Buenos días a todos. Me animé finalmente a empezar una historia sobre ésta linda pareja. La cosa ha ido bastante lenta, en principio porque la idea inicial cobró forma y cuando me quise dar cuenta, llevaba diez páginas escritas y no lograba vislumbrar el final pero ya lo vengo trabajando x).

Me imaginé un universo alterno en donde no hay magia ni seres extraordinarios, pero trataré de incluir a todos los personajes de SCC. Espero que les guste, es lo primero que he empezado a escribir después de esta pausa tan larga que tuve debido a la tesis. Necesito recomponerme un poco para volver al ritmo habitual, así que si es muy malo o me he pasado en algún párrafo, o prefieren que no escriba nunca más porque este relato es lo más horrible que han leído nunca, díganmelo por favor porque estoy en un proceso de crisis importante y necesito opiniones a montón :)

Aún con todo, espero que les agrade la idea y los invito a comentar su opinión y si debería seguir con la historia. A todos los que se tomen la molestia de leerme gracias por eso ;) ¡Besos!

Disclaimer: Los personajes de ésta historia pertenecen al grupo CLAMP.


MIEL Y CHOCOLATE

Capítulo 1

**Un suspiro irresistible**

Él era un joven bastante serio, recto, responsable y sobretodo leal; también era bastante apuesto y por ello no podía quejarse de su suerte con el género femenino, al menos no del todo. Siempre había sido centrado y sabía bien lo que tenía que hacer y lo que no, pero algo dentro de sus convicciones falló en aquel instante en el que aquellos inmensos ojos esmeraldas se posaron sobre los suyos esa tarde. Su cordura y auto control se fueron de paseo y en su lugar sólo quedaron aquel deseo y pasión que le profesó a esa pequeña ninfa de ojos preciosos.

Esa madrugada, Shaoran -ese era su nombre en japonés- se hallaba en su cabaña, se sentía estúpido. Utilizado y estúpido. No lograba conciliar el sueño y se removió durante horas hasta que las sábanas se le pegaron a la piel cubierta de sudor, impregnada de una excitación que no lograba apagar nunca. Se levantó tembloroso, con la boca seca y el corazón a mil por hora, los dedos hormigueándole de impaciencia por volver a tocar esa piel femenina. Era el recuerdo de aquella castaña, que lo asaltaba durante la madrugaba, torturándolo implacable. Pero no podía evitarlo, la sensación de su cuerpo le perduraba en las manos y en la boca; cuando recordaba lo que habían hecho juntos temblaba de rabia, de impotencia y también de vergüenza.

Un anhelo tan fuerte se apoderaba de él que sentía la necesidad de arrancárselo de la carne a tirones.

La culpa de su estado era suya y sólo suya. Por más que intentase culpar a la pequeña ninfa, la culpa la tenía él por haberse rendido a sus instintos, por haber sido tan débil. No podía negar la atracción que sentía por ella, la atracción que sintió el primer día en que la vio parecía estar escrita en sus genes, como si un poder ancestral lo obligase a permanecer siempre en contacto con esos ojos; todos estos meses había ahogado esa primaria necesidad saliendo a divertirse con sus amigos, en alcohol y entre los muslos de otras mujeres. Pero su deseo por ella era tan fuerte que le retorcía las entrañas y le provocaba aquella angustia durante las horas más oscuras y solitarias. ¡Ni siquiera podía aliviarse él mismo! Y no por falta de intentos, la desesperación había dado paso a la vergüenza, a la rabia.

Ella no era para él. Nunca sería para él.

Se levantó de la cama, tan desvelado y tembloroso que durante un momento consideró la posibilidad de golpearse la cabeza contra la pared. Con un poco de suerte caería inconsciente y conciliaría por fin el tan ansiado descanso. Su sentido común desechó aquella idea casi de inmediato, porque estaba seguro de que cuando se durmiera, soñaría con ella y eso sería todavía peor. Tras ponerse unos pantalones, abandonó el cuartucho donde dormía. Tenía una cabaña para él solo al lado de los establos, dónde trabajaba.

Shaoran había llegado a Tomoeda huyendo de los recuerdos de su pasado y el prejuicio de su familia, aquí se ganaba la vida de una forma bastante sencilla; era un simple entrenador de caballos, de mirada fría y gesto adusto, un hombre de pocas palabras al que no le gustaba malgastar saliva en conversaciones banales. Pero tenía un respetable sentido del honor que le había ganado la confianza del dueño de aquellas tierras y se encargaba del entrenamiento y crianza de sus caballos. Él le debía mucho al señor Kinomoto, y por eso es que este sentimiento de culpa lo embargaba, su mente era un torbellino de confusión y rabia a la vez.

Aún recordaba la primera vez que la vió hace ya cuatro años, cuando la pequeña ninfa tan sólo tenía catorce años, con su sedoso cabello corto y castaño arreglado con finos lazos, un vestido muy hermoso y una sonrisa en su rostro que...lo cautivó por completo, él con diesciocho años ya cumplidos se sintió fuera de lugar, ¡Ella era una niña! Y con esa mentalidad permaneció tranquilo durante los años que siguieron.

Pero sabía que ella no sería una niña para siempre y para su desgracia se había convertido en la mujer más bella y también la más ingenua y transparente que había podido conocer.

Aún recordaba esos años, en los que eran unos desconocidos que estaban obligados a congeniar ya que él era un empleado de su padre y ella pronto sería su aprendiz. Cuando Sakura Kinomoto, la menor de los hijos de su jefe; cumplió la edad necesaria, fue él quien le enseñó a montar, porque durante generaciones, la familia se había entrenado para la monta de competición y ella iba a ser la estrella, de eso estaba seguro. El primer día que la preciosa Sakura entró en los establos para elegir una montura con la que comenzar su adiestramiento tan sólo tenía catorce años y un brillo en la mirada acompañada de una sonrisa que fueron capaces de ablandar su duro corazón.

Con el paso de los años, cultivaron una linda amistad, amistad que él pudo mantener siempre poníendose límites y también con constantes baños con agua fría en la soledad de su cabaña. Cuando la pequeña Sakura dejó de ser tan pequeña fue que comenzaron sus problemas, sus miedos y su inseguridad.

Necesitaba quitarse aquella sensación de encima, aquel sabor de los labios, aquel recuerdo de la mente, aquel aroma que todavía hoy recordaba desde hacía una semana. El cuerpo desnudo de esa mujer, el sabor salado de su piel, los gemidos y suspiros… todo había sido tan perfecto que parecía una fantasía. ¡Qué preciosa era! ¡Qué excitante! ¡Qué dulce! Sakura en verdad lo había cautivado por completo, pero...no podía volver a sucumbir.

Ella no era para él. Nunca sería para él.

Se alejó de los establos donde todos los caballos dormían, buscando un lugar donde apagar el fuego que lo devoraba por dentro. Se le ocurrió que en el cementerio que había cerca de la casa de los Kinomoto, dónde estaban enterradas todas las generaciones de ricos terratenientes especializados en caballos, lograría sentirse lo bastante incómodo como para dejar de pensar en el cuerpo y los besos de Sakura y reflexionaría acerca del significado de la vida.

Pero se equivocaba.

Ella estaba allí, al pie del enorme panteón que presidía el cementerio, vestida con un traje blanco y un libro en las manos. Desapareció en el interior del mausoleo, dejando tras de sí una etérea estela fantasmagórica y Shaoran sufrió una recaída instantánea, como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. La siguió como un autómata, con la mente completamente obnubilada por el deseo incapaz de pensar con claridad y el corazón latiéndole muy rápido.

La encontró bajo el altar de la fría capilla, con el vestido desparramado a sus pies como espuma de mar. Se fijó en que era su vestido de boda, el que llevaban semanas confeccionando y el que llevaría cuando se casara con el niño rico con el que estaba comprometida. Shaoran se perdió en la visión de aquel rostro hermoso, recordando lo pálido y suave que era su cuerpo desnudo como el de una flor, como lo que ella era; no le dio importancia a nada, ni al lugar, ni a la extraña situación, ni al hecho de que hubiera pasado una semana entera sin verla y ahora se moría de ganas por tocarla.

—Vengo aquí todas las noches —dijo ella con una sonrisa tímida— con la esperanza de que me veas entrar y decidas venir por mí.

—No vuelvas a pedirme que haga lo que hice, Sakura —masculló él tratando de refrenar el deseo que sentía— La respuesta será no. Esa debió ser mi respuesta aquel día. Perdí el control y tú lo pagaste.

Ella se sonrojó, aunque apenas podía apreciarse debido a la oscuridad de la estancia, cuya fuente de luz eran unas velas cerca del altar. Respiró hondo y liberó un suspiro tan dulce que sintió que le hervía la sangre en las venas.

«¡Contrólate! Eres el único responsable de todo, la culpa es tuya»

—Hoy quiero hacer algo por ti Shaoran, como tú hiciste aquello por mí —susurró Sakura con suavidad.

Le temblaron las piernas al recordar lo que, supuestamente, había hecho por ella. Se le secó la boca y le temblaron también las manos, aun cuando él siempre había tenido el pulso bien firme cuando estaba con una mujer. A sus veintidós años, ya había tenido muchas experiencias con otras mujeres del pueblo y también de su natal Hong Kong. Pero ella era otro tipo de mujer a la que él estaba acostumbrado, no era una de las putas del burdel que frecuentaba junto a Eriol o Yamazaki, tampoco una chica corriente del pueblo; Sakura Kinomoto era una joven poseedora de una belleza incomparable y un alma aún más hermosa, una mujer que estaba destinada a ser de otro hombre; y gente de su condición no podía ni siquiera soñar con tocar a alguien como ella, no podía seguir adelante con este absurdo juego.

Suspiró al recordar lo que había ocurrido.

Como cada miércoles, habían salido a montar. A Sakura le gustaba salir de excursión por la mañana, cabalgar hasta el pequeño claro que había junto al lago en los bosques colindantes a la mansión. Shaoran debía acompañarla en sus paseos, sólo vigilar que no tuviera ningún percance con los caballos ya que todo lo que sabía ya se lo había enseñado durante estos años; para cuidar de las monturas mientras ella hacía lo que le viniera en gana. Ella solía llevar una mantita a cuadros sobre la que se sentaba a leer y a tomar el té, mientras Shaoran pasaba las horas muertas deambulando por el bosque hasta que a ella le apeteciese regresar, le gustaba darle esa libertad que sabía en la mansión no le daban.

Pocas veces hablaron de algo, pero fueron suficientes para crear un vínculo, una amistad que se mantuvo con el tiempo. Después de todo él no era de conversación fácil y tampoco se veía capaz de entablar un diálogo con la hija de su jefe muy seguido. Sakura en la mansión se comportaba de una forma diferente a como se comportaba con él, se había dado cuenta de eso. Allí era una chica altiva y parca en palabras, traía de cabeza a todos y cada uno de sus criados porque nunca hablaba, se limitaba a lanzar miradas insolentes cuando algo no le gustaba. No daba muestras de empatía de ninguna clase ni siquiera cuando estaba con su padre, a veces no la molestaba y la observaba, muchas veces tan sólo se sentaba allí, miraba la superficie del lago mientras sorbía el té de una taza y luego pasaba las horas leyendo hasta que se cansaba, aunque era más frecuente que Shaoran le insistiera a la hora de volver porque estaba oscureciendo y hacía frío.

Ella siempre contestaba "Sólo un poco más, unas pocas páginas más" y entonces debía esperar antes de regresar a casa.

Uno de aquellos días, el sol se abrió pasó entre las ramas de los árboles y un rayo iluminó el cabello de Sakura, transformándolo en miel. Shaoran descubrió que su rostro ya no era el de una niña, sino el de una mujer y el de una mujer muy hermosa; su piel era suave como la porcelana, clara y con algunas pecas, la nariz pequeña y respingona, el rostro ovalado y la barbilla redonda, los labios finos y rosados...pero sin duda alguna lo que más llamó su atención fueron aquellas esmeraldas que adornaban aquella celestial visión.

Todos estos detalles no fueron fruto de un solo vistazo. Aquel día, simplemente, le dio por fijarse más detenidamente en ella y, dos meses más tarde, se vio contando los días que faltaban para verla de nuevo bajo la luz del sol en aquel claro. Al principio se limitaba a estar con los caballos, a hacer su trabajo; al final, se sentaba en una roca lo más lejos posible y pasaba las horas contemplándola, fascinado con su silenciosa presencia. La veía leer, la veía sorber su té, la veía sonreír cuando algo de lo que leía le resultaba gracioso o la veía disimular una lágrima cuando se emocionaba con algún pasaje de su libro. Y, en ocasiones, sus miradas se cruzaban y ella se sonrojaba y Shaoran respondía a ese sonrojo como responde un hombre ante una cara bonita. Pero él no sonreía, nunca sonreía, ni siquiera cuando ella le dedicaba una preciosa y hermosa sonrisa llena seguridad e inocencia pero ya no tenía un inocente significado,ya no era igual a cuando era niña. Sólo la miraba, la miraba intensamente, porque era lo único que podía hacer.

Hasta aquel día...

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