No hay duda

Irene se pregunta cómo ha hecho Teresa para enredarse con una muchacha que debe tener la décima parte de su edad a esas alturas. Le han dicho que acabó con unos yomas y dejó una ciudad arrastrándole como si fuera su presa. E Irene puede imaginar lo que la voz fingidamente aterciopelada del Ermita le narra como chirriando en su oído. Puede imaginar también a esa pequeña prostituta, saber que probablemente era amiga y amante del demonio. Sus senos son redondos y voluptuosos como manzanas en primavera. Sus piernas no dudan en abrirse ante las órdenes varoniles y obscenas de Teresa. Las ve una y otra vez, en hoteles y en la hierba y en el desierto. Siempre Teresa, susurrando esas fantasías indecibles en su oído y la niña sin orgullo, accediendo a sus deseos. Como ella nunca lo hizo. Oh, en definitiva: una cabeza rodará, de eso no hay duda.