Rosas. Muchas rosas. Tantas rosas ilusorias que llenaban habitaciones enteras de la mansión Vongola. Eran especiales, y no solo por su tonalidad, un índigo brillante del que se podía decir que incluso desprendía un brillo fantasmagórico. Es que eran regalos de una persona muy especial. Por mucho que al General le pesase, esas flores eran regalos del amado de su amigo Giotto. Casualmente se trataba de una de las personas que más en el mundo odiaba.
Y es que Daemon Spade tenía algo… que no le acababa de gustar. No era de fiar, lo sabía, se lo decía su instinto, y eso era algo que nunca fallaba, nunca se le escapaba una, aunque Giotto le repitiera una y mil veces que esa vez estaba equivocado.
El caso era que ese ilusionista no le gustaba un pelo. Por supuesto, ni que decir que ese pálpito no tenía nada de personal. No tenía que ver con que le diera la impresión de que cada vez su amigo se distanciaba más de él. Tampoco tenía que ver con que Giotto se pasara el día soñando despierto y no le hiciera demasiado caso cuando hablaba. Y TAMPOCO tenía nada que ver con que el día anterior, al entrar sin llamar en el cuarto de su capo, se hubiera encontrado a sus pies las ropas de ambos tiradas y revueltas por el suelo mientras ambos en la cama se enredaban entre las sábanas en pasionales besos y caricias, ni con que hubiera podido ver el semblante extasiado de puro placer del rubio mientras el nombre del ilusionista se escapaba sin vergüenza ni mesura de sus labios.
No.
Porque eso…
No le importaba.
Nada.
Ni lo más mínimo. Nada en absoluto. Porque si lo hiciera, eso querría decir que estaba celoso. Pero no lo estaba. ¿Él? ¡Por favor! JA. JA. JA. ¡Claro que no!
Dio semejante golpe a puño cerrado sobre el escritorio que derramó el contenido del tintero sobre la madera y sobre los documentos que andaba revisando en lugar de Giotto, que estaba demasiado ocupado con su "novio" para esas "nimiedades". Se quedó mirando sin hacer, por una vez, nada para evitarlo, el líquido empapar todos los papeles, tiñéndolos de su color sucio y feo, cual sangre en un blanco pañuelo, la sangre que brotara del boquete humeante que ardía en deseos de abrirle a ese bastardo entre ceja y ceja.
Pero eso… haría sufrir a Giotto. Él era feliz con Spade, y las cosas solo iban a empeorar si le ponía un solo dedo encima. Pero él no lo haría, el ilusionista se desenmascararía solo.
Se sentía terriblemente egoísta por esperarlo con tanta impaciencia, por no decir que era algo completamente contrario a los principios que con tanta firmeza defendía, pero… ansiaba el día en que esa rata mostrara su verdadero rostro y se diera a conocer como el traidor que de seguro era. Entonces, él estaría ahí para decir "os lo había dicho, no era de fiar", y Giotto acudiría a sus brazos para que, lejos de recordarle lo ciego que había estado, lo consolase, y estuviera a su lado, como siempre había sido, como siempre había debido ser.
