Disclaimer: Digimon no me pertenece.

Imagen: Anciano vendiendo caramelos, propuesta por HikariCaelum.

Personaje: Hikari.


Caramelo

Una mañana más en que veo mi vida pasar corriendo porque se me hace tarde para llegar al instituto. Corro en un mundo donde otros también corren sin detenerse, ni para tomar un momento para respirar. Supongo que se debe a que el planeta sigue girando y no espera a nadie. Vivimos en un lugar donde si te quedas quieto te quedaras atrás, donde si te detienes otros te rebasaran.

A veces me pregunto si esto es lo que significa vivir.

Como respuesta ante mi pregunta espontanea, una figura desentona en un panorama vertiginoso. Un anciano se encuentra sentado a un costado del camino, recargando su espalda en la pared gris de un edificio. Frente suya se encuentra una alfombrilla con decoraciones en dorado, sobre esta se encuentra una cesta repleta con dulces, en los costados cajas a medio llenar de paquetes de chicles y chocolates de todo tipo de figuras; conejos, gatos, perros, flores.

Nadie repara en él. Nadie se fija en esa pasividad con la que yace en el suelo, en esa tranquilidad con la que siente la vida pasar. Mantiene sus ojos cerrados, su respiración es pausada y serena, pero, lo que más me llama la atención es esa sonrisa dibujada en sus labios.

Me intriga como alguien puede estar tan relajado en un mundo donde todos corren, no cabe en mi mente una figura así en un cuadro donde todo es… tan acelerado.

Paso corriendo por su lado, le veo de reojo, y siento como si esa sonrisa fuese dedicada para mí. Sacudo mi cabeza y me aparto de esa imagen. Sigo mi vida.

Los días pasan y cada mañana lo veo en el mismo espacio, sentado con sus dulces en esa alfombrilla para vender. De vez en cuando alguien se detiene a comprarle algo. En su mayoría son los niños los que se acercan o llevan a sus padres, solo un par de veces he visto a una señora detenerse a comprarle un chocolate en forma de mariposa.

Esa sonrisa me llama la atención, es como si nada a su alrededor ocurriera, como si el sufrimiento de la vida le fuese imperceptible. Tan quieto como una piedra en medio de un rio, tan sereno como el viento de la mañana.

—Buen día —saludo al decidirme detenerme a comprar algún dulce.

El anciano no me contesta, solo alarga su sonrisa y mueve su cabeza en un gesto positivo. Nunca abre los parpados, me pregunto de qué color serán sus ojos.

—¿A cuánto los chocolates?

No contesta, solo extiende su brazo para invitarme a tomar uno, el que prefiera. Levanto una ceja y muerdo mi labio inferior al no captar lo que me está intentando decir con ese gesto, mejor dicho, no puedo creer lo que me está dando entender.

—¿Son gratis?

Asiente con la cabeza.

—¿Todos los dulces?

Asiente una vez más. No lo puedo creer, me resulta ilógico que un hombre necesitado, como este anciano, ande regalando lo que se supone le da de comer. No cuadra. En este mundo todo tiene un precio, pero este anciano no parece entender cómo es que funciona la vida.

Estoy por tomar un chocolate en forma de gato cuando algo llama mi atención, una pequeña figura circular ubicada en el centro de la alfombra. La envoltura amarilla deforma la uniformidad del dulce que contiene dentro. Lo tomo y lo levanto hacia el anciano.

—¿Puedo tomar este?

Esperando una respuesta afirmativa me sorprende cuando me niega con la cabeza. Frunzo el ceño, no puedo entender a que va todo esto. Devuelvo el dulce con envoltura amarilla a su lugar y tomo el chocolate que inicialmente tenía planeado llevar.

—Gracias —suelto antes de partir, dejando antes una moneda por el chocolate que me llevo.

Estoy segura que vale menos, pero el verlo allí tan solo, quieto sin esperar nada ni a nadie, siento que es poco lo que doy.

Cada mañana me tomo un par de minutos para comprar algún dulce, y cada mañana pregunto por el de envoltura amarilla. No hay excepción, la respuesta siempre es la misma.

El mundo sigue girando, no espera a nadie, todos corren y nadie espera, pero hoy es diferente para mí. Esta vez no corro, no voy temprano ni tarde, solo camino sin poner atención. Todo sigue su curso natural, las nubes avanzan y se aglomeran sobre mi cabeza, las personas no reparan en otros, y el anciano sigue en su lugar.

El mundo sigue girando excepto para aquellos en que su vida peligra. Para aquellos como mi madre que por un accidente esta en el hospital sin poder despertar.

Llego hasta donde está el anciano de misma ropa, no digo nada después de mi saludo y busco cualquier cosa para llevar. Estoy por tomar un chocolate blanco en forma de flor cuando la mano del anciano me toma por la muñeca. Levanto un poco asustada la mirada y me encuentro con unos ojos blancos como la nieve, y una sonrisa como la primavera.

—Hoy no —habla el anciano con una voz ronca, que a su vez se siente suave y reconfortante al oído —. Hoy necesitas algo especial.

Me ofrece ese dulce con envoltura amarilla.

—¿Enserio?

—Sí.

—¿Y por qué ahora?

—Porque en los momentos más amargos es cuando necesitamos algo dulce.

Levanto una ceja sin poder entender, solo acepto el dulce en mis manos. Algo es diferente. Siento como si estuviera sosteniendo un pedazo de sol, un calor recorre mi cuerpo al sentir el contacto de ese papel metálico; uno reconfortante. Es como si estuviera en verano en una tarde de invierno.

—Me gustaría saber porque regala sus dulces.

El anciano solo me mira con esos ojos blancos que le regalan un mundo de obscuridad. Me toma de la mano, me cierra en un puño mi mano con el dulce que recién me regalo.

—¿Por qué no lo he de hacer?

Me sorprende que me conteste con una pregunta como aquella. Estoy por expresar mi punto de vista, pero el timbre de mi celular suena. Es papá. Escuchar la notica de que mamá ha despertado, y los doctores auguran una pronta y satisfactoria recuperación, hacen que en mi la alegría aflore y se marchite la tristeza.

—Pequeña, recuerda que la vida son momentos de oportunidades —escucho al anciano hablar después de colgar —. Oportunidades y pequeños detalles, no los pierdas de vista solo porque el mundo no se detenga, las mejores cosas de la vida son aquellas que te toman un minuto para apreciar.

Sus palabras me llenan de sentido, es como si supiera por lo que estoy pasando, y en lo que mi vida es.

—Gracias.

Le sonrió, el no devuelve el gesto, y no es necesario que lo haga, siempre lleva consigo una sonrisa.

Emprendo mi viaje en dirección hacia el hospital, y en el camino quito la envoltura amarilla del dulce. Es redondo, blanco y rojo. Sonrió. Este es el dulce que mi madre me daba de pequeña, y que desde hace tiempo ya no hay en existencia.

Lo vuelvo a envolver en su paquete amarillo, y lo guardo en mi bolsillo del pantalón. Este pequeño detalle que la vida me ha ofrecido debe ser compartido ya que me ha brindado la oportunidad de hacerlo. Y se perfectamente con quien debo compartirlo.