Se mantenía de pie con el arpón en las manos, mientras sus ojos se posaban en las ventanas, viendo como las gotas caían y se estrellaban contra el cristal. Hacía uno de los muchos y típicos días lluviosos y depresivos de Londres. A eso había que añadirle la falta de casos y tabaco, siendo escondido este último por John, de nuevo.

Empezó a moverse nerviosamente por el piso, pasándose de una mano a otra el arpón mascullando solo Dios sabía qué. El Doctor John Watson le observaba por el rabillo del ojo con el portátil entre las piernas, ojeando la versión digital del periódico del día. No había nada que llamase la atención de Sherlock, que respondía con gruñidos y gritos cada vez que John le proponía un caso aburrido. Cansado, el doctor dejó el portátil en la mesita de café y puso sus codos sobre las rodillas, observando fijamente al detective.

-Podrías limpiar la casa y así te mantienes ocupado un rato. Me estás alterando con tus paseos y con esa...-Hizo una pausa y señaló al arpón-Cosa en la mano-

-John, mi mente no está hecha para tareas mundanas-

-Ni la cocina para tus horribles experimentos-

Sherlock se quedó quieto y observó con el ceño fruncido como Watson sonreía. Sabía que había ganado este asalto, algo extraño ya que Holmes siempre debía tener la última palabra. Colocó el arpón en una esquina y se pasó la mano por el pelo castaño, ya de por sí alborotado.

-Sherlock, si sigues haciendo eso, te quedarás calvo antes de los 50-John ahogó una risita ante el gruñido del detective-También podrías pedirle trabajo a tu hermano-

Sabía perfectamente que el detective se cortaría la mano sin anestesia y se la comería antes de arrastrarse e ir a pedir casos a su hermano. Aquella rencilla infantil que aún no le había sido revelada mantenía una fría relación entre ellos. Sherlock se tiró hecho un ovillo en el sofá y unos pasos de tacón resonaron en la vieja escalera de madera. Ambos sabían que sería la señora Hudson con algo de comer, ya que, la casera conocía perfectamente a Sherlock y sabía que si no compraba comida, él no comería casi nunca. El detective no tenía ganas de hablar con ella, y eligió no decir nada para no ser borde.

-Sherlock, querido... ¿Podrías ordenar tu cocina?-La cara de la señora Hudson era un poema y John se levantó preocupado. La casera le miró poniéndose una mano en la cara-Voy a tener visita importante y no quiero ruidos ni dedos en la nevera ni...-

-No se preocupe, señora Hudson, lo ordenaremos-

Sherlock alzó la cabeza y se giró rápidamente analizando la cara de su casera. La conocía y ella no tenía ningún secreto para su mente, era como un libro abierto, además, les había acogido a él y John en su piso, a pesar de conocer como era su carácter de difícil. Ahora la mujer tenía cara de preocupación extrema,cuando solía siempre sonreír. Se levantó del sofá y la miró. La mujer se puso nerviosa al notar la mirada de Sherlock clavada en ella.

-¿Quién viene a verla, señora Hudson?-La voz de Sherlock era suave y calmada.

-Oh, querido, no se te ocurra analizarme o no volverás a tener mi comida-La señora Hudson intentó poner una sonrisa nerviosa mientras se daba la vuelta y bajaba de nuevo las escaleras.

-¿Qué crees que la pasa, Sherlock?-

-El tendero está en Islamabad viendo a su ''querida'' No puede ser por eso- El joven detective frunció el ceño estrujándose hasta la última gota de materia gris que había en su cerebro. ¿Qué podía incomodar a la señora Hudson?


Tres y media de la tarde.

Unos gritos salen del salón de los dos hombres. La señora Hudson no puede evitar suspirar. Seguramente Sherlock estaría revolviendo todos sus papeles intentando encontrar sin éxito su paquete de tabaco. Casi se sentía culpable por tenerlo ella escondido en un cajón de su cocina. La casera de Baker Street se movía de un lado a otro por su piso con las manos temblorosas.

Fue entonces cuando sonó el timbrazo.

-¡Abro yo, chicos!-Gritó encaminándose hacia la puerta lentamente.

Al abrirla, se encontró con la persona que esperaba desde hacía tiempo. En el umbral se encontraba una joven con el cabello rizado pelirrojo recogido de mala manera por detrás. En su mano llevaba una pequeña maleta y en su espalda, colgaba un maletín negro en la que se adivinaba la forma de un violín. La joven tenía ojeras, se notaba que había adelgazado demasiado y estaba nerviosa. Al ver a la señora Hudson, la pelirroja sonrió levemente mostrando unos pequeños dientes blancos y se acercó a la mujer abrazándola.

-Tía...-

-Mi pequeña Helena...-Susurró.

Se quedaron así durante varios minutos, sin darse cuenta de que la sombra del detective se veía al final de la escalera.