas, que tratan de atraparlo. Vuela por los columpios; se eleva entre la neblina; surca los árboles muertos. Siempre con un séquito de muñecos despreciables siguiéndolo. Unas marionetas intrépidas, trepan las ramas para encontrar nidos de inocentes pajaritos. Escucho como las pequeñas aves crujen bajo las garras de aquellos villanos. Siento pena por ellos. A lo mejor, muertos estarán mejor.
No puedo más. Me voy a soltar. Empiezo a despegar mi mano, primero un dedo, después otro, después otro. Estoy lista para librarme de esta pesadilla. Antes que lo soltara, me agarra la mano. Yo la jalo con toda mi fuerza, con toda mi alma. Mi vida depende de ello, mi cordura depende de ello. Su energía maligna deja de recorrer mi cuerpo.
El día está soleado, despejado. Los niños juegan en los columpios, unos en el resbaladero, otros saltan la cuerda. Las mamás los observan desde las bancas, riendo con ellos, entre ellas. Sus mascotas brincan con los niños más pequeños. Las niñas comen, juntas, en las bancas para niños.
Los hombres hacen ejercicios con los niños más grandes. Juegan soccer, jalan la cuerda, cruzan el pasamano, preparan la carne. Otro grupo de niños, tratan de ayudar el pajarito, que cayó del nido; hay adultos con ellos.
El hombre de traje negro, con un cuervo en el hombro, se para. Él me estrecha su mano. No estoy segura de darle mi mano. Le tengo miedo. Él ve mi temor en mis ojos y retrae su mano. Luego dice: Me llamó Edgar Allan Poe.
