El salón estaba repleto, como era de esperarse. Luego de varios años la familia Weasley se reunía nuevamente para festejar las festividades de diciembre, y él también estaba invitado, como siempre. Por lo que todos estaban de lo más acelerados yendo y viniendo de la cocina a la sala y así. Entre el alboroto, Ted leía. O lo intentaba, puesto que no era para nada fácil tratar de concentrarse cuando tenía a la todos los de su familia gritando junto a su oído, y a la pequeña Lily jugando con su cabello, que ese día había adquirido un tono azul eléctrico.
Ted finalmente alzó la vista de su libro, resignado. Se encontró con un par de ojos celestes a unos cuantos metros de él, que lo miraban fijamente desde la otra punta del salón. Victoire sonrió, con esa sonrisa que tantas sensaciones causaban en él. Ted también sonrió, mientras se daba el lujo de admirar cada centímetro del rostro de la rubia, a la que se atrevía a llamar suya. Aunque no lo era, en realidad, no eran nada. Sin embargo, él era el único que tenía el placer de tenerla completa. Debajo de él, con las mejillas sonrosadas, el cabello despeinado, susurrando su nombre. Nadie más, sólo él. Eso era bueno, perfecto.
Siguieron mirándose. Admirándose mutuamente. Hablándose sin palabras, con miradas, con gestos mínimos. Y era perfecto, la manera en la que se entendían sin la necesidad de banales palabras, completamente innecesarias en su relación. O lo que fuera. Siempre había sido así, la manera en la que ellos dos se entendían mejor que nadie era envidiable. Todos los decían, ellos lo sabían, pero no eran capaces de reconocerlo; no querían, pero eran perfectos el uno para el otro.
Victoire se lamió los labios. Tal vez a propósito, tal vez no. No importaba. Ted admiró sus labios, con la grosura perfecta y completamente rosados, apetecibles. La miró a los ojos nuevamente, a esos perfectos ojos celestes, exactamente como el cielo. Le sonrió, y empezó a bajar los ojos nuevamente. Su perfecta nariz, el arco de cupido de sus labios. Más abajo, su cuerpo. Cuerpo que él conocía mejor que nadie. Desde las pecas en su hombro, sus senos de tamaño perfecto, su plano estómago, su pequeña cintura, su trasero... Ted conocía todo aquello a la perfección, y se sentía bendecido por aquello.
La rubia miró hacia un lado, señalando con los ojos la escalera que llevaba a las habitaciones. Sonrió y se encaminó a ellas. Ted lo entendió, y sonrió también. Dejó que Victoire llegara primero, esperó un poco. El libro había perdido el poco interés que se había ganado en él, ya ni siquiera recordaba de qué trataba. Ya no importaba. Lo único que importaba ahora era Victoire.
No la hizo esperar demasiado y se dirigió al lugar donde se encontraría con su... ¿su qué? No, ellos no era simplemente nada. Ellos eran amigos, confidentes, amantes... ¿Qué más? Ted no lo sabía. Pero eran más, mucho más. Sólo que aún no lograba descifrar qué. Lo haría, pronto.
Había dejado la puerta entre abierta para él. No había necesidad de ser tan precavidos, nadie los vería, estaban demasiado ocupados como para preocuparse por ellos. Teddy entró. La encontró de espaldas, pero no tardó en girarse y sonreír. Sólo para él. Un millar de sensaciones se aglomeraron en su pecho, sensaciones conocidas, sensaciones perfectas.
—Por fin llegas —Dijo.
No hubo necesidad de nada más. Nunca las había. Acercaron sus labios en un beso. Era territorio conocido, cada uno sabía qué hacer para que el beso sea aún mejor. Pronto la habitación se llenó una música lenta y sensual, el sonido de sus suspiros y respiraciones, algún que otro gemido. Estaban inundados en un mar de sensaciones y sentimientos. Todo era perfecto, sin nada que decir, miradas que lo decían todo por ellos.
