Una joven de unos veinte años permanecía recostada sobre la pared de cemento del andén de la majestuosa estación Victoria, en Mumbai. Estrujaba un libro ansiosamente con una mano, clavándose el borde inferior en el hueso de la cadera. Resoplaba una y otra vez mientras miraba compulsivamente el reloj de la pantalla del móvil que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón ajustado. Desde su espalda se observaba que era una mujer alta y esbelta, curvilínea, con una cabellera larga de color castaño irisado suelta en gruesos rizos. Vestía casual, con una camiseta holgada que dejaba un hombro al descubierto, unos tejanos y una chaqueta corta, además de unas botas de tacón que no parecían nada prácticas para aquel entorno hostil. Y, en el suelo, junto a sus pies, una bolsa de viaje abarrotada.
—Vamos, cuándo va a aparecer el dichoso tren —masculló desesperada, sofocada por el calor húmedo del monzón que se colaba dentro del edificio decimonónico. La ventilación no funcionaba, y si lo hacía, de poco servía entre en gentío.
Según el panel analógico que pendía del techo, el tren se había demorado media hora por problemas técnicos, o quizá llegaba tarde porque sí, porque ésa era la costumbre en aquel país irremediablemente caótico.
—No me lo puedo creer —continuó al borde del cabreo—. Necesito salir de esta ciudad de una vez.
Afortunadamente, la serpiente metálica se adentró en el andén anunciando su aparición con un sonoro pitido, acompañada por una marabunta de indios trajinando bultos arriba y abajo, descendiendo del tren todavía en marcha y asaltándolo del mismo modo.
—¡Al fin! ¿En este país nada funciona?
De un arrebato cogió la bolsa por el asa grande, se la echó al hombro y se encaró hacia la máquina. Fue a meter la mano en el bolso que pendía del otro hombro, pero entre la bolsa de viaje y el libro, se le estaba complicando la búsqueda del billete. En vez de contemplar la alternativa más evidente y depositar de nuevo su equipaje sobre las baldosas, se encajó el libro bajo la axila y probó a tantear con ambas manos en el interior.
—Eres una estúpida. Media hora de más esperando aquí de pie y ahora te acuerdas del billete. ¡Con la de veces que has mirado el reloj! Maldición.
Removió sus cosas en el interior del bolso hasta conseguir atrapar la cartera. La sacó con una habilidad imposible y la abrió para extraer con un par de dedos el billete de tren que buscaba. Sin embargo, debido la contorsión, el libro resbaló de su sujeción, cayendo de pie con un golpe seco para finalmente desplomarse sobre las tapas duras, perdiendo el punto de libro en el proceso y dejando el texto a la vista. La muchacha gruñó y se atascó inundada en un mar de atenciones: el bolso, el equipaje, la cartera, el billete y el libro, abandonado éste en el suelo sucio y polvoriento. Pataleó un par de veces con irritación y se tensó al oír la última llamada del tren.
—¡Se me escapa!
Con urgencia se llevó el billete a la boca para sostenerlo con los dientes, tiró la cartera dentro del bolso con rabia y pretendió agacharse para recoger el libro, sin suerte, porque el equipaje volvió a jugarle una mala pasada al descolgarse de nuevo, tirando de la chaqueta en el proceso y magullando su piel ya lo suficientemente sensible por el calor. Desmontada por un instante, apretó los párpados y respiró hondo con la intención de calmarse.
—Si mi suerte continúa así, este viaje va a ser un infierno.
Sin embargo, antes de que llegara a agacharse, una mano ajena rescató su libro de las baldosas embarradas.
—Disculpa, se te cayó el libro.
Era un hombre caucásico en la treintena, de cabello lacio y desordenado, castaño claro, barba rala de un par de días, ojos azules como dos espejos y facciones marcadas por la incipiente madurez, cuando los rasgos masculinos empiezan a asentarse sin perder aún la lozanía. Había recogido anticipadamente el libro que ella sostenía hacía unos instantes, fijándose en sus tapas envueltas en papel de estraza. Lo limpió con un par de sacudidas con la palma de la mano y se lo tendió.
—Gracias —arrojó fastidiada, sin apenas prestarle atención, y desechó la bolsa de equipaje para recolocarse la chaqueta.
—Si hubieras soltado primero tu equipaje, no se te habría caído el libro —constató él con un gesto de la cabeza acompañado de una inaudible risita, que recogía sobre sí mismo apretando los labios. Parecía divertirse con la escena.
—¿Te diviertes? —lo ojeó de soslayo con indignación mientras se recomponía.
—Desde hace media hora —determinó con una sonrisa de medio lado y señaló con las cejas hacia la pared en la que ella había estado recostada.
Ella torció el cuerpo parcialmente para avistar hacia donde aquel tipo le indicaba y se dio cuenta de que la había estado observando todo el tiempo.
—¿Tengo monos en la cara? —se rebotó. Se sentía hastiada y no había planeado tener que enfrentarse a las procacidades de ningún gañán, y menos en aquellas circunstancias. Tenía hambre y lo único que pretendía era sentarse de una buena vez, partir de aquel caos.
—Monos en la cara, desde luego que no. Pero tienes un trasero encantador, especialmente alzado por esos tacones interminables. Deberías pensártelo dos veces antes de volver a viajar con eso puesto, y más por un lugar como éste. Parecen un poco impracticables, ¿no crees? —arremetió descarado, sin perder la sonrisa guasona—. Además, aseguraría que te han acarreado problemas con los tipos de por aquí.
—Idiota.
Presionada por la premura del tiempo, irritada por su torpeza y molesta con aquel tipo enredador, recogió sus cosas con premura y se alejó en busca de alguien que le pudiera descifrar en qué lugar del tren le tocaría descansar. El tipo atisbó su alboroto y, colmado de gracia, asió su mochila y enfocó la vista en su billete. Enseguida discernió los números occidentales entre los caracteres de la escritura devanagari: efectivamente, era el vagón de enfrente.
—¡Maldita sea, llego tarde! —la muchacha salió a la carrera generando un ruidoso taconeo por toda la estación que desentonaba por completo entre el montón de saris de colores, vacas mascando pieles de banana y bulliciosos puestecillos de té—. ¡Señor! ¡Espere! —vociferó a un revisor que se sujetaba a la barra de metal de una de las puertas, dos vagones más allá, asomado para avisar a los últimos pasajeros.
Un suspiro antes de ponerse en marcha, logró encaramarse al vagón de un salto.
—Ha tenido suerte, señorita —comentó el revisor en un inglés forzado, casi ininteligible.
—Sí, desde luego —ella respiraba con dificultad: se había quedado sin aire debido a la carrera—. Ese botarate me entretuvo y casi pierdo el tren —farfulló para sí misma—. ¿Puede decirme dónde está esta litera, por favor? —extendió el billete hacia el hombre de la gorra y se dejó guiar.
—Vagón tres, compartimento cinco, litera de la derecha, arriba. Tenga cuidado.
—Gracias —forzó una sonrisa, ya agotada por los escollos del día, y se introdujo con esfuerzo en el vagón contiguo—. Estoy hasta las narices de este muerto, sólo quiero sentarme y descansar —resopló—. No sé dónde demonios está esto ahora.
Miraba las placas de los distintos compartimentos para encontrar el suyo, acalorada y confusa. Tras atravesar dos vagones repletos de pasajeros, al fin halló la dichosa plaquita con el número cinco. Qué alivio. Agarró la maneta exhausta y tiró de la puerta con pesadez, ya algo mareada. Cuando consiguió enfocar al resto de ocupantes, puso los ojos en blanco.
—Lo que faltaba —escupió con aspereza.
El tipo caucásico que hacía unos minutos se hinchaba de la desgracia ajena, se encontraba ahora sentado sobre la litera baja de la derecha, junto a la ventana.
—Buenas, de nuevo. Qué casualidad —sonreió complacido ante la pelea interna que tenía la joven.
—Buenas —devolvió cortante—. Y te lo advierto: no estoy de buen humor, así que borra esa sonrisa de tu cara si no quieres que lo haga yo —amenazó.
La muchacha se adentró con dificultad y se detuvo, derrotada, para sopesar las posibilidades de desechar su enorme bolsa definitivamente. El portaequipajes, que consistía en unas gruesas barras con una reja metálica firme a modo de soporte, estaba en la parte superior de las paredes; por encima del dintel de la puerta, uno, y por encima del de la ventana, el otro. Uno de los dos portaequipajes ya estaba repleto, pese a que sólo había dos pasajeros en el compartimento: aquel idiota de ojos azules y un señor orondo de tez negra, seguramente originario del sur del país.
—Maldición, esto está lleno —suspiró al mirar el de la ventana, enfrente.
—No, en el otro lado hay espacio, junto a mi mochila. Fíjate ahí —interpuso el hombre con seriedad, tendiendo el indice hacia el dintel de la puerta.
La muchacha clavó sus ojos desafiantes en los de él y frunció el ceño con desconfianza. Tras unos segundos, aceptó su propuesta.
—Está bien —aceptó deslizando sus ojos desafiantes—. Veamos.
Tiró el bolso sobre la tarima de la litera baja de la derecha, donde él estaba, y se dispuso a sacarse la chaqueta, dejando al descubierto parte de su hombro. Se reajustó la camiseta, torcida por el peso de las diversas cintas de todo lo que había llevado, y tomó de las asas pequeñas la bolsa para subirla a su regazo. En dos movimientos la alzó por encima de su cabeza en equilibrio, intentando llegar hasta el portaequipajes. Por más que empujaba no llegaba a alcanzar las barras de metal, demasiado altas para ella, como suelen estar en esos trenes viejos y destartalados; tras unos momentos de recurrente pelea, se tambaleó torpemente sobre sus tacones.
—Qué porquería de bolsa; pesa como un muerto —seguía en su lucha particular contra la gravedad.
—¿Quieres que te ayude? —se ofreció el hombre, quien volvía a regocijarse por dentro mientras observaba seducido su vientre desnudo, que quedaba a la altura de sus ojos al hallarse ella con los brazos estirados hacia arriba, llevándose parte de la tela consigo.
—¡No! Puedo... yo... sola —gruñó con rechazo.
—Está bien, está bien. Como quieras.
Su esfuerzo fue en vano porque la bolsa se quedó trabada contra la barra de metal. Le era imposible subirla, por más de puntillas que se pusiera. Rendida, colocó su frente sobre la bolsa y se quedó en aquella posición, con el equipaje en volandas. Era la gota que colmaba un día lluvioso, duro y plomizo, en una ciudad superpoblada y caótica. Definitivamente, nada le salía bien.
Sin embargo, el equipaje súbitamente dejó de pesar y se destrabó. Las manos de aquel hombre portentoso asieron los costados de la bolsa y la impulsaron con facilidad por encima de la reja.
—Ya está —concluyó pegado a su espalda, con la nariz acechando su pelo perfumado, lo que hizo que perdiera la cordura instantáneamente. Aquella muchacha olía a cerezas—. Deberías aprender a pedir ayuda cuando la necesitas en vez de refunfuñar tanto —y ser retiró a su rincón, junto a la ventana, sin mirarla.
—Gracias —aceptó con tibieza y recogió sus cosas de la litera donde él se hallaba para dirigirse a la de enfrente, junto al señor orondo—. Y no me digas lo que tengo que hacer — de desplomó con brío en apenas el espacio que le quedaba y zanjó el asunto abocando la vista por la ventana—. Y podía yo sola —añadió contestataria.
—Ya lo veo —ironizó. Se había molestado ligeramente ante su absurda testarudez.
Inmediatamente varias personas más, que parecían ser los familiares del grueso señor que estaba a su lado, entraron en el compartimento. Los dos niños se enfilaron por el par de diminutos peldaños a modo de escalera y se echaron sobre la litera de arriba, con los pies colgando del borde. La señora del sari se acopló junto a su marido, apretujándose la sudorosa pareja contra ella. Al otro lado, el hombre de ojos azules estaba solo. Observó a la muchacha de cabello largo apretujarse contra la ventana, angustiada por la falta de espacio. Ella se reclinó e intentaba recostarse sobre su brazo apoyando el codo contra el marco de la ventana; pero la humedad se colaba por las juntas y el cristal resbalaba. UN par de intentos más sin resolución. Cambio de postura. Nada.
El hombre le echaba tentativas miradas de reojo: quería decirle algo, invitarla a compartir su espacio y hacerle saber que no mordía; pero decidió que las cosas caían por su propio peso.
—Está bien, tú ganas. Deja de mirarme así —se levantó de un impulso, cogió el libro que tenía sobre la mesilla común al pie de la ventana y se echó sobre la litera de la derecha, al lado de él.
Éste desató una carcajada.
—Yo no te miro de ningún modo. Eres tú quien ha elegido sentarse allí. Y no sé por qué, no me como a nadie. Tú litera es la de encima —indicó con un dedo hacia arriba.
—Déjalo ya, ¿te parece? Estoy terriblemente cansada y sudorosa, harta del bochorno este infernal y tengo hambre. Llevo todo el día gestionando mi salida de esta maldita ciudad y, para colmo, el tren llega con retraso, se me embarra el libro, arrastro una maleta que pesa como un cadáver y estoy hasta las narices de que estos tipos no me quiten los ojos de encima. Sólo me faltabas tú con esa sorna.
—Disculpa, no pretendía molestarte.
—Está bien, olvídalo —abrió el libro, ignorando otra vez más su intento de aproximación, y buscó la página por donde lo había dejado la última vez. No la encontraba, así que lo sacudió hacia abajo a ver si se desprendía el punto de libro—. Mierda, mierda por dos. ¡He perdido el punto! —inclinó la cabeza y se echó la mano a la frente. Hablaba en voz alta—. ¿Algo me va a salir bien hoy? Desde que llegué aquí todo es un traspié continuo.
—Ejem —se aclaró la voz—. Perdona si te interrumpo, pero lo habías dejado en la página sesenta y tres.
Ella reparó de verdad en él por primera vez, incrédula: en sus líneas recias, en sus ópalos celestes. Era rabiosamente atractivo.
—Cuando recogí el libro observé que estaba por esa página. Tranquila, que no pretendo meterme donde no me llaman. Me ha quedado claro que eres orgullosa, picajosa, testaruda y refunfuñona; además de guapa, claro.
—¿Vas a seguir riéndote de mí e insultándome? —se le encaró.
—¿Insultándote? ¿Has oído TODO lo que te he dicho?
—¡Sí!
—Pues no lo parece, intentaba ser imparcial.
—Pero, ¿quién te has creído que eres?
—¿Y tú por qué sólo te fijas en lo malo y no paras de quejarte? ¿Siempre llevas ese mono defensivo puesto?
—¿Qué quieres decir? —arrugó la expresión de su cara.
—Olvídalo. Y comprueba que lo dejaste por donde te he comentado.
La muchacha resiguió las páginas con la punta de un dedo hasta abrir el libro por donde él aseguraba. Leyó el primer párrafo, intentando recordar si ése era el último guardado en su memoria.
—Tienes razón, muy agudo —rebajó el tono.
—De nada —sonó él tajante.
El hombre abandonó la conversación y se abocó hacia la ventana, desazonado. Ella lo observó por última vez, sintiendo cierto remordimiento, aunque no osó decir nada más. Acto seguido se puso a leer respaldada contra la pared, procurando el espacio entre ambos. Soltó un bostezo que quiso menguar con el anverso de la mano, pero con al traqueteo de las vías su resistencia al sueño fue desapareciendo hasta quedarse dormida. El libro cayó sobre su regazo y la cabeza se le desplomó con lentitud sobre el hombro de su repentino compañero de viaje; éste, que la examinó desde la altura, inclinó pensativo los ojos sobre su esbozo sereno.
