Crónica del Ermitaño Ragnar el Haragán, Natural del Archipiélago Barbárico sobre los Sucesos Tocantes a la Evangelización del Septentrión y particularmente a la Isla de Berk, su Caudillo Hipo Horrendo Abadejo III y el Apóstol San Brendan.

- ¿Vienes del infierno? ¿Te han infundido acaso su rencor eterno, Luzbel ó Belial?

Rubén Darío.

En 1912, la Sociedad Paleográfica de Cracovia dio noticia a todo miembro interesado de la comunidad intelectual de un singular acontecimiento: al interior del mástil podrido de una carraca hanseática, tan sólo recientemente exhumada de las entrañas Bálticas merced a un venturoso incidente suscitado a raíz de una fallida operación de salvamento, había sido hallado un documento del más alto valor (en términos históricos, claro está, pues de ningún negociante es propio el interés por las antiguallas en cuyo estudio insisten algunos majaretas en malgastar sus años mozos), véase, un ajado y carcomido pedazo de pergamino inscrito con intrincada caligrafía gótica. Como es costumbre, el hallazgo de un triste retazo del pasado no fue objeto del furor de nadie como no fuera del de un reducido grupo de anticuarios que, ni tardos ni perezosos, acudieron al encuentro del pergamino. Entre los miembros de éste selecto grupo iba mezclado, mal disfrazado de hombre, un jovencito boquirrubio que, pese a su infantil aspecto e imperiosa timidez, rayana en lo disfuncional, habría de jugar un papel clave en el drama. Recién graduado paleógrafo de la Universidad de Cambridge, Orde Bancroft Ingleton habría fácilmente alcanzado las cumbres de su profesión y ganádose destacado lugar en los anales de la disciplina de no haber nublado a su preclarísimo talento un temperamento, como ya hemos dicho, sumamente proclive a la reclusión: asombro del profesorado apenas pasados los primeros meses, el vivísimo interés que sus aún prematuros resultados invariablemente despertaban en sus tutores terminaba por menguar ante la reticencia que este jovencito con cara de niña ponía ante una conversación frente a cuyos recovecos tan sólo sabía sonrojarse y balbucear (eso sí, elocuentes balbuceos). Así las cosas, al egresar de su casa de estudios no contaba con más contactos que un tío banquero en Gdansk quien le ofreció trabajo como su asistente en el puerto. Detalles aparte, bastan estos antecedentes para deducir que Bancroft, puesto frente a un pergamino y no frente a un ser humano, era un derroche de talento: a las pocas semanas la traducción del misterioso pergamino estaba disponible a los curiosos en el órgano de difusión de la Sociedad Paleográfica, órgano tristemente relegado al interés de una docena de catedráticos que no tardaron en hacer del jovencito el centro de una acalorada polémica. Quizás como resultado de esta oleada de indeseada atención (o de su ascético régimen de borsch y cerveza) nuestro joven prodigio no tardó en caer presa de una agresiva tuberculosis que segó prematuramente su vida a los pocos meses.

Resulta que el pergamino no era otra cosa que un fragmento extraviado de las obras del célebre cronista danés Saxo Grammaticus, historiador de los pueblos escandinavos y sus correrías por los mares del norte.

Pasado el entusiasmo inicial y muerto el desgraciado Orde, los académicos, aparentemente saciados con esta víctima, pronto olvidaron el asunto y la traducción no tardó en ser archivada, olvidada y posteriormente destruida durante la razzia intelectual a la que los nazis sometieron a la vieja ciudad. Por fortuna, una copia de la gaceta de la Sociedad Paleográfica fue descubierta entre las posesiones que Bancroft legó a su hermana, sola heredera del flaco ajuar y que al parecer no tuvo el interés en enterarse de su contenido, pues a la muerte de la señora Imelda Bancroft a los 88 años, la maleta en que iba la herencia de su hermano estaba tan cerrada como el día en que la recibió.

La traducción, aún pendiente de revisión por personas más autorizadas y por tanto todavía víctima de algunos vicios que la profesión ha logrado sortear con el ulterior perfeccionamiento de la técnica es la que a continuación se presenta:

…y ha transpirado que un viejo náufrago, grande como un toro y la barba blanca como la nieve deambula las calles contando una historia singular. Tanto revuelo ha causado la susodicha relación que las autoridades eclesiásticas han tenido a bien interceder.

Tanta alteración como entre los vulgares ha causado entre los principales de la Iglesia la narración de este hombre, que hasta mi retiro ha llegado la fantástica historia y tan asombrosa la he encontrado entre todas aquellas de las que ha querido la Providencia hacerme partícipe ya sea como escucha o testigo que juzgo mandato el plasmarlas tal y como las escuché del viejo que se hace llamar Ragnar el Haragán, supuesto natural de la isla de Berk, lugar, por cierto, que no figura en las cartas de navegación de los nuestros más avezados marinos y mareantes.

Sin mayores dilaciones…

"La rojiza barba apenas surcada por finísimas hebras de plata pese a sus más de 70 primaveras; los claros ojos diáfanos y gentiles, de un azur etéreo, similar al cielo de una tarde buena, reflejaban un alma límpida y generosa; albos hábitos de monje que por mucho que los viera pasar sobre el fango y la mugre nunca se manchaban; decían algunos que flotaba bajo el tosco sayal y por eso no lo alcanzaban las inmundicias de la tierra y una voz que siempre acariciaba los oídos, a la que jamás escuché pronunciar palabrotas o blasfemias, ni siquiera elevarse más allá de lo estrictamente necesario para hacerse oír eran, junto con una lozanía y fuerza inusuales en varón de su edad los atributos que lo dotaban de esa aura de divinidad que lo acompañó toda su vida y a ser, por lo que supe después, enterrado en olor de santidad allá en la ciudad de las Siete Colinas, como la llamaba él. El mínimo y dulce Brendan de Erin, hijo de Cellach y misionero incansable llevaba, pese a que cuando lo conocí contaba ya décadas de largo y sufrido trashumar, siempre esa dulce sonrisa que hacía pensar en la de aquellos mártires que los pintores retratan en las iglesias, impávidos y alegres frente a los umbrales de la eternidad."

"La primera vez que lo vi, riéndome entre dientes, me desvivía por que llegara el momento en que, quedándonos los dos solos, pudiera destriparlo a mi gusto, como a una trucha. Era yo otro en aquel entonces, joven y tonto como solo nosotros solíamos serlo ¡Oh cuán dulce suena ahora en mis labios el nombre de Jesús, que salvó a un despojo como yo! Bendito sea San Brendan…"

"Porque fue él, ángel del señor, quien trajera en buena voluntad y en prueba de Su infinita misericordia la verdad a nuestra tierra. Antes de eso vivíamos revolcándonos entre limo y sangre, entre fango y mierda. Antes no temblaba nuestra mano al empuñar la espada contra nuestro hermano en estúpida cólera y ahora sólo temblamos ante el señor…"

Nota del editor: los siguientes párrafos son una sucesión de alabanzas pías: ardor propio de un recién converso en los tumultuosos tiempos de la primeriza predicación en Hiperbórea. Estimamos que el lector no guardará particular interés en los delirios de un alma tan sincera como torpe por lo que nos permitimos cortar esta parte del documento. Para los interesados en estas manifestaciones de espiritualidad prematura entre cristianos nuevos remitimos al lector a la obra de R. Kolvachijsk. Alte und Neue Kirchen am der Norden Teil von die Welt, 1887.

Blancas como las nubes del cielo abrieron su cresta las olas bajo la opaca luz de nuestro pálido sol para dar paso al humilde bajel que conducía, como el pesebre a nuestro señor, en humilde medio la salvación de nuestra raza. Al interior del tosco kayak forrado de piel de foca bogaba la blanca figura sin que el mar picado pudiera conseguir con su furia más que acezar el ánimo del solitario navegante que remando se aproximaba al rocoso médano de la isla de la Orca. Pero Dios, que en sus inescrutables designios decide probar la voluntad de sus siervos en los momentos más inesperados, aún la de aquellos que como Ser Brendan lo han hecho una y otra vez, tuvo a bien conducir la embarcación del virtuoso hombre directo a las rocas…

Nota del traductor: en este punto el pergamino muestra tales señas de deterioro que la labor de lectura se hace imposible: por fortuna, la fracción correspondiente al naufragio del misterioso personaje (misterioso por cuanto en los vastos anales y calendarios tocantes a la Leyenda Dorada no parece haber rastros de un San Brendan de Kells) no supone mayor pérdida de congruencia en el resto de la obra…

Fin de la Parte Primera