I. DIFERENTE (PARTE 1)
Si había algo que Lexa Woods adorase con toda su alma, era ver cómo, casi como si de una procesión se tratase, las mujeres atravesaban las puertas del infierno y ella se convertía, con razón, en la favorita de Lucifer.
Una tras otra, seducía a chicas ingenuas de buena familia, deseosas de probar lo prohibido e inalcanzable. Y ella no era capaz de negarles nada, más bien todo lo contrario: todo aquello que quisieran, todo aquello que desearan, todo aquello que ambicionaban… cualquier cosa, Lexa lo regalaba. No había nada que no pudiese dar. ¿Por qué negarse, si había sido creada para ello?
Pero en la mayoría de sus conquistas, siempre estaba acompañada por un chico castaño y esbelto, de ojos fríos como el hielo y piel casi tan pálida como la nieve. Eran iguales, perseguían un mismo objetivo. ¿Por qué no aliarse? John Murphy se llamaba, y con su indiferencia y el halo de misterio que le rodeaba, atraía a hombres y mujeres por igual, les arrebataba sus almas, y complacía a su señora con gusto y adoración.
Vagaban por el mundo, buscando las almas más puras y luminosas que pudieran encontrar. Jugaban con ellas a su completo antojo, y lentamente iban alimentándose de ellas, introduciéndose en la voluntad de sus humanos, de sus dueños; la emponzoñaban y simplemente, dejaban que el crimen siguiese su curso.
Y cuando volvían a la realidad y veían el crimen tan atroz y cruel que habían cometido, ya no había solución posible: sus almas ya tenían un nuevo dueño, una preciosa mujer con una extraña fascinación por el rojo, la cual ostentaba el título de señora del Inframundo.
Lexa no era capaz de recordar cuándo empezó con esa espiral de destrucción ajena. Podrían haber sido días, semanas o meses, incluso años… pero se sentía como una eternidad. El tiempo era tan relativo que le arrebataba los recuerdos, y no podía imaginarse otra vida más allá de aquellas diversiones espontáneas y placer momentáneo, culminando siempre con la sonrisa satisfactoria de su señora.
Pero había días en los que no sentía pasión por nada, ni tan siquiera por las almas más puras y luminosas. A veces sentía lástima de aquellos seres tan puros y virginales, tan buenos y amables. ¿Por qué tenía que arruinarles la existencia? ¿Por qué no podía dejar que se fueran al cielo, de donde nunca debieron haber salido? Sentía lástima y dolor, por ver las cosas que les obligaban a hacer.
Al parecer, era la única que sentía tales reparos.
¿Y si era demasiado humana? Había oído historias sobre criaturas mestizas, monstruos creados a partir de un ángel y un humano. ¿Y si ella era producto de tal aberración? Por lo que sabía, los demonios eran incapaces de engendrar; por eso sucumbían cada noche al sexo más animal, salvaje y degenerado, ruidoso y placentero, que podía oírse desde los límites más infinitos del Inframundo. No recordaba su vida, no era capaz de vislumbrar su pasado más allá de unos cuantos años atrás, cuando su único cometido era atraer almas puras para que se rindieran al poder de Lucifer.
Hubo un tiempo en el que ella fue uno de los ángeles de Dios, una de esas criaturas celestiales encargadas de proteger a los humanos de parásitos como ella misma y Murphy, y muchos otros a los cuales apenas conocía. ¿De qué servía el amiguismo en el Inframundo? Ella fue una vez un ángel de luz, pero alguien la corrompió y cortó sus alas, tiñéndolas de negro e impidiéndole volar hacia aquel mundo perfecto e inalcanzable para seres como ella.
Había pensado demasiado. Era hora de actuar.
El nuevo semestre acababa de empezar, y como venía siendo costumbre, era el momento perfecto para escoger las próximas víctimas a las que atraer al lado oscuro. A veces se sentía como si fuese Anakin Skywalker, capaz de matar a unos niños casi indefensos, pero incapaz de hacer nada que repercutiese en Padmé. Aquellos niños eran todos los nuevos alumnos que tenía frente a sus ojos, deseando empezar un nuevo ciclo en su vida, lejos de sus padres y abrazando la alabada vida universitaria. Sus ansias de conocer, sus ansias de recordar, eran su Padmé particular.
El edificio de la facultad no era gran cosa, era incluso más pequeño que su antiguo instituto; pero parecía más moderno, más sofisticado. Tenía puertas de cristal que se abrían solas, sin conserjes malhumorados que tenían que hacer un esfuerzo sobrehumano cada vez que alguien presionaba el botón del intercomunicador para pedir que le abriesen, si no era mucha molestia. Y cuando se los cruzaba, la mala cara y los repasos de la cabeza a los pies nunca faltaban.
En aquel lugar, los conserjes incluso parecían amables. Y la planta baja era enorme y moderna, sin publicidad para niños de secundaria ni trabajos infantiles que adornasen las paredes. No. Allí todo era limpio y pulcro, carteles serios y llamativos sin caer en la decadencia: sesiones de teatro, grupos de debate, clases de apoyo, estudiantes pidiendo a gritos un compañero de piso…
-Sí, éste es mi lugar – Se dijo a su reflejo en el cristal, tras dar una vuelta sobre sí misma y admirar aquel precioso edificio que tenía a su alrededor.
Clarke Griffin había acabado el instituto con la mejor nota de su promoción, lo que le reportó una matrícula de honor y la posibilidad de escoger cualquier universidad que ofertase la carrera de medicina. Se decidió por la Universidad de Polis, en California. Había tenido que cruzar todo el maldito país de punta a punta, pero después de tantos años viviendo los peores inviernos que recordaba, la calidez y sobre todo, las playas de California le habían ganado el pulso a la mejor universidad que pudiera escoger: Harvard.
Se había mudado con su madre, Abigail Griffin, una reputada cirujana que era reconocida en toda la costa Este. Tras la muerte de su marido, un par de años atrás, era todo lo que le quedaba: su carrera y su hija. Y ésta se marchaba a la otra punta del país. ¿Qué podía hacer, elegir entre su hija o su carrera? Finalmente, la sangre tiró mucho más que los elogios a su trabajo, hizo las maletas y acompañó a Clarke a su nueva aventura como universitaria.
Compraron una pequeña casita muy cerca de la costa, pero muy acogedora. Tenía dos plantas; las habitaciones arriba, además de un estudio que Abby podría utilizar como despacho y un baño, mientras que en la planta baja había una gran y luminosa cocina amueblada, un salón ancho con chimenea, un aseo y una sala más pequeña que podría servir como cachivache para guardar cualquier trasto.
Otra de las ventajas de aquella casita, era su cercanía a la universidad. Estaba a un paseo si se decidía a ir caminando, lo que se le antojaba con aquella temperatura más que apetecible en aquella época. Cuando llegase el invierno, aunque no fuese tan crudo como en Nueva York, tendría que resignarse al autobús o arrastrarse para que su madre le dejase coger el coche y no tener que perder tiempo esperando el transporte público.
Era su primer día allí, y ya se sentía como si llevase siglos visitando aquel lugar.
Lo malo, era que no conocía a nadie; y si por algo se caracterizaba, era por su casi nula capacidad de hacer nuevas amistades. En el instituto de Nueva York tenía un par de amigos, Wells Jaha y Finn Collins; aunque ellos tenían muchas más amistades que ella. No en vano, eran mucho más abiertos y no una rata de biblioteca como ella.
Al inicio de cada trimestre, cuando nadie pisaba aún la biblioteca, ella pasaba horas en ella. Clarke siempre tenía cosas que hacer, apuntes que pasar a limpio, resúmenes que terminar, esquemas que plasmar en un A3 y colgar en las paredes de su habitación para clarificar sus ideas. Muy pocos entendían cómo era posible que tuviese incluso amigos, dado lo rarita y seria que era.
Y aunque muchas veces Wells y Finn la arrastraban a las fiestas del instituto, Clarke no se sentía cómoda. Aquel mundo de desenfreno, música demasiado alta, gritos y bailes groseros le ponían enferma. Ni que decir que no toleraba el alcohol.
Y muchas veces, poco antes de medianoche, volvía a casa sin probar una gota de alcohol y dejando tras de sí una gran multitud de miradas interrogantes y curiosas por su mera presencia.
Pero ya no estaba en Nueva York, ya no estaba en el instituto. Allí, en California, nadie la conocía, no podían tener prejuicios sobre ella por ser una rata de biblioteca. Ya era hora de que le cambiase la suerte.
Murphy aparcó su Audi A3 a escasos veinte centímetros de Lexa. Aún dentro del coche, con el motor encendido y las gafas de sol sobre su cabeza, le dedicaba una de esas sonrisas frívolas y acartonadas. Lexa únicamente le levantó el dedo corazón, lo que hizo que el castaño estallara en una larga y ruidosa carcajada.
Le fascinaba el negro, más que a ella. Su ropa, su mochila, su coche… A veces, en un alarde de locura, incluso se pintaba las uñas de negro. Era un chico raro, los dos lo eran, ya que parecía que no tenían interés en acercarse a nadie. Eran sólo ellos dos, casi como si de fantasmas se tratase: siempre juntos, sin acercarse a nadie. E imponían. Los ojos azules, casi de hielo, de él; y los ojos verdes, un verde hipnótico, de ella. La inexpresividad de sus rostros y los largos silencios que volverían loco a cualquiera, excepto a ellos dos.
A pesar del miedo que suscitaban, siempre estaban en boca de todos. No había nadie que no los conociera, aunque no se hubieran cruzado jamás con ellos.
-Hay muchos niños nuevos este año, Lexa –Murmuró Murphy, sentado en uno de los bancos de piedra que había en el césped de la facultad. Se contoneaba constantemente, casi como si bailase-. ¿Cuántos le llevaremos a Lucifer?
Lexa no contestó de pronto. Había muchos niños, como su amigo había dicho, pero su alma no era tan luminosa como para captar su atención. Muchos de ellos brillaban, pero no era una luz cegadora que hiciera que se sintiera atraída por ella. No sentía esa necesidad natural de arrebatarles su alma, más bien era mero trámite.
-Muchos ya están corrompidos, Johnny –Odiaba que le llamase por ese nombre, pero se contuvo-. Los niños de hoy en día están insensibilizados contra casi todo. Lucifer tendrá que esperar para tener un alma pura.
Se deleitó con el paseo de los nuevos estudiantes que pisaban por primera vez una facultad, ella ya no podía sentir esa sensación de plenitud. Llevaba años repitiendo los mismos cursos, viviendo un día de la marmota constante. Es por eso que miraba a su alrededor y las reacciones de los niños le sacaban una sonrisa sin ni tan siquiera ella pretenderlo.
Hasta que una chica le llamó la atención. Estaba sola, agarrando sus libretas contra el pecho con fuerza, casi como si estuviera asustada. La gente corría a su alrededor, sin ni tan siquiera darse cuenta de su presencia.
¿Cómo era posible que no la vieran? El cabello rubio era difícil de olvidar, y aquellos ojos azules que parecían el mismísimo pacífico casi le hicieron que perdiera la capacidad de respirar. Era una niña pequeña, asustadiza y solitaria, incapaz de encontrar el camino a casa.
Lexa se acercó a ella, sintiendo una especie de barrera dentro de su mente. No podía ver el interior del alma de esa chica, era una puerta cerrada y ella no tenía la llave para saciar su curiosidad.
A mitad del camino, se frenó. ¿Y si la asustaba? No se conocían de nada, y se acercaba a ella como si se conocieran de toda la vida. Aquello era aún más extraño, ¿desde cuándo el hecho de no conocer a alguien la había frenado? Pero aquella chica, aquella niña rubia asustadiza, la frenaba.
Vio entonces cómo un rostro conocido se acercaba a la rubia, tocándole con demasiada fuerza el hombro, y llevándose un pequeño grito por su parte. Los rizos oscuros y el rostro lleno de pecas y sonrisa amable, era el reclamo favorito para cualquiera en aquella universidad. Bellamy Blake, con una extraordinaria capacidad de palabra, hacía que cualquiera confiase en él al instante de conocerle. Tal facilidad le llevó a que le concedieran un puesto de guía para los alumnos de primer curso, descubriéndoles los lugares más inaccesibles y recónditos de la facultad.
No todos necesitaban de sus servicios, sólo aquellos que eran demasiado tímidos para preguntar. Y aquella niña rubia parecía ser una candidata perfecta para perderse por la facultad.
-Clarke Griffin – Oyó a lo lejos, y casi de inmediato ladeó la cabeza.
A su lado, la sombra negra que conocía demasiado bien.
-¿Ya has encontrado a tu primera chica?
-Puede ser –respondió, dedicándole una escueta sonrisa-. Y ahora vámonos, no quiero llegar tarde el primer día de clase.
