¡Hola a todos! He aquí mi intento por escribir una historia acerca de Camus desde sus orígenes hasta sus muchas muertes. Como siempre, los personajes no me pertenecen.


Capítulo 1: Érase una vez en Dijon

A sus escasos seis años de vida, era poco lo que Camus conocía y entendía del mundo. Sin padres ni otros familiares que velaran por él, el pequeño creció y fue educado en un viejo orfanato en Dijon, en la Borgoña francesa.

En un edificio antiguo de pálidas paredes, amplios corredores y un grisáceo jardín, unas amables mujeres y otras no tanto le enseñaron a leer y escribir, a sumar y a restar, una canción nacional y unas cuantas lecciones básicas de historia y geografía.

Sin embargo, nunca le explicaron por qué él, a diferencia de los demás niños, podía congelar cosas o hacer que la habitación se enfriara súbitamente cuando estaba enojado.

La primera vez que algo de eso ocurrió, fue un accidente. Era Navidad y, como siempre, se festejaba con una comida caliente, un postre y, si la suerte estaba de su lado, un regalo. En esa ocasión solo los más jóvenes, como lo era Camus, recibieron un pequeño oso de peluche.

Esto molestó a uno de los niños más grandes, quien, preso de la envidia, se abalanzó sobre el pelirrojo tan pronto las señoras se retiraron a dormir. Hubo un breve forcejeo por el juguete y, de pronto, el mayor lanzó un alarido, pues parte de su antebrazo izquierdo estaba rodeado de una fría escarcha, justo donde Camus lo tenía prendido.

Esta había desaparecido para cuando las mujeres hicieron acto de presencia en la habitación, encontrando al chico llorando y con el antebrazo colorado. Nadie creyó la fantástica historia de una extremidad congelada, así que ambos niños solo recibieron una reprimenda sobre su inadecuada conducta.

La siguiente vez que algo similar aconteció, sí fue intencional. Tan pronto llegó la primavera, una de las señoras pidió ayuda a varios niños en el jardín, incluyendo a Camus. Cavar, usar el abono y plantar un par de semillas, a veces un rosal, no era algo que estaba dispuesto a hacer por mucho tiempo.

―Ya no quiero seguir ―protestó, cruzándose de brazos, molesto. Esto le valió varias miradas de sorpresa de los pequeños y una de encono por parte de la mujer―. Es aburrido y me duelen las manos.

―No seas quejica, muchacho ―lo reprendió la señora. Tomó una de las plantas y la extendió hacia Camus―. Anda, sigue trabajando.

―¡No!

―No te lo estoy preguntando, mocoso. ¡Trabaja!

―¡No quiero!

Enfadada, sujetó a un reacio Camus de la mano y le estampó las plantas, obligándolo a asirlas y continuar la labor.

Grave error.

Este se concentró en liberarse de aquel agarre de hierro, en alejar a esa horrible mujer y sus horripilantes plantas. Se concentró y funcionó. La mujer se apartó con la mano congelada, no por una fina capa de escarcha, sino por una más gruesa y maciza.

Salió corriendo, dejando atrás una histérica y adolorida mujer, así como unos muy perplejos niños.

El incidente resultó en detención para Camus, un par de dedos amputados y una horrible quemadura para la mujer, y una visita de Servicios Sociales con el fin de aclarar lo sucedido.

―No vine a juzgarte ―expresó con una sonrisa afectuosa el psicólogo enviado por el Estado para hacerse cargo―. Solo quiero saber qué sucedió. ¿Podrías contarme?

Camus no dijo una sola palabra. Apretó contra su pecho el peluche y hundió su rostro en él, evitando mirar al hombre.

Al principio intentaron arrebatarle el juguete como un castigo por sus todavía inexplicables acciones, mas el miedo bien infundado de las mujeres del orfanato las disuadió de hacerlo. No querían enfadar al pequeño y perder sus dedos u otros miembros en el proceso.

―Está bien ―suspiró―. Dicen que estabas molesto y, si fue así, no tendrías la culpa. Todos nos ponemos así de vez en cuando y muchos no nos entienden.

Aquello llamó la atención de Camus porque alzó la vista de inmediato. Pareció meditar algo antes de responder con una voz apenas audible.

―No quería trabajar más.

―¿Le dijiste eso? ―se acercó más hacia donde estaba el pequeño, pero manteniendo una distancia prudencial entre ambos―. ¿Ella no te escuchó?

―Me dolían las manos y no le importó.

―Y cuando quiso obligarte a continuar, ¿te enojaste? ¿Quisiste hacerle daño?

―No ―mintió―, pero quería que me soltara. Yo… no sé cómo pasó.

―¿Es la primera vez que sucede? ―al ver la duda en el rostro del menor, añadió―. Que… digamos que… que congelas cosas.

"No", quiso responder, mas no lo hizo.

Temía que aquella confesión empeorara la situación y que terminara en algún lugar peor que el orfanato. La verdad era que sí había sucedido en el pasado: a veces jugando en el invierno creaba bolitas de nieve, o cuando tenía una pesadilla la habitación se enfriaba un poco.

No obstante, nunca nadie se dio cuenta de aquello ni mucho menos lo había hecho adrede. Tan solo sucedía.

El hombre no presionó más el tema. Camus tenía, claramente, problemas de rabia como muchos otros niños huérfanos y con pasados difíciles. Necesitaría la mayor cantidad de sesiones de terapia que el Estado pudiera costear y, con suerte, crecería como un hombre común y corriente.

Ahora bien, estaba el asunto de congelar objetos y personas. Eso no se resolvería fácilmente y el psicólogo no sabía cómo abordarlo, dado que era algo que no enseñaban en la facultad ni para lo que preparaban a los empleados estatales. Por ahora, el aislamiento era la mejor solución.

Y así se hizo.

Camus abandonó el cuarto que compartía con otros dos niños y pasó a ocupar uno para él solo. Allí tomaba sus tres comidas diarias, recibía al psicólogo por la mañana y sus clases particulares por la tarde.

Aunque nunca fue especialmente social, añoraba las risas en el comedor y los juegos infantiles en el jardín. Madame Lombard, la estricta directora del orfanato, prometió que podría salir si mostraba mejora; es decir, si no se presentaba ningún nuevo congelamiento indeseado.

Funcionó.

Las terapias y el confinamiento le ayudaron a controlar un poco su temperamento y, con esto, a cesar los accidentes. Sin embargo, también conllevaron a que, en medio de la impuesta soledad, Camus se tornara taciturno e introvertido a tan corta edad.

Viendo pasar la vida a través de una triste ventana, el pelirrojo desconocía que toda su vida estaría a punto de dar un vuelco de 360 grados.


―Sé que no me corresponde, madame Lombard, pero esa no es forma de tratar a un bebé ―denunció, nerviosa, una de las amables mujeres del orfanato ante la directora del lugar.

―No es un bebé, Arianne. Él ya tiene seis años ―respondió con cansancio.

Ella misma tenía ciertos reparos sobre el tratamiento del pelirrojo, mas no sabía que más podía hacerse.

Marie Lombard era una mujer grande, con vasta experiencia en el manejo de chicos difíciles, pero esto no se parecía a nada que conociera. Por el contrario, Arianne era una joven recién egresada con poca experiencia y grandes sueños de crear un mejor lugar para los niños.

―Ha mejorado y es todo lo que importa.

―Pero-

―Sé que piensas que no tengo corazón, pero, dime, ¿qué otra opción me quedaba? ―suspiró y se acomodó mejor en la silla de su oficina―. ¿Qué habrías hecho tú, Arianne?

La mujer calló. La verdad sea dicha: el panorama no era muy alentador.

―¿Y si lo adoptan? ―preguntó esperanzada la joven.

―Reza a Dios porque así sea, pero dudo que alguien lo quiera, incluso si no fuera un pequeño monstruo ―escupió con falsa benevolencia.

Aquello molestó, hirió incluso, a Arianne, mas no se amilanó.

―¿Y si pasara? ¿Si hubiera alguien que lo quisiera tal como es?

―Entonces, esa persona merece toda nuestra devoción ―rio―. Tendríamos a un verdadero santo entre nosotras.

―Tal vez así sea ―sentenció Arianne antes de partir con ímpetu de la oficina.


Una mañana de mayo, un señor de aspecto extraño fue por Camus. Era alto, de tez morena. Tenía los ojos muy claros y el cabello oscuro amarrado en una coleta, el cual se perdía entre los pliegues de la roída gabardina que vestía. No lucía tan mayor como los adultos que a veces frecuentaban el orfanato, pero, a juzgar por las arrugas alrededor de sus ojos y sobre su frente, tampoco podría ser muy joven. No obstante, lo más peculiar era la enorme caja que colgaba de su espalda.

Aquel hombre insistió en hablar con Camus. Su primera reacción fue de incredulidad: ningún otro adulto se había interesado por él en el pasado. Sí, todos concordaban en lo lindo y bien portado que lucía, mas se desencantaban tan pronto sabían que él hacía cosas raras. Que era un monstruo. Por el contrario, eso fue precisamente lo que le gustó al sujeto, o eso escuchó decir de las señoras del orfanato.

―Hola, Camus ―sonrió el hombre y le extendió la mano al chico―. Mi nombre es Kirov.

Dubitativo, Camus respondió el saludo de igual manera. Tanto los niños como las señoras se quejaban de lo heladas que sus manos siempre se sentían, pero esta persona no se inmutó.

―Soy Camus.

―Lo sé ―acomodó la caja junto al sofá que ocupaba gran parte de la estancia, se sentó e invitó al niño a hacer lo mismo―. He escuchado mucho sobre ti.

―No es cierto ―se apresuró a responder mientras tomaba asiento en una esquina del mueble.

―Claro que sí ―le guiñó un ojo en gesto cómplice―. Todos hablan de ti.

―No eso ―acotó―. Lo otro.

―¿Qué cosa?

―Lo que dicen ―al ver al hombre expectante, prosiguió―. Que soy un monstruo ―susurró.

Kirov rio con ganas, lo cual desconcertó al niño. Era cierto; algunos lo decían en su cara y otros a su espalda, pero concordaban en que era raro e, incluso, peligroso. Y, de repente, aparecía este extraño hombre y reía como si todo fuera un buen chiste.

―Lo siento, lo siento ―se limpió un par de lágrimas antes de continuar―. Es que… ―se interrumpió y encaró a Camus―. Debes saber que eso no es cierto, ¿entiendes? Lo que unos ven como una monstruosidad, es un regalo de los dioses para otros.

Aquellas palabras, inevitablemente, despertaron su atención y curiosidad. Este recién aparecido estaba mostrándose con mayor entendimiento y aceptación que ninguna otra persona que hubiera conocido.

―Entonces, ¿por qué me miran así? ¿Por qué… por qué usted no me mira así?

―¡Ignorantes! ―exclamó, haciendo un gesto despectivo con la mano―. Te comprendo porque soy como tú ―confesó―. Tengo poderes y puedo congelar cosas.

Aprovechando la ausencia de las señoras, el hombre tomó una fruta de un bol cercano y, lentamente, esta adquirió un tono azulado, antes de estar rodeada por una fina capa de hielo.

―Puedo hacer mucho más que eso. Mira ―abrió la palma de la mano y de ella surgió una bolita de escarcha brillante que entregó a Camus―. Y el frío tampoco me molesta como a los demás.

Aquella revelación lo sorprendió, pues siempre creyó que era el único que podía hacer algo como eso. Que estaba, irremediablemente, solo en este oscuro y triste mundo. Tal vez esto podría empezar a cambiar.

―Si lo deseas, puedo enseñarte cómo controlar tu poder y hacer cosas que ningún otro ser humano sería capaz de realizar, ni siquiera en sus sueños.

―¿Cómo qué?

―Lo que quieras. Congelar esta estancia o hacer que nieve. Usar tu poder para hacer cosas buenas; justicia en la Tierra, tal vez.

No estaba convencido y, seguramente, esa emoción se reflejó con claridad en su rostro, pues el hombre frente a él adoptó un tono más serio antes de proseguir.

―Eres demasiado grande para quedarte en este lugar tan diminuto e insignificante. Créeme que el hado tiene grandes planes para ti y tu nombre será recordado por generaciones, pero tu destino no se haya aquí sino muy lejos.

Aunque no comprendió por completo el significado tras aquellas palabras, Camus supo que el hombre estaba en lo cierto y que esta era una oportunidad irrepetible y debía tomarla.

―¿Vendrás conmigo?

―¿A dónde?

―A un lugar donde hay otros como nosotros; jóvenes con habilidades excepcionales que algunos veneran como a los dioses mismos y nadie rechaza.

Kirov se acercó hasta la caja de Pandora y la abrió. Allí, en toda su magnificencia, se hallaba una brillante y dorada armadura. El pelirrojo estaba obnubilado ante tan majestuosa imagen.

―Esto es una muestra de lo que puedes alcanzar en la vida, Camus. Entonces, ¿vendrás conmigo?

―Sí.

Y así, a sus escasos seis años de vida, el niño aceptó la dura vida de un caballero de Atenea.

Partieron del orfanato el día siguiente sin pena ni gloria. La despedida no dolió ni hubo lágrimas ni el deseo de volver la mirada al mundo que dejaba atrás y que nunca más vería. Solamente tomó una diminuta mochila que contenía sus escasas pertenencias, asió la mano del hombre y se marchó.

De esta forma, emprendieron un largo viaje que los llevaría, primeramente, a Grecia.


N/A: Originalmente, la historia sería un drabble sobre el pasado de Camus y me ha resultado un multichapter que intentaré actualizar cada semana. Sé que traté mal a Camuchis, pero el tipo está traumado desde hace mucho rato, así que sorry not sorry. En cuanto al maestro, imaginen una versión masculina de Irina Shayk; es decir, medio tártaros y exóticos. De hecho, el nombre lo saqué de un oblast ruso con población tártara.

Gracias como siempre a mi beta :)