Cuando Martín sonríe, Miguel sonríe con él. Es algo sencillo, pero le encanta que el peruano le devuelva con tanta facilidad la sonrisa. Sin sobornos, sin chantaje, sin exigir nada a cambio. Perú no disimula el amor que le tiene, y a Argentina le encanta eso, que cuando sea que siente ganas de regalarle flores o sacarlo a bailar, puede hacerlo sin recibir negativas ni respuestas esquivas.
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Los mágicos momentos en los que Chile no es capaz de mantener su apariencia enojada, y una sonrisa se curva en sus labios antes de que pueda evitarlo, son escasos. Eso es lo que los hace tan valiosos. Tan sólo un instante de sonrisa borra de un plumazo horas con el ceño fruncido, y es capaz de entibiar el corazón del argentino como mil y un poemas de amor no podrían hacerlo.
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Manuel y Miguel están separados por una frontera, y unidos por sus dedos entrelazados. El Pacífico moja sus pies, sólo ellos y el ruido del mar, el viento y las gaviotas. Hoy no hay risas estridentes ni tangos picarescos silbados por lo bajo, sólo el roce de sus pieles y el silencio en el que son capaces de hablarse.
