Disclaimer: como todos os lo sabéis de memoria, os contaré otra cosa. Por ejemplo, que a Papá Noel le han puesto una multa, por conducir el trineo borracho. No, si es que ya no hay vergüenza, en este mundo...

Notas: ¡ups! Para mí que la Navidad ya pasó, pero la intención es lo que cuenta, ¿no? O eso dicen. En fin, la puntualidad nunca ha sido lo mío. Disfrutad.


Navidades del 76

¡Oh, la Navidad! ¡Época de alegría y de regalos, de comilonas y de muérdago!

En Hogwarts, la Navidad es una de las celebraciones favoritas de todos. Y no es para menos. ¿A quién no le gusta un buen Banquete seguido de una batalla de bolas de nieve? Todo eso, sin contar con los extras.

Como aquella Navidad del 76, por ejemplo.


Veréis, todo empezaba con el celestial sonido de los ronquidos de los chicos Gryffindor de séptimo. Nada del otro mundo, vamos, y menos a las doce de la mañana en un día de vacaciones. A Lily Evans, por supuesto, le parecían insoportables, pero, entre nosotros, todo lo que viniese de ellos solía parecerle insoportable, así que no cuenta.

Lo curioso, ese 24 de diciembre de 1976, es que no era Evans la única molesta.

-¡Padfoot! –protestaba James Potter, joven estrella del quidditch y líder nominal del selecto grupito de los Merodeadores, mientras sacudía una y otra vez a su mejor amigo, origen de los terribles ronquidos que sacudían todo Hogwarts- ¡Padfoot, despierta!

-Cinco minutitos más… -fue toda la respuesta. Un gran comentario, sí señor.

Tras los susodichos cinco minutitos, James se acabó por aburrir. Lógico, teniendo en cuenta que su capacidad de concentración era de 0. Lo sorprendente es que aguantara tanto. Así que probó una última estrategia, casi infalible. Si esto no hubiese funcionado…

-Muy bien, Pad. Se lo contaré a Snivellus, si tanto insistes –y se giró, dispuesto a marcharse.

La reacción fue inmediata. Sirius Black, alias Padfoot, alias chucho pulgoso, prácticamente saltó de la cama. Vale, prácticamente no.

Tras el salto y el golpe contra el suelo, y ante la mirada divertida de James, Sirius tardó apenas cinco segundos en vestirse y peinarse, murmurando cosas como Maldito Cuernos, confiar antes en Slytherins grasientos que en su más mejor amigo… y otras frases parecidas.

-Vale. Ya estoy –resopló, al terminar. Potter resistió el impulso de reírse; resultaría contraproducente. Así que sólo asintió, y le guió por los prácticamente vacíos pasillos de Hogwarts, hasta llegar a un rinconcito estratégicamente situado.

-Muy bien, ¿qué te parece?

-¿Qué me parece el qué? –obviamente, cuando a uno le llevan a un rincón así de escondido y así de vacío, pues acaba por pensarse cosas que no son- ¿Tú no ibas detrás de Evans? Sé que soy irresistible, pero…

James Potter tardó al menos dos minutos largos en quitarse de la cabeza la imagen que se le había formado. ¿Sirius y él? Esa idea seguiría protagonizando sus pesadillas mucho tiempo.

-No seas imbécil, Padfoot –dijo, cuando pudo decir algo-. Me refiero a mi maravilloso, fantástico y totalmente retorcido regalo de Navidad –afirmó, todo orgulloso y señalando… un trocito de muérdago.

-¿Eso? ¿Para quién es? ¿Para Snivellus? Ni siquiera a él le haría un regalo tan pobre, Prongs –comentó inocentemente (si es que esa palabra puede aplicársele) Sirius. James le miró ofendido.

-Es muérdago mágico, Sirius –le aleccionó-. En cuanto yo active el hechizo, cosa que ocurrirá en cuestión de segundos, el muérdago se convertirá en una trampa mortal –y soltó una risa escalofriantemente Slytherin. Demasiado tiempo en las mazmorras, aunque sólo fuera en clase de Pociones.

-Ah. ¿Y qué hace? ¿Volverte verde, o es algo peor?

-Pues… ¡Ey! Es muérdago, Pad, tampoco hay que pensar mucho.

-No me digas –empezó Sirius, claramente decepcionado- que sólo lo has encantado para que la gente se bese –de no ser porque conocía a Black bastante bien, James habría pensado que la idea de un beso le hacía temblar. Suerte que lo conocía bien, ¿no?

-No es sólo que se besen, Padfoot –protestó el otro-, es mucho más. El muérdago sólo dejará en paz a su víctima cuando haya dado tres besos –y aquí venía la mejor parte del plan; al menos, la más divertida para él-. El primero, a su mejor amigo o amiga; el segundo, a la persona que le guste.

-¿Y el tercero?

-¡A su peor enemigo!

Gracioso. Muy gracioso. Desde luego. Tan gracioso, que James Potter acabó revolcándose por el suelo, de la risa. A Sirius, obviamente, no le parecía tan divertido, y le veía un fallo enorme al plan.

-¿Y cómo lo van a saber? A quiénes tienen que besar, digo –vale. Buena pregunta. Puede que Black no fuese tan tonto como todos decían que era. Algo de sentido común sí que tenía.

-Pues… ¡Escribiremos una notita!

-¿Y si no lo hacen?

-Ey, ¿todo van a ser pegas? –ante el asentimiento de su mejor amigo, James Potter no pudo más que suspirar- Está bien. Si no lo hacen, el muérdago les hará un cambio de sexo. Dura cerca de una semana, y va acompañado de cambio de color –declaró, orgulloso.

-James…

-¿Qué pasa ahora?

-Eres un genio, tío.

Y, con esto, ambos Gryffindor se largaron de allí, felices y contentos. No sin antes hechizar el trocito de muérdago, claro, para que se moviera a su aire por Hogwarts, llevando una nota con las advertencias pertinentes en tinta luminosa. James Potter rezó porque alcanzara, claro está, a Lily Evans; por lo menos, tenía asegurado el beso del mayor enemigo, ¿no? Pero esa es otra historia.


Eran ya cerca de las cuatro de la tarde cuando el muérdago alcanzó a su primera víctima. Primera y última, claro, pero bueno.

Se trataba de un chico de unos diecisiete años, alto y bastante guapo –irresistible, si le preguntaban a él-, y al que la cara le cambió de golpe.

-¡Prongs! –gritó, en medio de todo el Gran Comedor. Que a saber qué hacía a esas horas allí, claro, pero es que a los Merodeadores no había que pedirles muchas explicaciones; era mucho mejor no saber.

-¿Qué pasa, Padfoot? –y sí, esto es lo que se llama ironía.

-¿Por qué tu dichoso muérdago me sigue? –inquirió, con un tono falsamente calmo que delataba sus ganas de matar, destrozar y comerse los intestinos de cierto cervatillo con gafas.

-Pues… -y, viendo que era cierto, James Potter no pudo más que echarse a reír. Fuerte y con ganas- Creo que ahora es tu maldito muérdago, chucho –añadió, en cuanto pudo hablar.

Algo que Sirius Black ya sabía, y que no necesitaba que le recordasen.

-¡Te voy a…!

-Psst –le detuvo James-, yo que tú no amenazaría a tu primer beso –y volvió a reírse. Los otros dos Merodeadores les miraron con curiosidad.

-Sirius, ¿por qué narices llevas muérdago en la cabeza? –preguntó Peter Pettigrew, un chavalín que, bajo su aspecto ratonil, ocultaba todo un bromista. Efectos secundarios de convivir con James Potter; se te acababa por pegar algo. Si no, sólo hay que fijarse en su broma más famosa, años más tarde, que llevaría a Sirius Black a la cárcel y a él mismo a vivir doce años como rata. Hay que reconocer que sería buena, ¿eh?, aunque un poco falta de humor.

En fin, Sirius, que se acababa de dar cuenta de que, efectivamente, el muérdago encantado ya no lo seguía, sino que se le había posado en la cabeza, sólo gruñó. Fue el cuarto Merodeador, Remus Lupin, quien contestó.

-Supongo que la pobre planta estaba cansada. Sirius se mueve mucho –comentó, como quien no quiere la cosa. Desde luego, esto parecía un concurso, a ver quién de los cuatro era peor.

-¿Vosotros también sabíais lo del muérdago? –inquirió James, realmente curioso.

-¡Pues claro! Y lo que nos costó encantarlo para que se fuera con Sirius –añadió Peter, orgulloso de sí mismo y totalmente indiferente a la mirada de odio que le dirigió uno de sus mejores amigos. Remus sólo se echó a reír, con la misma malicia con que lo había hecho James esa mañana.

-¡Ah! Por cierto, Pad… Los besos no funcionarán si no tienen, al menos, seis testigos… -dejó caer, al cabo de un par de segundos. Menudo amigo...

-Es para prevenir las trampas –afirmó Peter. James se unió a las risas. Al único a quien no le divertía la situación (y con razón, todo sea dicho) era a Sirius. Bueno, y a Evans, pero a ella no le divertía nada.

-¿Qué estáis tramando, Potter? –preguntó, acercándose con el ceño fruncido, dispuesta a ejercer de Prefecta y completamente obviando el hecho de que no había sido James, sino Pettigrew, quien había empezado esta vez.

-Pues verás… -y le resumió la situación en un par de frases. Para asombro de todos (y miedo, pues era probablemente uno de los signos de la llegada del fin del mundo), Lily Evans soltó una carcajada. Y otra. Y otra. Y, cuando ya parecía que iba a asfixiarse, consiguió hablar.

-Es lo mejor que se os podía haber ocurrido, Potter –y, con esto, les dejó atrás. Las caras de los cuatro emulaban, en ese instante, a la del famoso cuadro de El Grito. Pero en guapo.

Y así fue como la broma obtuvo autorización de la Prefecta Perfecta, con lo cual no habría castigo, puesto que ella era la única que los denunciaba ante McGonagall. Adivinad lo bien que le sentó a Sirius.

En fin, lo importante ahora es saber cómo se resolvió la situación. Si es que se resolvió, claro.


El primer beso fue doloroso. Y humillante. Para todos los participantes, además, porque un Gryffindor que se acerca a la mesa de Slytherin ya tiene que ser suicida, pero, si además es Sirius Black, cuya familia, colocada estratégicamente, le lanzaba miradas de odio por doquier, entonces sube un grado. Más aún si se acerca para…

-Ey, Snivellus –llamó, nada más llegar junto al Slytherin. Severus Snape no se movió; conocía demasiado bien a Black. Lo único que delató que tenía vida fue su forma de aferrar la varita, como si se le fuera a escapar o algo. Que no sería la primera vez, con esos payasos de los Merodeadores cerca-. Oye, Snape, aunque no es que me queje de la maravillosa visión de tu grasa… digo, tu pelo, prefiero que me enseñes la nariz. Claro, que, bien mirado, la veo desde aquí… y eso que estás de espaldas –y, viendo que el Gryffie se iba por las ramas, algo francamente molesto, Severus Snape se giró, dispuesto a encararse con el moreno y con cualquier maleficio habido o por haber.

Obviamente, no había contado con que Black se inclinaría sobre él, y le daría un señor morreo. Otra de las condiciones impuestas por el muérdago, sí; besos con lengua y al menos quince segundos de duración.

Cuando el beso se acabó, ambas partes coincidieron en que había sido lo más asqueroso que habían hecho en su vida. Probablemente tendrían pesadillas con él, pero, de momento, lo único que podían hacer era deprimirse y correr a esconderse. O a vomitar.

Por supuesto, al resto de la mesa Slytherin le pareció de lo más gracioso. Especialmente a todo el que hubiera sufrido alguna vez las "atenciones" de los Merodeadores; ver a Sirius Black en una situación así era digno de una foto. Y fotos, hubo. Pero no por parte de los Sly.

-¡Esto tiene que valer millones! –comentó James Potter, mirando la instantánea. Remus sonrió con malicia, antes de volver a coger la cámara.

-Sí, y espera a que veamos la de vosotros dos –dejó caer. La cara de James cambió totalmente.

-No… no me irás a fotografiar, ¿no? ¡Remus, somos amigos! –imploró. Estaba por ponerse de rodillas, cuando el licántropo negó con la cabeza, divertido.

-Por supuesto que no vamos a haceros fotos, ¿verdad, Pet? –el aludido negó, con la misma sonrisa malévola en la cara-. Evans se ha ofrecido a hacerlas por nosotros. Necesitaremos las dos manos para sujetarnos.

Y estallaron en risas histéricas.

Mientras, Sirius Black había llegado a la conclusión de que iba a matar a sus supuestos "amigos". O, mejor todavía, que el beso con Snape había sido el del mejor amigo, porque el del enemigo correspondía a uno de esos tres. Ciertamente.

-Daos por muertos –murmuró, al pasar a su lado. De no haberle conocido, alguno se lo habría tomado en serio. Menos mal que lo conocían.

De todas formas, mirarían debajo de las camas cada noche. Por si acaso.


Media hora más tarde, y justo cuando James Potter se había olvidado de la amenaza de un posible beso con su mejor amigo (que haría realidad la idea que tanto miedo le había dado esa mañana, por cierto), Lily Evans entró en la Sala Común de Gryffindor. En aquellos momentos, sólo estaban en la habitación el propio Prongs, entretenido en una partida de ajedrez contra Peter Pettigrew (que, para asombro de todos, él mismo el primero, estaba ganando. Claro, que no sabía que James lo consideraba su buena obra de Navidad, dejarse ganar) y una pareja de niños de primero, que se dedicaban a estrenar sus regalos, haciendo mucho ruido, dicho sea de paso. Es decir, cuatro personas. Cinco, con Lily Evans, y siete si se contaba a las dos chicas que venían detrás de ella.

-En serio, Lils, más te vale que sea interesante –murmuraba una morena, también de séptimo. Priscilla Pratchett, era su nombre, y era cazadora suplente en el equipo de quidditch. Probablemente sería titular, si se dedicara más al deporte y menos a los chicos del equipo, pero quién sabe.

-Lo será, Pris, lo será –aseguró Evans. Luego, dio un barrido general a la habitación, como comprobando algo mentalmente. Se detuvo un segundo de más en la figura de James Potter, que estuvo a punto de saltar de la emoción, y sonrió.

Si James no hubiese estado tan enamorado, quizás hubiese notado el leve tinte de malicia en esa sonrisa. Pero el amor es ciego, e idiota.

Así que, para cuando se dio cuenta de que el cuadro de la Señora Gorda se abría por segunda vez, y que los que cruzaban no eran otros que Remus y Sirius, ambos con sonrisas idénticas a la de Evans (pero menos agradables, claro), fue demasiado tarde.

-¡Sujetadlo! –ordenó Sirius. Para sorpresa de todos, fueron las chicas las que obedecieron; probablemente, en otra situación James se habría alegrado del hecho de que ¡Lily Evans! le estaba tocando, y sin pegarle, ni nada. Pero su instinto no dejaba hueco para esas cosas, en ese preciso instante. No señor. Estaba demasiado concentrado en la mueca de Sirius, que se acercaba, amenazador, con el muérdago todavía siguiéndole.

-¡NOOOOOOOOOOO! –suplicó, medio en broma, medio en serio. A ver si colaba- ¡Soy demasiado joven para morir!

-No seas llorón, Potter –le susurró Lily, en el oído. Luego pareció pensárselo mejor-. Aunque a lo mejor sí que mueres, mira tú. A Snape no se le ha vuelto a ver.

Y ocurrió lo peor. Y, justo en el instante en que ocurría lo peor, entró McGonagall, en su visita anual para felicitar las fiestas a los alumnos. He aquí la razón por la que desapareció dicha tradición.

-¡Pero…! –y ya está. No pudo decir nada más; se echó a reír como una histérica. Lo cual, dicho sea de paso, asustó bastante a todos los presentes. Excepto a Sirius, demasiado concentrado en su cometido, y a James, que ya estaba curado de espantos por un día.

-Esto… Feliz Navidad, Profesora –murmuró Remus, el primero en recuperarse. La buena mujer, por supuesto, no le prestó la más mínima atención, sino que volvió a mirar la escena que se desarrollaba ante sus narices, y se rió aún más fuerte.

Cuando recobró el aliento, y aún con la sonrisa en los labios, se permitió hablar.

-Muy bien. Supongo, señor Black, que su… repentina efusividad se debe a algún hechizo que sus compañeros consideran "divertido", ¿no? –no hubo mucha respuesta; Sirius acababa de darse cuenta de su presencia, y, como tal, estaba muy muy sonrojado, así que todo intento de conversación era nulo, por esa parte- Así pues, y aunque a mí también me resulta bastante gracioso, me temo que tendré que castigarlos. ¿Potter? ¿Pettigrew? ¿Lupin? ¿A quién debo llevarme a la sala de castigos? ¿O es a los tres?

Y es que Minerva McGonagall también estaba contagiada del espíritu navideño, así que no era, ni de lejos, tan dura como el resto del año. Así pues, les dio incluso la opción de cargarle todas las culpas a uno; era algo que solían intentar, más que nada para que James mantuviera su récord de castigos intacto y Sirius no pudiera alcanzarle.

-He sido yo, profesora –admitió Remus, antes de que ninguno de los otros dijera nada. Probablemente pensaba que James ya había sufrido bastante, y Peter había recibido el último castigo por los cuatro; lo justo era que fuese él, esta vez. De todas formas, en Navidad los castigos se suavizaban bastante.

-Muy bien; sígame, señor Lupin –indicó, y el muchacho obedeció. Antes de salir por el retrato, por supuesto, Minerva se volvió hacia sus alumnos-. Por cierto; feliz Navidad.

Cinco minutos después, y ya repuesto de la impresión, James Potter se permite el lujo de enfurecerse. ¿Qué se creerá el lobito ese, quitándole el castigo que le pertenecía por derecho? No es que fuese a suponer un gran problema; probablemente podría recuperar la oportunidad nada más volver de vacaciones, pero igualmente…

-¡Ey! Remus no ha tenido la culpa –afirmó, levantándose del sillón y dirigiéndose a la puerta. Para cualquier testigo desprevenido, esto podría ser un signo de madurez. Nada más lejos de la realidad; nadie le quita a James Potter sus castigos.

Y así, los tres Merodeadores salieron de la Sala Común, algunos con más ganas que otros, para alcanzar a la profesora McGonagall. Que, por cierto, les estaba esperando junto al retrato de la Señora Gorda.

-Ya me parecía a mí –murmuró, y se preparó para el intercambio-. Señor ¿Potter?, sígame, por favor. ¿Alguien más quiere el castigo?

En cualquier otra circunstancia, Sirius habría reclamado. Al fin y al cabo, él también tenía un récord de castigos, aunque estuviera en segundo lugar. Pero es que ese día tenía otras cosas que hacer. Cosas más urgentes, entre las que se encontraba el evitar pasarse una semana convertido en chica. Entre otros.

Claro que, bien pensado, tampoco iba a arreglar nada, el hecho de no ir al castigo, ¿no? Por muy Gryffindor que fuera, Sirius Black también era un adolescente. Y la idea de "declararse" no le atraía demasiado. No le importaría, claro, si la otra parte implicada se sintiera igual que él. No hechizado, claro, sólo nervioso. Y ena… y lo que sigue.

Pero con los malditos nervios de acero de Remus Lupin, eso era más bien difícil. A saber qué le pasaba por la cabeza, cuando él, el gran Sirius Black, estaba tan histérico y asustado que prefería besar a Snape en primer lugar. No, si es que el mundo no es justo.

Así que, tras este razonamiento breve y más bien poco lógico, Sirius decidió unirse al castigo, con su amigo del alma. Además, tenía que hablar con él; si no mejoraba los besos, Lily Evans nunca se convertiría en Lily Potter.

Pero alguien se le había adelantado.

-Profesora McGonagall –empezó una vocecita, femenina y tímida, y todos se volvieron, asombrados, hacia la cabeza pelirroja de Lilianne Evans, recién salida del cuadro-, creo que esto es, en parte, culpa mía también –que a saber qué parte era culpa suya, claro, pero las mentes de las chicas eran tan difíciles que Sirius ni se molestaba en buscarles sentido, ya-, y, como ellos siempre se llevan el castigo…

-Ya. Como sea, señorita Evans –la cortó McGonagall, claramente molesta. Se suponía que iba a supervisar un castigo, no una primera cita.

De todas formas, ¡qué narices!, era Navidad. Y en Navidad esas cosas estaban bien, de una u otra forma. ¿No?

Así que Minerva McGonagall decidió llevarse, por tanto, a Lily Evans y a James Potter. No vendría nada mal que pasaran un tiempo juntos, esos dos. Y, de paso, podrían tomarse unos polvorones. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, la dieta no le funcionaba…


Bueno, pretendía haber escrito un one-shot, pero se ha alargado y alargado... en fin, que ya colgaré la segunda parte. ¡Así me dejais el doble de reviews! ¿A que soy lista?

En fin, xaito. Espero que os haya gustado, y recordad: haced campaña por el derecho de Papá Noel y los Reyes a una jubilación digna. ¡Que ya tienen más de sesenta y cinco, jolines!

Aunque claro, Dumbledore también debe de ser de su quinta...

Después de tamañas reflexiones, sólo me queda esperar a sacar otro ratito para acabaros esto. Así que ¡Feliz Navidad!

Danny