DISCLAIMER: Los personajes no me pertenecen, los tomo prestados de la maravillosa obra de Kyoko Mizuki, la historia aquí presentada es enteramente mía.
LIRIOS BLANCOS
Por Andrea Tsukino
CAPÍTULO 1 "Los hijos de Pony"
El cierre de gira de la Compañía Stratford era inminente. Para finales del otoño la última parada en Milán anunciaría el impostergable regreso a casa representando para la mayoría un alivio al peso de los meses fuera del hogar, no así para el dramaturgo a cargo que, a diferencia de los demás, deseaba con todas sus fuerzas una fecha extra en la marquesina.
Desde sus años mozos como actor principal hasta su incursión tras bambalinas, el ahora también afamado director teatral Terrence Graham hubo experimentado en totalidad la nómada vida de los reflectores. Hoteles de paso y vagones de tren fungieron durante más de una década como cuevas de inspiración a las creaciones que, casi un lustro después, le valiesen el haberse quedado a cargo no sólo de Stratford sino, además, de mantener en constancia inusitada dos de sus obras en las principales carteleras de Estados Unidos y Europa.
Terry era para sus escasos 28 años un prodigio de las artes escénicas y la frescura que los amantes del teatro anhelaban después de la post guerra. Su nuevo camino en las letras —como remanso de paz—, hubo aportado desde su ópera prima una vivacidad no vista desde los tiempos de Wild.
Con el mundo a sus pies y el aseguramiento de un futuro holgado gracias a su trabajo, la única extrañeza que se rumoraba en los pasillos de cada teatro que la compañía visitaba era la inexplicable vida sentimental del adonis inglés.
La historia de su unión con la ex actriz Susanna Marlow, había dejado de ser vista con el toque de romanticismo épico que antaño le otorgase el sacrificio amoroso para dar paso a un sinfín de habladurías que iban desde las más absurdas como la supuesta impotencia de Terrence, pasando por aventuras ocasionales con actrices célebres, hasta la más sensata a consideración de los que conocían bien a Graham: la abnegación de quien sabe, le debe la vida a alguien. Como fuese, Terry se había acostumbrado a todas y cada una de las injurias que le imputaban sabiendo que, en casa, lejos del escrutinio público los únicos sabedores de tan amarga verdad eran él y su enferma esposa.
La salud de Susanna había ido en declive desde su última neumonía producto de un berrinche al saber que su esposo nuevamente partiría de gira. Incapaz de domar sus emociones, la Marlow había recurrido nuevamente al chantaje. Gracias a la pronta movilización de Terrence, la rabieta no pasó de en una dura afección respiratoria que la postró en cama durante meses. La noche previa a la partida de Terry a Europa, Susanna se las había ingeniado para salir de casa, presumiblemente ayudada por la mucama y una buena cantidad de dinero. Al notar la madre de esta la ausencia y dar aviso inmediato al marido, no fue difícil encontrarla apenas unas horas después en las cercanías de la presa Gilboa. Aquella noche, Terry permaneció a su lado, lamentándose de la pobre vida de ambos, y recriminándose una y otra vez su incapacidad para amarle como ella merecía.
Una vez que Susanna salió de peligro y con la compañía atiborrándolo de telegramas solicitando su inmediata presencia, Terry finalmente partió a finales del invierno de 1923 rumbo a París en donde se reuniría con sus compañeros para el estreno de la segunda obra escrita por él. Meses de extenuante trabajo dada su manía por la perfección, habían dejado en Terry una espesa y oscura barba que más que avejentarlo, le había otorgado al ex noble inglés un aura misteriosa y de deliciosa tentación a decir de los cientos de mujeres que se daban cita cada noche en el Théâtre du Châteletcon la esperanza de, al menos, verle hacer un desplante a cualquier reportero despistado e ignorante de sus malos tratos para con la prensa. Porque si algo seguía caracterizando a Terry era su osadía que, aun con los años, mantenía ese estado de rebeldía casi adolescente capaz de derretir a las socialités europeas.
El regreso llegó en octubre. La vuelta a casa estuvo marcada, como era de esperarse, por los reclamos de Susanna. A pesar de que Terry le compró un obsequio en cada una de las paradas que realizó tanto en Europa como en América; sabía bien que el anhelo real de su esposa recaía en sus caricias masculinas y en las palabras de amor que jamás podría reemplazar con encajes parisinos, ni finas telas orientales que a manera de disculpas le ofrecía.
—Tres titulares en la sección rosa de espectáculos, Terry. ¡Esta vez sí que te has superado!
Un imperceptible chasquido salió de la gruesa línea que marcaban los labios de Graham.
—Te he dicho muchas veces que esas pseudo revistas que tú y tu madre se empeñan en leer son burdas e indignas de una mujer casada.
—Tal vez si la gente me viese realmente como como una mujer casada no escribirían tantas barbaridades. Pero aquí... —siseó displicente —. Aquí, ¡¿cómo puedo demostrarles que eres mío?!
—Sussie, hoy no por favor.
—Terry, por favor, intentémoslo de nuevo.
La vida conyugal era un tema tabú en la casa de los Graham. Los sirvientes se habían acostumbrado a los aposentos individuales apenas separados por un enorme vestidor que Terry había mandado tapar para quedarse en absoluto aislamiento. Y no es que él jamás la hubiese tocado. Los deberes que bien o mal seguían rondándole en la cabeza dada su educación, le recordaban que su pasión se debía a Susanna, y aunque el joven se empeñó por los primeros años de disfrutar del trémulo y escueto cuerpo de su mujer la realidad era que jamás pudo culminar ni desfogar la masculinidad que le pesaba. Unos cuantos besos, unas desganadas caricias y la culpa para con sus recuerdos carcomiéndole el alma cada que le tenía que poseer, fueron la misma escena repitiéndose una y otra vez.
—Un hijo, Terry. Un hijo tuyo y mío es lo que necesito para no ahogarme en esta prisión a la que has decidido condenarme.
—Susanna, debo viajar y...
—No tienes que contarme nada, parece que has olvidado que yo misma fui parte de esa vida que ahora te empeñas en alargar. Conmigo no tienes que fingir.
Susanna sabía mejor que nadie que las largas temporadas fuera de casa no eran más que la excusa de un hombre en deuda que no la amaba. Como fuese, ella había ganado y aunque el resultado no era el esperado, el enorme diamante pendiendo de su dedo era la prueba irrefutable de que Terrence Graham, aunque lejos, era suyo en formalidad.
La presión que ejerció la joven aquella noche terminó por derribar las barreras de Terry. Tal vez ella tenía razón, tal vez un hijo podría ayudarlo a sobrellevar la tortura en que había convertido su vida. Con la mujer expectante, Terry ingresó a paso lento en el gélido lecho. El pecho de Susanna subió y bajó acaloradamente haciéndole toser de vez en cuando. La camisola que le cubría rogó por ser despojada, hacía tanto que no sentía unas manos sobre ella, que casi había olvidado cómo era que se debía hacer para agradar a un hombre. Terry en cambio, frío como piedra, clamó entonces el poder corresponder a las pasiones que urgían en su esposa. No es que ella le pareciese un monstruo, por el contrario, siempre la había encontrado linda, exquisita, pero no la deseaba, mucho menos la amaba. El mayor temor de Terry en momentos como ese, era la evocación involuntaria de la única persona a la que sentía realmente pertenecía: Candy.
Su rubio y pecoso tormento adolescente, la causa de sus desvelos y manías que rayaban en la locura. Candy... El nombre prisionero de sus labios que, apretados, intentaron compaginar con una Susanna desesperada por escuchar al menos un sesgado "te quiero".
—Tu barba...
Terry se apartó de inmediato.
—Oh, discúlpame, he olvidado por completo pasar por la barbería. Quizá será mejor esperar a mañana que esté limpio y no te incomode.
—No, no te detengas. Luces encantador.
El hombre suspiró profundo y elevando una plegaria de perdón, cerró los ojos hasta adentrarse finalmente en su promesa al honor. Las afiliadas y dormidas caderas de Susanna le parecieron más tortuosas que nunca. Terry siempre había tenido la sensación de estar violentado a una virgen inmaculada cada que debía "hacerle el amor". Pero era demasiado tarde para una retirada que amenazase con ofenderla. Así es que, en la penumbra de la habitación, y con los ojos clavados en la nada, Terry cumplió.
Aquella extraña posesión de esposos se repitió por espacio de ocho meses. Susanna convirtió la idea del embarazo en una obsesión que terminaba en llanto desesperado cada que una mancha roja en las sábanas anunciaba que el esperado hijo no palpitaba aun dentro de su vientre.
—Lo mejor será que descansemos un poco de todo esto. Susanna, tal vez nosotros no...
—¡Cállate! Ni siquiera te atrevas a mencionarlo —imploró con rabia—. No creas que por estar lisiada he perdido la capacidad.
—No he querido decir eso —susurró Terry con cansancio—. Puede ser que yo tenga algún problema, tu salud, ¡¿qué se yo?!
—¡Mejor dime que ya quieres largarte con alguna de tus amantes!
—¡Susanna!
Perder los estribos era relativamente fácil cuando se trataba de Sussana Marlow. Con los años y dada su condición, la rubia se había vuelto aún más caprichosa, pero él debía ser paciente, después de todo, ninguna rabieta pesaba tanto como el que ella hubiese arriesgado su vida para salvarle. Entonces, un loco pensamiento cruzó por su cabeza: Adoptar. Aquello representaba en el subconsciente de Terry una disculpa al amor de su vida y una forma, tal vez absurda, de redimirse haciendo algo por un pequeño o pequeña que al igual que su Candy había tenido la mala fortuna de nacer sin la protección de unos amorosos padres. Quizá en un huérfano él podría experimentar, tal y como había conocido al lado de Candy, la inmensa dulzura que pensaba sólo brotaba de los hijos de nadie.
—Sussie —dijo con el tono suave que usaba cuando quería convencerla de algo—. Y si terminamos de una vez por todas esta espera y adoptamos a un niño o niña, lo que prefieras.
Susanna abrió de par en par los almendrados ojos azules. Adoptar no era precisamente lo que ella tenía en mente, pero sabía que la paciencia de Terrence tarde o temprano se agotaría. Aceptar lo que su esposo proponía con entusiasmo bien podría darle un poco de tiempo en lo que un hijo propio llegaba. Y hasta quizá, el que Terry la viese en un papel de madre abnegada lograría que al menos comenzase a quererle.
Y así, con pensamientos distintos, pero con la firme convicción de volver a casa con un bebé en brazos, Terry y Susanna partieron rumbo al sur. Lo que la rubia jamás imaginó en aquel largo viaje, era que a medida que la distancia se acortaba, más y más los recuerdos comenzaban a escocer el muerto corazón de su esposo. Terry estaba empeñado a ir al Hogar de Pony. Consciente de la ignorancia de Susanna para con el lugar, a modo de pequeña infidelidad, necesitaba que fuese esa casa hogar la que les diese al futuro heredero o heredera Graham.
Una vez en la vereda principal, Graham notó que el paisaje era muy distinto al de años atrás. La llegada del verano había dejado los prados verdosos mientras el rocío caía fresco de las copas de los árboles. ¡Cuánto evocó Terry en el último tramo a su adorada Tarzán! Imaginando cuáles de esos árboles le habían visto trepar. Fue tanta la emoción que lo embargó, que una ligera sonrisa salió de sus labios. Susanna quien le observaba de reojo, presumió que aquella demostración de alegría, que creía ya no existía en él, era la prueba de que un hijo sería el comienzo de una vida próspera de matrimonio.
—Muero por regresar con un pequeñito en brazos.
—Susanna, hoy sólo hemos venido a presentar nuestras intenciones, regresaremos en un par de días, o cuando nos lo indiquen las mujeres que cuidan de los niños.
—Sabes Terry, me pregunto: ¿por qué decidiste cruzar medio país para hacer esto?, en Nueva York existe una infinidad de orfanatos y mi madre es amiga de varios directores.
Un nudo se formó en la garganta del actor, que temiendo ser descubierto se apresuró a bajar del auto todo lo necesario para poder trasladar a su esposa en silla de ruedas.
—¡Vienen a llevarse a alguien! —se escuchó a lo lejos de una vocecilla infantil.
—¡Niños, niños! Por favor, regresen adentro.
Una mujer casi en la mediana edad salió al paso de los Graham. El hábito remendado que portaba era una muestra fehaciente de su abnegada labor.
"Hermana María", pensó Terry a medida que la monja se acercaba. Habían pasado tantos años y, aun así, la mujer conservaba una mirada apacible. ¿Sería posible que ella también le fuese a reconocer?
—Bienvenidos. No esperábamos visitas, pero adelante, están en su casa —dijo la hermana mientras tomaba la mano de una pequeña metiéndose entre su faldón.
El Hogar de Pony lucía idéntico salvo por una estancia construida de madera al fondo de la vieja iglesia. Los recuerdos se agolparon con fuerza en los ojos de Terry que sacudiendo la cabeza se ordenó compostura.
—Hermana, gracias por recibirnos. Mi esposo me ha hablado mucho de este lugar. Está demás mencionar el motivo que nos tiene aquí.
—Desde luego, señora —contestó la monja servicial.
Una vez en la estancia principal. El enorme cuadro sobre la chimenea le hizo saber a Terry que la otra mujer, también madre de Candy, no vivía más a juzgar por las azucenas que decoraban a modo de altar la fotografía de la regordeta mujer.
—Veo que le ha llamado la atención el retrato de nuestra fundadora. No hay día que los niños o yo no la extrañemos, era una gran mujer —susurró la Hermana María en dirección a Terry.
—Puedo imaginarlo —contestó él con apenas un poco de aire—. Si me disculpan, el viaje me ha dejado ansioso, saldré a fumar un cigarrillo y en seguida estoy con ustedes.
Terry abandonó el lugar sin esperar una respuesta. La Hermana lo sabía, sabía quién era. Y por primera vez desde que se le hubiese ocurrido la idea, comenzó a creer que estaba yendo demasiado lejos y que más que reivindicarse, aquello bien podría pasar por burla.
Sus pies en total autonomía le condujeron colina arriba. Candy venía a su mente dolida, era como si la rubia hubiese encontrado la llave del cajón en la que él la había encerrado para no enloquecer de desamor. "Candy... ¿cuánto habrás sufrido la muerte de tu madre?... Candy...", evocaba Terrence mientras sacaba un cigarrillo sin filtro de la cajetilla.
—¡No se puede fumar en mi colina!
El cigarro cayó al instante. Volteando hacia todas direcciones, Terry se apresuró a encontrar el origen de la voz que parecía conocer bien sus recuerdos.
—¡¿Quién anda ahí?! —masculló con impaciencia temiéndose loco.
Unos hermosos ojos azules le observaron desde lo alto de una rama. La dueña de tan traviesa voz no era más que una chiquilla de escasos cinco o seis años. Una huérfana quizá, de no ser por las pecas que Terry notó al aguzar la mirada y el ensortijado cabello rubio que a duras penas podía contener un lazo en lo alto de su cabeza. De no ser por aquellos celestes, bien podría juzgar que esa niña era idéntica a Candy, su Candy.
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HELLO!
Lo prometido es deuda, y nuevamente estoy con ustedes presentándoles una nueva historia.
Sigue sin ser el Longfic que creí me haría debutar en su Fandom, ¡pero qué les digo! Fanficker soy.
Quiero comenzar agradeciendo a todos los que se dieron la oportunidad de leerme con "Volverte a Ver", espero seguir contando con su aprobación, más lo que se sumen.
Entiendo que aquí es en donde emergen las preguntas de rigor: ¿Cuántos capítulos tendrá? ¿Actualizas rápido? ¿Matarás a Susanna (já)? Y tristemente no tengo las respuestas, sólo puedo decirles que me tengan paciencia y le den mucho amor a este Fic para que llegue a puerto. Las ganas de escribir son inmensas.
Os envío todo mi amor, y una enorme disculpa a mis lectores de SM, prometo pronto volver con ustedes.
Con cariño, su amiga: Andrea Tsukino.
