Prólogo


Primero emite un quejido. Le duele todo el cuerpo, como si tuviera veneno demoniaco corriéndole por las venas, o le hubieran dado una somanta de palos, o hubiera recorrido el país de punta a punta haciendo la voltereta lateral. Intenta girar la cabeza y le cruje el cuello – puf, ha sonado fatal – entonces decide empezar por algo más sencillo. Entorna un ojo muy ligeramente; el brillo de la luz solar se le cuela por debajo, y lo cierra. Prueba con el otro, y la sensación es dolorosamente parecida. ¿Dónde demonios se encuentra y cuál es la razón para ese espléndido sol? Su mente descarta de inmediato la posibilidad de que sea Inglaterra, allí el cielo siempre era tirando a gris, nada de luz radiante. Respira profundamente y hasta eso le duele. Vuelve a tratar de alzar los párpados, que le pesan al menos media tonelada cada uno, como si le hubieran atado vigas de hierro a ellos para mantener la posición cerrada – desde luego, hay demonios muy cabrones. Después de un esfuerzo descomunal, lo consigue, los abre. Abre los ojos, y otra vez la insoportable luz del sol. Espera un rato a acostumbrarse antes de tratar de hacer cualquier otro movimiento.

Ahora intenta ubicarse, moviendo los ojos de lado a lado, no la cabeza, la cabeza ya sabe que es mala idea. En frente hay una calle asfaltada, con vehículos y más vehículos arañando el pavimento: automóviles, bicicletas, autobuses rojos de dos plantas – eso es toda una novedad – ningún carruaje… pero bueno, la última vez que observó tampoco es que quedaran muchos carruajes. La última vez ya eran un objeto de museo. También hay una cantidad indecente de personal paseando por la acera. Lo de paseando puede que sea un eufemismo, porque más bien corren, entrando y saliendo de los locales adyacentes, comercios o algo así, cargados con mil bolsas, en tonos tan fluor como las chispas que salían de las manos de Magnus Bane. Sin embargo, cuando ha dicho indecente, se refería exactamente a eso, a indecente. Casi todas ellas son mujeres, pero mujeres vestidas como si llevaran un salto de cama en lugar de ropa de calle: vestidos cortos, de medio muslo hacia arriba, o pantaloncitos que a todas luces pertenecen a la categoría de ropa interior; camisas cortas y escotadas que dejan al aire una extensa porción de piel por debajo de las clavículas, y en los brazos, y en el estómago; ombligos por doquier. La que más tapada va es porque lleva falda larga, o pantalones largos, del tipo jeans que usaban los obreros americanos, pero tan pegados a las piernas que parecen una segunda piel; tal vez se trate de un nuevo tipo de demonio de piernas azul marino y melena al viento, y llamativos pendientes y fulares… todo de lo más intrigante.

Y los caballeros tampoco se quedan atrás, aunque ellos parecen preferir lo extravagante a lo descocado: camisas floreadas y sin mangas, pantalones para los que deben de haber estado faltos de tela, porque no les llegan por debajo de la rodilla, con estampados absolutamente inverosímiles, al menos para una prenda de vestir que no haya sido específicamente diseñada para el carnaval: palmeras, delfines, dibujos parecidos a las runas; o el mismo tipo de jeans que las féminas aunque algo menos ajustado, pero conjuntado con camisetas interiores, cuyas imágenes frontales muestran personajes de dudosa elegancia grabados en ellas.

Algunos de los especímenes es imposible adivinar a qué género pertenecen; vuelve a llevarse la melena y el maquillaje en varones, igual que el tiempos de la Revolución; a la que no es que tuviera el gusto de asistir, pero ha visto grabados.

Decide dejar de fijarse en los viandantes y vuelve a sí mismo. Se busca las manos; y eso sí que resulta enloquecedor. Son manos de largos dedos, con callos en las almohadillas, ligeramente bañadas por el sol y de piel lisa. Lisa y joven. Son las manos de un muchacho, no las suyas. Por el Ángel, ¿qué está pasando aquí?

Le echa valor al asunto y sigue con el resto del cuerpo. Uf, gracias a Dios, está vestido. Sin galas, y sin sombrero, pero con pantalón y camisa, aunque sólo lleva un zapato. Oye, menos es nada. El siguiente intento lo hace con la ubicación espacial, ya que intuye que la temporal va a escapársele de las – ahora juveniles – manos. Tendría que ponerse de pie; le chirrían los músculos: manos jóvenes pero cuerpo caduco, tal y como debería de ser. Está cubierto de cartones, en lo que parece un portal; un edificio de cristalinas paredes se alza ante él. Se pone finalmente en pie, no sin dificultad, e intenta desencajar los huesos agarrotados. Siente como si hubiera pasado una eternidad en posición fetal, lo cual es curioso, porque juraría que ha estado algunos años paseando por las infinitas praderas del inframundo, en busca del – empieza a pensar que inexistente – río que se suponía que había de cruzar; y cree recordar el ataúd, ideal para una elegante postura decúbito supino. Y nada tiene mucho sentido, porque a los de su clase les incineran y después usan sus cenizas para construir la Ciudad de Hueso… Pero basta ya de especular; explorar, investigar, eso es lo tiene que hacer.

La acera, la calle que parece perderse en el infinito en ambos extremos, el aluvión de viandantes de curioso atuendo y ausente decoro. No le suena nada. Tal vez debería de preguntar, o quizá primero ir en busca de un cartel indicador. Mueve la cabeza hacia arriba y luego de derecha a izquierda: las coloridas marquesinas lo inundan todo. Por el Ángel, va a ser tarea imposible. Camina a la derecha unos cien metros y después retrocede sobre sus pasos, demasiado aturdido como para pensar con claridad. Se choca contra un hombre anuncio: de esos ya había visto alguno. Le ofrece un panfleto hecho de llamativo papel brillante: "El Rey del Pollo Frito", se lee en él, y hay una oportuna ilustración de un ave con la corona, joyas incluidas. Después de un menú con precios que a Will le resultan desorbitados, encuentra una dirección: 47, Oxford Street, Londres.

Así que Londres. Juraría por toda la jauría de Ángeles que en su memoria Londres no era así; era ruidosa y caótica, pero los londinenses conservaban el pudor, al menos los mundanos, al menos de puertas para fuera. Pero ha visto cosas lo bastante raras en la vida como para que resulte tan sorprendente. Ya tiene el lugar, ahora le falta el tiempo. Por el calor, y la humedad, se trata de un día de verano o primavera, alrededor del mediodía a juzgar por la altura de ese escasamente londinense sol. Pero el cuándo; el cuándo es ahora, continúa siendo una incógnita.