"TRANSICIONES"

Parte de los personajes de mi humilde obra, pertenecen a Rumiko Takashi, creadora digna de culto. La trama forma parte de mi alocada imaginación.

("..."): Pensamientos, (-): Conversación, (------): Cambio de escena.

Sin más preámbulos os dejo con la introducción a la historia.

Capítulo 1: Una chica muy normal.

Aquellas semanas le habían parecido interminables, realmente no es que estuviese muy motivada por comenzar las clases pero por una extraña razón se sentía más sola que al comenzar las vacaciones de verano.

Hubiese preferido quedarse en la residencia del instituto, al menos allí su padre se ahorraría la ardua tarea de disimular que disfrutaba de la compañía de su hija adolescente.

Zen, aun no entendía que su padre para guardar las apariencias le obligase cada verano a ir a su casa de campo, aquella casa que su madre adoraba mientras vivía...

- Mientras vivía... todo ha cambiado desde entonces – Se dijo para sí misma, ocultando el dolor que le causaba pensar en la muerte de su madre.

Su padre ya no era el mismo, ni siquiera ella era la misma, aquella figura infantil que correteaba por los jardines de la casa, se había convertido en una joven hermosa pero perspicaz y ensimismada, sobretodo en términos familiares.

Ella se consideraba una chica muy común y posiblemente lo era, de no ser porque vivía en Japón y sus padres eran europeos por lo que su aspecto físico difería de las nativas del país. Así que por descontado su piel era bastante blanca, su pelo castaño claro y extremadamente liso, cortado en una media melena. Sus ojos lucían un profundo color miel y su estatura, representaba un verdadero problema de inferioridad para los chicos japoneses. Si, definitivamente era una chica "europea" normal.

Los padres de Zen se habían mudado a Tokio desde Francia cuando ella aun era un bebé, por lo que los recuerdos de su país de origen se limitaban a las visitas que solían hacer a su abuela Sophie, sobretodo en Navidad y otras fechas señaladas.

Últimamente deseaba más que nunca ver a su abuela, de hecho deseaba fervientemente escapar de ese país, se sentía fuera de lugar, en tierra de nadie y su confusión era aun mayor cuando estaba en Francia. Era insoportable, su estado de ánimo era cada vez peor, talvez era la adolescencia pues tener 17 años, crea grandes descompensaciones en la mente y en el cuerpo de una chica... o al menos eso decían los mayores, aunque era evidente que ellos también se equivocaban.

Por un momento descansó su atormentado pensamiento para dejarse llevar por la belleza del crepúsculo, apenas había amanecido y en la casa ya se sentían los ruidos cotidianos de sus escasos habitantes.

- ¡Zen! Baja a desayunar. – Gritó la señora Fumie.

Fumie vivía cerca de la casa de verano de la familia Dallier, y como cada año por esas fechas era contratada para ayudar en las tareas de la casa, en vista de la falta de la madre de Zen y de que su padre se pasaba todo el día ocupado con su trabajo científico.

De hecho el trabajo de su padre, el distinguido Sr. Nathan Dallier era el motivo del traslado de la familia a Japón, su reputación como científico le había otorgado una suculenta plaza en lo que para él representaba el experimento del siglo, la culminación de una era de avances tecnológicos y de toda su carrera profesional... "la transición en el tiempo". Todo esto para Amélie, la madre de Zen, no era más que otro intento desesperado del hombre por viajar en el tiempo y aunque nunca se lo había confesado a su esposo, en presencia de su pequeña hija se le había escapado con desdén, más de una vez, su descontento.

- ¡Zen, quieres bajar de una vez, se te enfría el miso! – La voz de Fumie sonaba un tanto molesta, así que la chica intentó, sin éxito, colocar bien su cabello y aun en pijama, dedicó una última mirada a su reflejo en el espejo, lo que provocó un desganado suspiro y sin más, bajó a desayunar.

- Miso... en este país no sabéis desayunar otra cosa que no sean fideos ¿Qué tal unas tostadas con mermelada o unos huevos revueltos? – Su falta de interés por la comida japonesa desquiciaba a la pequeña mujer de rasgos asiáticos.

- Chiquilla malagradecida, me cuesta creer que lleves toda la vida viviendo aquí. ¿Acaso no hay nada de este país que te agrade?

- Muchas cosas Fum, lo siento... hoy no me he levantado con buen pie. – Observó tristemente el tazón que contenía los fideos y alzó sus preciosos ojos pardos en señal de derrota.

- Además sabes que me encantan tus fideos, tanto como a... mi madre.

- Ya veo, no dejas de pensar en ella. ¿Eh? – Con una tierna sonrisa abrasó a la que aun teniendo 17 años, para ella seguiría siendo su niña. – Zen debes animarte, han pasado dos años, es imposible llenar en tu corazón el vacío que ha dejado la Sra. Amélie pero debes intentar seguir con tu vida, por ti y por los que te rodean... no estás sola preciosa.

Las lágrimas luchaban por rodar descontroladas sobre sus mejillas más no lo permitió, se armo de valor y creando una barrera imaginaria encerró la angustia que la abordaba, como solía hacer desde el fatídico día.

- Estoy bien Fum, es sólo que ya se acaban las vacaciones y pronto volveré al internado. – Mintió.

La mañana transcurrió tranquila y aunque no había mucho que hacer en la casa, había algo que a Zen le encantaba desde muy pequeña y era dar largos paseos por el campo, cada detalle desbordaba un sin fin de sensaciones, rompiendo la calma absoluta que se respiraba en el paisaje. La curiosidad era algo innato en ella, para sus expresivos ojos nada pasaba desapercibido.

Últimamente, había estado teniendo sensaciones extrañas con mucha frecuencia y si se detenía a pensarlo, no eran del todo alienas para ella, cabía la posibilidad de que las hubiese tenido desde su más tierna edad pero nunca tan intensas. Notaba las cosas en exceso, presencias justo antes de que la persona apareciera, sonidos inaudibles para el resto de la muchedumbre y lo más terrorífico, veía cosas de dudosa existencia como auras que sobrevolaban las ciudades, sombras sin propietario e individuos con diversas apariencias, que bien podían no ser humanas, que aparecían y desaparecían de la nada.

Ella por si sola, era consciente de lo inusual y extravagante que podían ser sus visiones y presentimientos, por lo que siempre lo había mantenido al margen de su vulgar vida y se había acostumbrado a vivir con estas peculiaridades, hasta el punto de ignorarlas pero últimamente y desde que a su padre se le había ocurrido trasladar el laboratorio a la casa, se le hacía imposible pasar por alto sus extrañas habilidades.

Aquella tarde al regresar de su paseo habitual, pasó por delante de la puerta del laboratorio que su padre había improvisado en la casa, para continuar el trabajo que no acababa en el centro científico. Una vez más su curiosidad le pudo y aunque tenía terminantemente prohibida la entrada, sabía que su padre no estaba en casa, así que nada le impediría dar un vistazo rápido.

Empujó lentamente la puerta y se adentró con cautela, todo aquello le parecía fascinante y aunque a veces detestaba la profesión de su padre no podía evitar sentirse atraída por la ciencia, al fin y al cabo, hay mucha verdad en la frase "de tal palo, tal astilla".

El suelo estaba lleno de cables que se entrelazaban entre sí y a su izquierda había una mesa con un ordenador, desbordada de papeles escritos con fórmulas ilegibles para ella. Giró sobre si misma y se acercó temerosa a un recuadro mecánico con forma de puerta que emitía un sonido agudo intermitente compaginado con pequeños destellos de luz verde. A su parecer la escena era escalofriante, era como estar reviviendo alguna saga de la guerra de las galaxias, este último pensamiento provocó una carcajada en el interior de su mente e intentó volver a la realidad.

Según su padre, aquel artefacto era sólo un prototipo de lo que sería el transportador original, era su creación particular.

Al estar tan cerca de la máquina el censor de movimiento de esta se activó y en el interior del recuadro se formó una fina capa cual plata líquida que reflejaba a la perfección su imagen como si fuese un espejo, esto asustó a Zen que retrocedió tropezándose con algunos cables hasta caer apoyada encima de una mesa donde su padre tenía las probetas con sus últimos experimentos realizados con genomas víricos artificiales, esto provocó que algunas probetas cayeran al suelo y salpicaran por todas partes.

- Talvez no ha sido buena idea Zen, eres un desastre, ahora tendré que limpiar todo esto. – Se recriminó a sí misma, pero pronto se distrajo como de costumbre y acercó lentamente la mano hacia el platinado fluido huracanado, que antes era estable y ahora se arremolinaba con furia en el interior del recuadro distorsionando su reflejo, la introdujo a través de este y se le ocurrió mirar por el otro lado del recuadro por donde, para su sorpresa, no veía su mano aparecer, sorprendida abrió desorbitadamente los ojos y estaba a punto de retirar la mano cuando tuvo uno de sus presentimientos.

- ¡Zen¡Fumie! Ya estoy en casa... ¿Zen?

- Buenas tardes Sr. Nathan.

- Hola Fumie... ¿Dónde está Zen?

Al oír la voz de su padre su corazón se aceleró de una manera indescriptible. Si la pillaba en el laboratorio estaría castigada hasta regresar al internado y aunque ya se consideraba castigada por los estropicios, lo que menos deseaba era discutir con su padre, tenía demasiados motivos para hacerlo.

Sintió los pasos que se acercaban por el pasillo e intentó esconderse en algún rincón pero algo la retuvo fuertemente del brazo que tenía en el interior de la máquina y ese algo, fuera lo que fuera, comenzó a tirar de ella, no pudo evitar que su cuerpo se catapultase hacia el recuadro donde el fluido se removía frenéticamente y un grito seco escapó de su garganta.

- ¡Papá!

Lo último que vio antes de perder la conciencia fue la cara desencajada de terror de su padre.