1. Un nuevo mundo (pero no en el buen sentido)

La vida es extraña. Un día las cosas están como siempre, sin alterarse, sin cambios, sin diferencias... Y mientras piensas que este día va a cambiarlo todo, que va a ser diferente esta vez de ahora en adelante y para siempre. Luego llega el momento en el que el día se acaba y te percatas de que en realidad no ha cambiado absolutamente nada y ha seguido siendo lo mismo todo el rato. Y te das cuenta de que te has vuelto loco, pues esa es la definición de la locura misma.

Asi pues, ¿qué pasa cuando todo cambia de verdad en un sólo día? Que crees que te has vuelto loco o que sueñas. O deliras. O algo peor. Es por eso que la vida te parece horrible cuando todo cambia de golpe y porrazo, cuando de repente la sociedad se termina, el cielo se abre, los muertos llueven, la cosa va mal, la vida pesa y finalmente todo es diferente. Y entonces desearías no haber deseado que las cosas fueran diferentes.

Pero ya es demasiado tarde. Cargas un arma a todas partes, duermes en lo alto, cierras con llave hasta para ir al baño... Las cosas terminan complicándose más y más y, antes de que te des cuenta, estás en una situación difícil de la que no sabes salir. O al menos así era para él entonces.

- Bueno, esto ha sido divertido, pero tengo que irme.

- ¿Me vas a dejar colgado, Oscar?

El matón que hablaba era el asqueroso traidor que estaba dejando al joven colgado de los tobillos en lo alto de una torre. No parecía justo, pero así es el mundo en el que se vive ahora: un apretón de manos de día, una puñalada trapera de noche. Tendría que haberse asegurado de que esta vez iba a ser diferente, no quedan muchos supervivientes en la ciudad. Quién sabe, puede que fuera el último.

- Incluso en esa situación te haces el gracioso. Lo admito: voy a echar de menos eso. Pero se me pasará con las pedazo de vistas de tu guarida.

- Tío, no hagas esto.

- Oh, venga ya. No soporto las súplicas.

- No suplico por mí. Suplico por tí.

Oscar alzó una ceja, sin borrar la expresión socarrona de su cara.

- ¿Por mí?

- Déjame dejártelo un poco más claro: ¿cuánto tiempo llevas sobreviviendo aquí?

- Un mes, más o menos.

- Yo llevo medio año.

- Y una mierda.

- Da igual si no me crees. Lo importante es que he escapado de cientos de monstruos terribles, he sobrevivido a criaturas más grandes que tu pedazo de ciruelo lleno de vacío y he aguantado entre las mandíbulas de criaturas más peligrosas que los humanos.

- Bien por tí.

- A lo que me refiero es que he adquirido experiencia. Mucha.

- ¿Y?

- Que por ello sé que el lugar más seguro para sobrevivir a los Camazotz es el sitio más alto y alejado del lugar y estar callado.

- ¿Los Cama-qué?

Esas fueron sus últimas palabras. Lo cierto es que dicho así suena muy mal. Pero sinceramente hablando, decir que fue asaltado y despedazado a pedazos por toda una bandada de Camazotz, u hombres murciélago, entre terribles dolores y gritos horribles no suena mucho mejor.

- Ahora... A encontrar una manera de bajar de aquí. De alguna forma. No será difícil.

De su bolsillo, el superviviente sacó un silbato y sopló por él a todo pulmón, provocando que los hombres murciélago salieran disparados hacia todas direcciones. Lo malo de ser medio murciélago es que tienes el oído muy delicado, susceptible de ser muy afectado por cosas como los ultrasonidos, que eran las ondas que emitía aquel peculiar silbato. Pero aquel silbato también servía para otra función, pues era un sistema de comunicación.

- ¡Oi, binga! ¡Babinga!

De lo alto del edificio salió una pequeña criatura con forma de duende diminuto, nariz chata con un aro de plata en las fosas nasales, orejas puntiagudas y piel morena. Se cubría con lo que en su día pareció ser un trozo de tela, ennegrecido y sucio, a modo de taparrabos-toga. Mostraba la parte derecha de su flacucho abdomen superior y brazo y con sus ojos de córnea negra e iris ambarinos escrutaba todo a su alrededor.

- Ayúdame a bajar, por favor colega.

- ¿Chugo?

- Se han comido a Óscar.

- ¿Ñam-ñam?

Él simplemente señaló a una pila de carne y huesos destrozados.

- Camazotz.

El pequeño duende reprimió una mueca de asco.

- Ugh.

- Lo sé. Me la jugó el muy mamón, ¿te lo puedes creer?

El duende sólo rió.

- ¡Jo, jo, jo! ¡Chugo kaba-bibaya!

- Si. Bájame, anda y te pago como siempre.

- Uhhh, ¡bongo-babongo!

Entonces, el ser hizo ademán de morder la cuerda para romperla.

- ¡Espera, espera! ¡Busca otro modo! ¡Caeré desde muy-!

Tarde. La cuerda se rompió...

- ¡-ALTOOOOO!

...Y cayó justo encima de una pila de huesos y escombros. Ay.

- Ni repajolero caso...- se quejó el joven, incorporándose adolorido. Cuando se puso a cuatro patas, se encontró al diminuto ser de antes justo delante de él.

- ¡Bongo-babongo! ¡Bongo-babongo!

- Si, si. Lo prometido es deuda. A ver que llevo...

Tras un rato de negociaciones, finalmente pareciera que al pequeño ser le gustó el bombín desgastado que encontró en una tienda. Se miró en unos trozos de cristal posando cual estrella de cine de Hollywood. De verdad le gustaban esas cosas.

- ¿Bongo-babongo?- preguntó Hope.

- ¡Bongo-babongo!- repitió el duende. Gemlins. Los pigmeos de los duendes. Son tan fáciles de complacer como difíciles de entender. La mayoría de las veces es cuestión de suerte y saber qué le gusta al cliente. A ese en cuestión, al que llamaba Harapiento, le gustaba la ropa, pero por desgracia ya no abundaba tanto en la ciudad desde que todo empezara. Por suerte, los Pigmeos eran lo bastante listos como para entender lo que decía. No les resultaba difícil, él hasta le había enseñado alguna palabra a Harapiento. Justo cuando el joven se cargó la mochila al hombro cuando a lo lejos de oyeron de nuevo gruñidos y aleteos.

- Camazotz.

- Cama-cama...

- Vámonos antes de que vuelvan.

- Yup-yup.

Ambos se pusieron en marcha, subiendo Harapiento a su espalda para ir más rápido. Nada más salir, los Camazotz volvieron. Justo a tiempo para su escalada triunfal entre los escombros. Cuando ya era seguro, Harapiento bajó de su espalda.

- Nos vemos, colega.

- ¡Chau-chau, Jop-Jop!

Él creció en un mundo que os resultaría muy raro. Lo que en su día fue algo lleno de civilización y con un radiante futuro por delante, ahora es una desgracia ruinosa sin remedio.

Un deportivo corre a toda velocidad por las calles de una semi-derruida ciudad cosmopolita. Rojo, descapotable y de marca cara. Impecable. Es el clásico ejemplo de un anuncio de coches. Con la diferencia de que aquello no era un anuncio. Aquello era un joven, tal vez desesperado, buscando salir adelante en su vida y sobrevivir. Se miró en el espejo retrovisor: pelo rubio pálido y corto, ojos azul claro brillantes, de complexión delgada y fibrosa. Se llamaba Hope Hart y cada vez que se veía pensaba que cualquier chica que lo mirase ahora se volvería loca, pero por desgracia no siempre ha sido así; antes estaba obeso a más no poder, pero es lo que tiene la supervivencia: te adaptas o mueres. Y con la dieta radical que había estado llevando durante medio año no era de extrañar que luciera así ¡Y en medio año! Si tuviera internet, lo patentaría.

Correr le gustaba. De hecho, era una de las pocas cosas que le gustaba y por ello años atrás estaba impaciente de cumplir los dieciséis para sacarse el carnet. Pese a ello, su padre le hizo esperar a los dieciocho, pero aprovechó el tiempo para estudiar conducción. Aprobó de pleno todos los exámenes sólo pasa sacar a pasear el Panther de su padre, pero por desgracia le entregó el viejo monovolumen de su tío. Otro chasco y otra razón para que se metieran con él en el instituto. Siempre soñó con ir a toda velocidad por la ciudad subido en algún deportivo por las calles de Ciudad Centro, pero por desgracia nunca hasta ese mismo momento había podido llegar a cumplir esa fantasía. Y ahora deseaba que no se hiciera realidad; el panorama no era el más adecuado. Y era una lástima, porque ahora seguro que ligaba. Aspecto: si. Cochazo: si. Gran ciudad: si. Habitada: por humanos no. Con chicas: menos. Ay.

No pasó un rato hasta que finalmente se alcanzara el objetivo deseado; el edificio Paladice Tower. Antaño casino, centro comercial, recreativo y de ocio y hotel más alto de toda la ciudad. Ahora hogar de ratas, infestaciones y demás problemas monstruosos. Casa. Era el único sitio al que esas cosas no se habían acercado, por algún motivo que escapaba al raciocinio de Hope. Pero tampoco era para quejarse: tenía la mejor habitación de todo el hotel para él solo y gracias a unos apaños en la presa tenía luz gratis. Y recreativas. Y garaje propio. Incluso lo acorazó un poco con un cruce de defensas hechas a mano unidas con las medidas de seguridad del propio edificio. Hope se aseguró de poner en el garaje una doble puerta: la primera era la que conectaba con el exterior y la segunda, una gran puerta corredera de metal, era manual y la puso él por si acaso. Era su palacio: para él solo... Eso fue bueno los primeros siete días, luego se volvió algo horrible.

El Panther AXL-R8 nuevecito que acababa de rescatar de un confesionario a las afueras era el premio de esa mañana de búsqueda, metido en un cierre hermético para evitar que el tiempo lo destrozara. Hasta olía a nuevo. Después de perder el otro coche para correr bajo el pie de un Rinotauro, qué menos. Junto con la furgo y una camioneta ese era su tercer mejor coche. Ahora tocaba salir de caza, asi que fue a dejar el deportivo y a sacar el jeep militar 4x4 para coger los utensilios. Ballesta, arpón, cebo, cepos para osos (aunque no son osos lo que hay ahí fuera precisamente), honda, boleadoras, bengalas, linternas de luz ultravioleta, jaulas, bidones de plástico para cincuenta litros de líquido y bombas de humo caseras. Cargó la camioneta y se dispuso a arrancar para salir. Por desgracia, su pequeño compañero le siguió hasta dentro. La pequeña cría de lobo que era Blake no sabía quedarse quieta ni un momento. Y lo peor era que si se subía, ya no había forma de que bajara aunque le obligaras.

- Según tu cuenta y riesgo- le dijo.

Abrir la puerta, meter el coche, sacar la puerta. Hope repasó la lista otra vez; necesitaba baterías, gasolina para el generador, comida para la semana, cuerda, prismáticos, equipo de espeleología y escalada, pico, pala, cubos, taladro, herramientas varias y, a ser posible, un dron de vigilancia profesional. Sabía dónde encontrar todas las cosas: había un supermercado CostLess cerca de una ferretería CarryAll en el Barrio de Broom, diez manzanas de dónde estaba él. Curiosamente, ambos eran centros de venta mayorista al estilo cash and carry y ambos estaban cerca la una de la otra. Hope se subió al jeep y salió con destino a su próxima búsqueda. Y quizá algo más.