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Capítulo 1.- Señales del destino
Una sonrisa. Qué maravillosa era su sonrisa cuando de verdad se sentía feliz. Taka le miraba y no veía en él más que todo lo que les quedaba por vivir.
Hacía un día espléndido, siendo aún principios de primavera como era. Habían ido al parque cerca de su apartamento, para que Hikari jugara al aire libre. El niño ya decía algunas palabras con suficiente fluidez como para que sus padres le entendieran. Le dejaron andar sobre le hierba. Su modo de andar aún no era perfecto, pero era obstinado, y siempre que caía se ponía en pie con absoluta velocidad. Taka comenzó a perseguir a gatas al pequeño, riendo mientras iba tras de él.
- Eh, retaco, no corras tanto. Un día te vas a hacer daño -dijo alegremente.
- No le llames "retaco" a tu hijo -dijo Miaka enfadada, aunque después esbozó una expresión maliciosa- y a mí me preocupa mucho más que te hagas daño tú, Taka.
- ¡¿Qué has querido decir con eso, Miaka?! -dijo el chico fingiendo enfado.
- Que un niño de un año es más maduro que tú -dijo Miaka cubriéndose los labios mientras reía.
- ¡¿Qué?! Yo, eh... -dijo Taka pensativo.
- ¿Lo ves? -dijo Miaka triunfante- Incluso tú mismo lo admites.
- Escucha, señorita... -empezó Taka poniéndose en pie- tengo que decirte que...
- ¡Hikari! -gritó Miaka poniéndose en pie.
Taka se dio la vuelta y al alma se le cayó a los pies. Mientras ellos dos se insultaban tan "tranquilamente", el pequeño se había alejado de ellos medio a pie medio a gatas hasta llegar al pequeño estanque del centro del recinto. El niño miró su reflejo unos instantes, cautivado por aquella superficie que brillaba tanto con la luz del sol, y avanzó alargando la mano hacia el agua. Pero, antes de que diera el paso definitivo, dos fuertes manos le cogieron y le alejaron del líquido, tan inofensivo a veces y tan peligroso en otras. Taka apretó al pequeño contra su pecho, mientras Miaka llegaba a la carrera, jadeando por la velocidad.
- Ha faltado poco... -dijo aliviada.
- Hikari, ¿cuantas veces te hemos dicho que no te alejes de nosotros? -preguntó el chico poniéndose del todo serio.
- No puede evitarlo... -dijo Miaka acariciando la naricita del niño- ¿No te recuerda a alguien?
- ¿Eh? ¿A quién? -preguntó Taka perplejo.
Miaka cogió a Hikari en brazos y le miró con una sonrisa.
- Es igualito a ti -dijo- Tampoco piensa antes de hacer las cosas.
- ¡Oye! -gritó Taka indignado- ¿eso lo consideras un defecto?
Miaka sonrió divertida y se acercó a él, cogiéndose de su brazo y susurrándole al oído unas palabras tiernas.
- No. Es lo que más me gusta de ti -dijo suavemente.
El chico la miró unos instantes, pero después no pudo evitar que sus mejillas adquirieran un tono rojo intenso. Sin dirigirse de nuevo ni una palabra, volvieron al lugar en el que se habían sentado, a la sombra de un alto cerezo en flor. Permanecieron en aquel lugar unos minutos, mientras la suave brisa mecía sus pensamientos y sus recuerdos. Miaka agachó la cabeza al cabo de unos segundos, con una expresión pensativa que no era habitual en ella. Taka dejó de jugar con Hikari y la miró.
- Miaka... ¿qué te ocurre? -preguntó.
La chica levantó la mirada para contemplar el enorme cielo azul que se extendía ante ellos. Unas nubes blancas y esponjosas danzaban en la inmensidad cian, dando un toque maravilloso a aquel firmamento por las noches colmado de estrellas.
- No se ven las estrellas... -susurró simplemente la chica.
- ¿Eh? -murmuró Taka mirándola sorprendido.
- ¿Cómo crees que estarán todos? Nuestros amigos -dijo Miaka entristeciendo la expresión- Ha pasado más de un año aquí...así que allí deben haber pasado por lo menos ocho...
- Miaka -murmuró Taka.
- Seguro que Tasuki habrá encontrado alguna mujer que le quiera...puede que incluso Chichiri también -meditó la chica con una sonrisa de falsa alegría- Estoy convencida de que Mitsukake y Shoka ya serán novios otra vez, y seguro que Chiriko ha crecido mucho y sigue estudiando fuerte. Y apuesto a que Nuriko sigue perdiendo la cabeza por Hotohori...
- Miaka, ¿ocurre algo? -preguntó Taka, no reconociendo a su amada tan preocupada como la veía ante sí.
La chica no dijo nada, pero una lágrima solitaria resbaló lentamente por su mejilla, hasta caer sobre sus manos, cruzadas sobre su falda. Taka no pudo hacer más que mirar como la persona a la que más quería en aquel mundo se deshacía en lágrimas ante sus ojos.
- Les echo de menos, les echo mucho de menos... -susurró Miaka- Ellos han hecho tanto por nosotros. El tiempo debe pasar muy deprisa para ellos… Seguramente, mientras nosotros aún seremos jóvenes, ellos ya habrán crecido tanto… Vivirán, amarán y morirán, y para nosotros toda su vida será apenas un suspiro.
Taka no supo qué decir para reconfortarla. Era evidente que Miaka se sentía demasiado separada de los amigos con los cuales había vivido tantas cosas. Después de todo, en su corazón, ella seguía siendo la sacerdotisa de Suzaku. Simplemente hizo una cosa. Con suavidad, dejó al pequeño Hikari en brazos de su madre. La chica miró primero a Taka con desconcierto y después a su hijo con la misma expresión.
- ¿Sabes, Miaka? -dijo Taka- Ellos dijeron que jamás nos dejarían. Y no lo han hecho. Mira a Hikari. Su nombre significa "luz". La luz de las estrellas... Ellos son las estrellas que nos protegen. Nuestro hijo jamás hubiera nacido si no hubiera sido por ellos. Y eso es la prueba de que han cumplido su promesa, de que están aquí con nosotros: ahora y siempre.
- Taka... -susurró Miaka con lágrimas en los ojos.
Se apresuró a limpiarse los rastros de su lloro con una mano, esbozando una gran sonrisa.
- Tienes razón. Soy una tonta. ¿Por qué pienso así...?
Después, levantó entre los brazos a Hikari y, riendo de un modo casi infantil, empezó a correr sobre la hierba, seguida de cerca por Taka, que trataba de atraparlos a los dos.
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Fue fugaz, pero él lo sintió. En apenas un espasmo, un sólo instante de desconcierto, sintió en su corazón que algo había ocurrido. Sin dar explicación alguna a las dos personas que tenía a su lado, se levantó del lugar en el cual había contemplado la inmensidad del que antaño fuera su reino y corrió hacia la parte más alta de su palacio tan deprisa como le permitían sus infantiles piernas. Como por instinto, aferró entre los dedos la empuñadura de la espada que colgaba de su cinto. Agudizó la mirada. No solía tener intuiciones, pero cuando estas aparecían, no fallaban nunca. Atravesó a toda prisa los jardines imperiales, colmados de plantas verdes y exóticas, de fuentes que rezumaban agua a todas horas hasta que encontró las ya conocidas escaleras. Las subió a toda prisa, sin ni siquiera perder el aliento. Doscientos cincuenta y seis escalones y se encontró en el lugar. En aquel lugar.
Era una construcción de mismo estilo que el resto del palacio, pero había algo que la diferenciaba con creces. El tejado de estilo oriental estaba completamente construido en oro, que lanzaba destellos a la luz del sol visibles desde las tierras de muchos kilómetros a la redonda. Dos enormes portales flanqueaban la entrada, impidiendo el paso a nadie ajeno a la divinidad que dormía en aquel lugar.
Un templo. El templo en honor al Dios Suzaku.
El muchacho se detuvo unos instantes, contemplando aquellos inmensos portales. Habían ocurrido tantíssimas cosas en aquel lugar. Le parecía que habían pasado siglos desde que la sacerdotisa de Suzaku tratara de despertar a la divinidad ardiente en la estatua dorada que se erguía en el interior de la construcción. Sin temor alguno, puso las manos sobre el enorme picaporte dorado y tiró.
Se arrepintió al instante. Reaccionando por instinto, retiró los dedos con un gesto de dolor. Temblando ligeramente, se miró la piel de las manos. Estaba enrojecida, a causa de la incandescencia del metal que había tocado. Ignorando el dolor, apretó los puños y miró con sorpresa el enorme portal.
"¿Por qué...? ¿Por qué Suzaku no me deja entrar...?"
Ni siquiera sintió unos pasos cortos y acelerados que ascendían por la larga escalinata. Sólo volvió de su ensimismamiento cuando una voz aguda e infantil le llamó.
- ¡Alteza, ¿ha ocurrido algo?!
Reconociendo aquella voz, el chico se dio la vuelta, justo para ver aparecer a una niña dos años menor que él en lo más alto de la escalera. Reconocería aquellos vivaces ojos cobrizos y aquellos cabellos violáceos en cualquier lugar.
- Nuriko, ¿eres tú? -preguntó convencido de que era así.
- Señor -dijo la niña al llegar a su lado- He sentido algo, no sé qué era... Pero me ha traído aquí.
- Igual que a mí -dijo Hotohori apartando los ojos de ella- Suzaku no me ha permitido acceder a su templo.
- ¿Qué? -exclamó Nuriko sorprendida- Vos sois una de las estrellas de Suzaku. No es posible que el Dios no os permita entrar en su templo -dijo avanzando hacia la puerta.
Con seguridad, la chica trató de abrir las puertas, pero sufrió las mismas consecuencias que el muchacho. Se retiró de inmediato, cogiéndose la mano lastimada por la muñeca, mirando la puerta con visible desconcierto.
- ¿Por qué? -preguntó sin entender- ¿Ni siquiera nosotros podemos entrar?
- El templo está sellado -dijo Hotohori poniendo lentamente su mano en la empuñadura de su espada.
- Exacto, Hotohori -dijo una voz familiar sobre ellos.
Ambos miraron alrededor, sin saber de dónde provenía aquella voz. Algo venía volando hacia ellos. Los dos muchachos observaron en silencio como el objeto, traído seguramente por el viento, caía en el suelo, entre ambos. Se miraron unos instantes con desconcierto y se agacharon para mirarlo de cerca. Era un sombrero de paja, al típico estilo oriental. Sin reparar en precauciones, Nuriko se inclinó y lo cogió, observándolo por todos lados.
- ¿Qué es esto? -dijo con ingenuidad infantil.
Por esa razón se llevó un susto de muerte cuando el cuerpo de una persona empezó a surgir del sombrero, materializándose ante ellos. La niña ahogó un sonido de sorpresa y cayó sentada sobre el suelo, gateando de espaldas para alejarse la más posible de lo que fuera. Hotohori empuñó su espada con facilidad y se puso rápidamente en guardia, dispuesto a atacar. Pero, al cabo de unos segundos, una sonrisa alegre iluminó su rostro.
- Podrías avisar antes de aparecer así, ¿no? -preguntó entre risas.
El hombre que acababa de materializarse le miró con una sonrisa inalterable en su rostro cubierto por una máscara.
- Tendríais que aseguraros de cual es vuestro blanco antes de sacar la espada, señor -dijo alegremente.
Después dirigió la mirada hacía Nuriko, que seguía sentada en el piso, mirándole con una expresión de desconcierto y sorpresa.
- ¿Te he asustado, Nuriko? -preguntó maliciosamente.
- ¡Animal, pues claro que me has asustado! -gritó la niña poniéndose en pie de un salto, apretando los puños con una expresión de furia- ¡Sólo a ti se te podría ocurrir aparecer así de repente!
El hombre, en lugar de responder a aquello, le dirigió una sonrisa aún más amplia, remarcando la amabilidad de su rostro.
- No has cambiado, Nuriko -dijo sonriente- Eso me alegra.
La chica le dirigió una mirada enfadada, pero después sonrió alegremente y le guiñó un ojo con compañerismo. Chichiri miró a los portales del templo de Suzaku, perdiendo enseguida aquella expresión ingenua.
- Algo extraño está ocurriendo -dijo casi en un susurro- hay una barrera de energía muy poderosa alrededor del templo de Suzaku.
- ¿Podrías saber quién es? -dijo Hotohori guardando su espada.
- Es evidente, ¿no? -dijo Chichiri- El mismo Suzaku.
Los dos chicos tardaron apenas unos instantes en reaccionar.
- ¡¿Qué?! -exclamaron a unísono.
- ¿Pero por qué...? -empezó Hotohori- No tiene sentido. Somos sus estrellas. ¿Por qué no nos deja entrar al templo?
- Quiere que nos reunamos -dijo Chichiri- y, mirad por donde, los que faltan ya vienen por ahí.
Los tres miraron por la escalera abajo. Un chico de unos 30 años de cabellos rojo fuego subía a toda prisa la larga escalinata, saltando los escalones de tres en tres. Llegó a arriba del todo, jadeando por el esfuerzo. Sólo entonces advirtieron que llevaba un bebé de algo más de un año en un brazo y aferrado de su mano a un niño de siete u ocho años, que había arrastrado escaleras arriba. Tras recuperar el aliento, el hombre miró a Chichiri con los ojos encendidos.
- ¡Oye, tú! -gritó- ¡Con lo poco que te cuesta, en vez de dejarnos en la entrada del palacio podrías habernos traído hasta aquí! ¡Me ha tocado pelearme con cuatro guardias y salir corriendo con estos dos enanos para poder llegar hasta aquí!
- Me alegra verte, Tasuki -dijo Hotohori con una sonrisa.
- Lo mismo te diría, si no tuviera ganas de asesinar a éste fantasma -exclamó Tasuki cogiendo amenazadoramente su abanico mágico.
- Ahora no hay tiempo para eso -dijo el niño que había seguido a Tasuki- algo está ocurriendo y debemos descubrir qué es.
- Mitsukake tiene razón -dijo Chiriko desde los brazos de Tasuki, mirando de soslayo los enormes portales del templo- Algo nos impide entrar a presencia de Suzaku.
Todos contemplaron aquel lugar con desconcierto. El templo era un portal entre mundos, entre el mundo de los dioses y aquel, aunque también servía de puente con el mundo de Miaka. Habían ocurrido tantas cosas entre aquellas paredes circulares: risas, traiciones, juramentos, dolor, muerte, llanto… Todos habían vivido tanto juntos en aquel lugar. Tantas veces sus corazones se habían unido como si fueran uno solo, latiendo al mismo tiempo. Y ahora estaban renegados de aquel lugar, incapaces de penetrar en él, un lugar sagrado que les correspondía por derecho propio. Tasuki no pudo soportar más la tensión.
- ¿Pero cómo que no se puede abrir? -exclamó despreocupadamente, dejando a Chiriko en brazos de Mitsukake, que se apresuró para que el bebé no se le cayera- Ya veréis que pronto se abre...
- ¡No, espera, Tasuki! -gritaron Chichiri, Hotohori y Nuriko a la vez.
Aún así, ignorando todas las advertencias, Tasuki cogió el picaporte dorado en forma de fénix de la enorme puerta. Tiró de él con fuerza y abrió los dos enormes portales de par en par, sin apenas esfuerzo aparente. Se quedó unos instantes mirando al interior con desconcierto, sin moverse lo más mínimo. De inmediato hizo una expresión de suficiencia y se dio la vuelta para mirar a los demás.
- ¡Pero si estaba chupado! -dijo extrañado- ¿Cómo no habéis podido abrirla? Nuriko, creo que estás perdiendo facultades...
- Ta-tasuki... -susurró Chichiri- La has abierto...
Pero nadie alcanzó a decir nada más. Al instante, una explosión de energía luminosa estalló en el interior del templo, haciendo que los seis se cubrieran los ojos instintivamente. Después del destello, pero, la energía no desapareció, sino que quedó flotando en el aire, provocando finas y casi imperceptibles corrientes de energía que recorrían el cuerpo de todos los presentes. Tasuki seguía clavado en el sitio, mirando hacia la fuente del resplandor con los ojos desorbitados.
- ¡Eh, tíos, yo no he hecho nada! -gritó asustado- ¡Os lo juro...!
- Esa energía... -dijo Hotohori agudizando la mirada.
- ...es de Suzaku -dijo Nuriko con sorpresa en su angelical rostro.
Esas palabras actuaron de catalizador de lo ocurrido. En ese instante, un sonido maravilloso, agudo, cálido, suave como una brisa de verano, pero ardiente como las llamas del mismísimo infierno inundó los sentidos de las seis estrellas. Todos lo reconocieron. Era el canto del Dios Suzaku. La luz volvió con toda su intensidad, obligándoles a cubrirse el rostro para protegerse los ojos del intenso destello.
El resplandor rojizo tardó en desvanecerse, pero cuando lo hizo, los seis contemplaron aquello que tenían ante sus ojos. Los portales del templo estaban completamente abiertos. Justo en el centro de la enorme sala circular, se erguía imponente, sobre una argentada columna de plata, escudriñando alrededor con sus ojos encendidos, la estatua dorada de Suzaku. Todos permanecieron unos instantes con la boca abierta. Una inconfundible y visible aura rojiza envolvía la escultura de oro, resaltando la belleza del dios que representaba.
Nadie reaccionó al instante. En sus corazones, sentían una sensación desconocida para ellos. Era algo agradable, una emoción desbordante que aceleraba los latidos de sus corazones, que disparaba la adrenalina, que hacía correr velozmente la sangre en sus venas. Aquel sentimiento, aquella desmesurada pasión. era el instinto que les unía como guardianes de Suzaku.
- Suzaku nos llama -susurró una voz aguda- Nos está llamando...
Todos la miraron con sorpresa. Nuriko parecía ausente, mucho más que de costumbre. Sus ojos estaban perdidos al frente, aparentemente sólo concentrados en el inmenso resplandor de la estatua. La niña avanzó sin temor alguno, con pasos cortos, pausados, pero completamente firmes. Sin titubear, se adentró en el templo de Suzaku.
En el mismo instante en el cual atravesó los enormes portales, una desbordante y familiar energía inundó su cuerpo. Como si supiera de antemano lo que debía hacer, Nuriko levantó sus dos manos al frente. Dos fugaces luces viajaron por la sala, iluminando como polvo de estrella la estancia. Se unieron en las muñecas de la chica, que se miró las manos al cabo de unos instantes. Las ya conocidas pulseras plateadas envolvían sus pequeñas muñecas. Las miró con sorpresa.
- ¿Por qué Suzaku me devuelve las muñequeras...? -preguntó intrigada.
Sorprendidos por lo ocurrido, los cinco guardianes restantes accedieron al templo sin perder un sólo segundo. Cuando Mitsukake, el último de ellos, terminó de atravesar el umbral, las puertas se cerraron bruscamente. Pero la oscuridad no les sumió en sus sombras. La luz rojiza de la estatua lo inundaba todo, iluminando la escena. Un suave y cálido viento removía las ropas y los cabellos de los presentes. Hotohori, tomando la iniciativa como siempre, se arrodilló ante la estatua, dejando la espada a sus pies.
- Señor Suzaku, ¿cuál es el motivo de estos acontecimientos? -preguntó- ¿A qué se debe la presencia de su Alteza en nuestro mundo?
No tuvieron que esperar mucho. Una voz profunda, grave, retumbó en la sala. Parecía estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo.
"Mis seis estrellas, debéis hacer un viaje. Un viaje que os llevará a la consumación de vuestro deber. Atravesaréis el tiempo y el espacio para llegar a otro mundo, un mundo en el cual se encuentra la persona a la que debéis lealtad.
Pero debéis recordar algo muy importante: vuestro tiempo allí será limitado. Tenéis tres días para volver. En el caso de que no estéis preparados, os haré volver de todos modos, aún contra vuestra propia voluntad. Y ahora os trasladaré al mundo real para que podáis llevar a cabo vuestra misión y alcancéis la razón por la cual nacisteis en este mundo."
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Taka suspiró mientras andaba por aquel pasillo angosto y a aquellas horas ya oscuro. La biblioteca de la ciudad no era precisamente el lugar más acogedor del mundo, sobretodo de noche. Ya hacía más de una hora que habían cerrado, pero él tenía en su poder algo que le permitía colarse a aquellas horas. La llave de Keisuke. El hermano de Miaka y su amigo Tetsuya eran encargados de la clasificación de los libros de la biblioteca, por lo cual él también tenía cierta libertad en cuanto al horario.
"Dichosa Miaka. ¿Cuando dejará esa mala costumbre de comer a todas horas? Por Dios, son casi las once de la noche. ¿Cómo se le ocurre hacerme ir a buscar a éstas horas un libro para cocinar postres?"
Llegó a la puerta del almacén. Allí había libros que no se exhibían al público, bien por su mal estado, por su antigüedad o simplemente porque Keisuke y Tetsuya iban retrasados con la colocación. Sacó la pequeña llave y la introdujo en la cerradura, tarareando una canción que había oído en la radio hacía un par de días. Abrió la puerta con facilidad y la entornó tras de sí. Empezó a buscar el dichoso librito de cocina por los estantes.
No tardó en divisarlo, en el segundo estante empezando por arriba. Con seguridad, trepó por los estantes inferiores. Sus dedos rozaron la cobertura del libro que buscaba, pero no alcanzaba a más. Se puso de puntillas para alcanzarlo, pero ése fue su mayor error. La estantería emitió un fuerte crujido y se precipitó sobre el chico. Éste ahogo un grito de sorpresa y aterrizó de nuevo en el suelo, apoyando la espalda contra el mueble para evitar su caída. Aún así, una buena cantidad de libros se precipitaron sobre él. Cuando ya no llovían libros literalmente, el chico suspiró y se relajó.
"Por un maldito postre, casi pierdo la vida. Aunque, mira, Keisuke y Tetsuya ya tienen trabajo para mañana" se dijo mentalmente observando el desorden.
Con cuidado, acomodó la estantería sobre su base. Pero no avistó a ver un último libro que cayó del estante de más arriba, estrellándose contra su cabeza. Ahogó un sonido de dolor, al sentir la esquina del volumen darle en la cabeza. Se frotó la zona dolorida mientras se inclinaba a recoger el libro.
Todo escaseó de sentido entonces. El dolor punzante de su cabeza, el desorden que había ocasionado, el deseo de Miaka.
Nada existía más que él y aquél libro. Tenía una contraportada roja, de piel, quizás cuero. Parecía sorprendentemente nuevo para estar hecho de aquel material. Con los dedos temblándole de forma incontrolable, le dio la vuelta y leyó los caracteres que rezaban su título.
"LOS CUATRO DIOSES DEL CIELO Y LA TIERRA"
Sintió una conocida energía desbordarle por dentro. Se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Con sumo cuidado, abrió el libro, separando las páginas de pergamino con los dedos. Entonces, ocurrió. Sintió aquella sensación tan familiar estallar en su interior. Sin que pudiera hacer nada por evitarlo, una luz roja inundó la sala, deshaciendo las sombras, surgida de su frente, donde brilló una vez más el carácter "demonio".
Entonces, la misma energía surgió de las páginas del libro abierto entre sus manos. Después sólo sintió vacío, energía, una fuerte sensación en el pecho. Cerró los ojos, pero la luz le llegaba incluso a través de los párpados.
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Cuando por fin se extinguió aquella energía, sólo sintió un gran peso en el pecho. De hecho en todo él. Trató de levantarse, pero algo que tenía sobre él se lo impedía. Oyó voces familiares, pero que se mezclaron por la emoción.
- ¡Eh, tíos, ¿dónde estamos?! -exclamó una voz enérgica.
- No lo sé, pero seguro que no es Konan -dijo una voz infantil.
Entonces, Taka sintió unas manos fuertes, desmesuradamente fuertes, que le cogían por detrás de la camisa y le levantaban. Abrió los ojos lentamente y vio ante sí un rostro infantil de ojos cobrizos ligeramente borroso. Aquella cara, aquella fuerza y la voz que oyó…
- ¡Mirad, es Taka! -dijo agudamente.
Taka trató de ponerse en pie, pero alguien le abrazó con fuerza, aferrándose a su cuerpo. Aquél abrazo casi le rompió las costillas y le cortó la respiración.
- ¡Cuanto tiempo! -exclamó la misma voz.
No era capaz de creer que aquello pudiera estar ocurriendo. Parpadeó fugazmente y bajó la mirada para ver a una niña de curioso peinado e igualmente peculiar vestimenta aferrándose a él, abrazándole con una fuerza que no parecía humana. Aún sin aliento, consiguió exhalar un grito de sorpresa.
- ¡Nu...Nuriko! -gritó fuera de sí.
- Taka, cuanto tiempo, ¿eh? -dijo la niña riendo infantilmente.
- Si, mucho, pero... ¡¿PODRÍAS DEJAR DE AHOGARME?!
La niña vio que la cara del chico se estaba poniendo morada y le soltó con una risita de despiste.
- Vaya, ha sido sin querer -dijo riendo agudamente.
Taka alzó un puño y golpeó con él la cabeza de la niña.
- ¡A ver si controlas de una vez ésa fuerza bruta que tienes! -exclamó.
Después, miró con sorpresa al frente. Cinco siluetas se recortaban contra la luz de luna que entraba del exterior. Las hubiera reconocido sin nada más. Olvidando la alegría de momentos atrás, otro sentimiento le invadió: la preocupación.
- Hola, Taka -dijo una desafiante y conocida voz, la del chico de pelo naranja- hemos venido de visita.
El chico se puso en pie, aún mirándoles a todos con sorpresa, y sintió como si le cayera encima un cubo de agua fría. Cerró los ojos unos momentos, tratando de ordenar sus confusos pensamientos.
- Creo. que tenemos un problema...
