Sorpresas

El despertador sonó con un estruendo tan potente que Ron cayó de la silla en la cual su cuerpo descansaba. Se había quedado hasta altas horas de la madrugada haciendo deberes porque, como siempre, lo dejaba para el último momento… como prácticamente todo lo demás. Resopló, fastidiado, se levantó y se dispuso a ponerse el uniforme. Se dignó a mirarse al espejo de su baño al menos unos instantes: su mata de pelo rojo, que caracterizaba a toda su familia en general, estaba algo alborotada, pero Ron era demasiado despreocupado como para siquiera molestarse en peinarla. Se lavó la cara y bajó a la cocina donde Viviane, la asistenta de la casa desde hacía tiempos inmemoriales, estaba sirviendo el desayuno: tortitas con sirope de arce. Ron suspiró con un deje de nostalgia. Hacía ya cuatro años que Molly Weasley les había dejado, y aunque Viviane cocinaba de maravilla, nada se le comparaba a los desayunos caseros que su madre preparaba cada mañana. Echaba de menos oler el beicon y los huevos recién hechos, y que la mujer que le había dado la vida le sonriera mientras pronunciaba 'buenos días' animadamente.

Pocos instantes después de que Ron se sentara y empezara a comer, Ginny, la hermana pequeña de éste, bajó por las escaleras y se sentó delante de él. Al contrario que su hermano, Ginny cuidaba mucho su imagen: su largo cabello pelirrojo caía por sus hombros perfectamente peinado.

—Hoy es el día –dijo Ginny, soltando un largo suspiro—. Papá está de muy buen humor.

—Prepárate –fue la única respuesta de Ron, resignado.

Pocos minutos después, Arthur Weasley, entró en la cocina vestido con uno de los trajes que se ponía para ir a trabajar y con un maletín en su mano.

—Buenos días, hijos míos –saludó, su voz más alegre de lo normal—. Hoy es el gran día. Recordad ser muy puntuales, Jane y su hija llegarán a las ocho y media.

Ginny y Ron se miraron, cómplices.

Arthur Weasley era el director de la fundación bancaria Weasley, que tenía sedes en varios lugares del país. Primogénito y sucesor de una generación de acaudalados banqueros, el padre de Ron y Ginny había rechazado años atrás la oportunidad de un matrimonio generoso con la hija de unos ricos banqueros alemanes que les ofrecían ampliar y mejorar la fundación —y, por supuesto, ingresar mucho más dinero del que ingresaban— para casarse con su amor de la infancia: Molly Prewett, cuya familia era de origen humilde y vivía en una pequeña granja en las afueras de la ciudad.

Ron y Ginny no eran los únicos retoños salidos de aquel matrimonio al que desde luego no le faltaba amor. Ambos tenían cinco hermanos más, por orden de mayor a menor: Charlie, Bill, Percy y Fred y George, dos gemelos. Los tres primeros ya se habían independizado con sus respectivos salarios, y los gemelos estudiaban en la Universidad de Oxford. Ron y Ginny, todavía adolescentes, eran los únicos Weasley que seguían viviendo con su padre.

Una desgracia había ocurrido en la familia Weasley cuatro años atrás. Molly, que siempre había gozado de una excelente salud, había sido diagnosticada con un cáncer terminal en estado avanzado y había fallecido de manera repentina, dejando un considerable vacío a la familia del que a todos les había costado recuperarse, si es que algún día se recuperaban. Meses y meses pasarían en los que Arthur Weasley solo saliera de la cama porque se veía obligado a ir a trabajar.
Y pocos meses antes, y contra todo pronóstico, se había vuelto a enamorar: Jane Pritchard era una mujer divorciada que vivía en otro barrio y que tenía una hija cuyo nombre nunca se habían molestado en saber. No es que les molestara que su padre estuviera con otra mujer. Simplemente, y considerando el poco tiempo que hacía que Arthur estaba conociendo a Jane, Ron y Ginny no se tomaban aquello muy enserio… Hasta entonces. Su padre les había comunicado la noticia dos días antes: conocerían a la novia de su padre y a su hija de 17 años, la misma edad que Ron, esa noche.

—Que tengáis un buen día, chicos –dijo Arthur, al terminar su desayuno, poniéndose en pie—. Hagrid os espera fuera con el coche para llevaros a clase.

Rubeus Hagrid era el chófer de la familia Weasley, un buen amigo de toda la vida, y los Weasley le consideraban prácticamente de la familia.

Ambos chicos terminaron de desayunar, cogieron sus cosas y fueron a encontrarse con Hagrid, que, como cada mañana, les llevó a su colegio: Hogwarts. Era uno de los colegios de más antigüedad de Inglaterra, por no decir el que más, y todos los Weasley habían asistido allí. Su nombre y reputación eran permanentes, así como los precios mensuales por alumno. Todas las familias adineradas metían allí a sus hijos con la esperanza de que recibieran una educación excepcional y de que se codearan con los sectores más atrayentes de la sociedad.

Tras llegar a Hogwarts, los dos hermanos se despidieron de Hagrid y emprendieron caminos distintos para encontrarse con sus amigos.

—Buenos días, Ron –dijo un chico de pelo negro con gafas al visualizar al pelirrojo.

—Hola, chicos –dijo Ron saludando a los presentes: Harry Potter (su mejor amigo), Seamus Finnigan, Dean Thomas y Neville Longbottom.

—Hoy no puedo quedar. Mi padre llevará hoy a su novia y a su hija a cenar –dijo el pelirrojo con poco entusiasmo mientras andaba con sus amigos por los pasillos en dirección a álgebra, la primera clase del día…. Y la más aburrida, opinaba Ron.

—No pasa nada, de todas formas yo ya había hecho planes con Pansy. —Aquello lo dijo Harry, que evitó de todas las maneras posibles mirar al pelirrojo a los ojos. Pansy Parkinson era la reciente novia de Harry, una chica muy guapa de pelo negro y ojos verdes que se había ganado al segundo a todos los amigos de Harry; a todos, menos a Ron, a quien aquella chica no le daba buena espina. Si bien era cierto que el joven solía ser desconfiado, su intuición le decía que esa chica no era la ideal para su mejor amigo.

Ajenos a los pensamientos de ambos, Seamus, Dean y Neville iniciaron una conversación sobre una discoteca donde aceptaban a menores de 17 años que ocupó el corto camino que les quedaba para llegar a clase.

—Vaya, pero quién tenemos aquí. El cuatro ojos con la zanahoria –dijo una voz masculina al entrar estos dos en clase.

—Piérdete, Malfoy –dijo Ron, con pocas ganas de discutir. El chico, de piel albina y pelo rubio como el oro, se rio y volvió con sus amigos.

Draco Malfoy era el mayor enemigo de Harry y Ron. Su familia era una de las más ricas y conocidas de la zona, y eso el rubio se lo recordaba siempre que podía. Draco tenía una novia, Hermione Granger, también conocida como la primera de la clasa. Era una chica castaña muy atractiva, pero también bastante tímida y callada. A pesar de no haber hablado con ella nunca, Ron había llegado a la conclusión de que o bien estaba chalada, o bien calzaba el mismo zapato que Draco si llevaba tanto tiempo soportándole.

Las clases transcurrieron sin ninguna novedad, y después de comer, Ron decidió ir a la biblioteca para buscar un libro de historia que necesitaba para hacer un trabajo. Aunque el siglo XXI les había brindado internet y Wikipedia, era un hecho demostrado que el profesor Binns subía un punto por lo mínimo en la nota si la bibliografía era más digna que tres artículos de internet escritos por amateurs que desde luego no eran catedráticos o historiadores.

Entró en la biblioteca, saludó a madame Pince, la bibliotecaria, y se fue a la sección del siglo XVIII. Solo había una persona más allí, sentada en la mesa que yacía entre los pasillos, leyendo un libro con interés y con su ordenador al lado. Ron no tardó mucho en descubrir que se trataba de Hermione Granger. Ya había escuchado que el tiempo que no pasaba con Draco se encerraba en la biblioteca como buena estudiante que era, mas él hubiera deseado encontrarse precisamente con otro que no estuviera relacionado íntimamente con el hurón.

—Perdona –murmuró, acercándose a la mesa de la muchacha. La cantidad de libros que había en las estanterías era tal, que Ron sabía que se podría pasar horas. Buscar y rebuscar no se le daba bien, y menos si se trataba de un libro. Tenía muy poca paciencia. La castaña levantó la mirada del libro que estaba leyendo para mirarle— ¿Podrías decirme dónde puedo encontrar un buen libro sobre la Revolución Industrial en Inglaterra, por favor?

La chica le miró, sin cambiar la expresión de su rostro, y luego señaló con la mirada una de las estanterías, donde había un grueso libro titulado Todo sobre la Revolución Industrial. Luego volvió la vista a su libro, sin dar oportunidad a Ron para darle las gracias. Este resopló, aunque no le sorprendió aquella actitud tan desagradable. Exactamente igual a su novio.

Se dirigió a la estantería, observando a Hermione. Ron dudaba haber estado nunca tan cerca de la novia de Draco Malfoy, que siempre se sentaba en primera fila, solo ofreciendo unas vistas espectaculares de su castaño y rizado pelo. Sí, era desagradable, pero… Muy atractiva. Sus piernas estaban cruzadas, dejando entrever los muslos que escondían la falda del uniforme. Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas, y sus facciones eran muy bonitas. El pelirrojo, ensimismado, analizó a la castaña a la vez que cogía el libro que le había recomendado, llevándose con él (y al suelo) tres más que hicieron no poco ruido al caer en la superficie. Tal ruido sobresaltó a Hermione, que volvió a alzar la vista.

—¿Por qué no tienes más cuidado? –inquirió, su voz carente de amabilidad.

—¡Shhht! –exclamó madame Pince, asomando la cabeza. Luego, volvió a desaparecer. Ron miró a Hermione.

—Vaya, y soy yo el que tengo que tener cuidado, ¿no? Porque a quien ha hecho callar es a ti, no a mí –dijo, para acto seguido agacharse y recoger lo que se le había caído. La castaña tan sólo le observó mientras recogía los libros—. Sí, gracias por tu ayuda.

—No tengo por qué ayudarte –dijo, girándose para recoger sus cosas.

—¿Sabes? Eres tan desagradable como tu novio, ese desgraciado de Malfoy –soltó Ron, desde luego en uno de sus famosos actos impulsivos.

—Chicos, haced el favor de no hacer ruido. Esto es una biblioteca –avisó madame Pince. Hermione fulminó a Ron con sus castaños ojos.

—Eres un envidioso. Sólo le insultas porque sabes que es mejor que tú – escupió, con la misma rabia con la que el pelirrojo le había dedicado aquellas palabras. Ron miró perplejo a la chica y soltó una carcajada.

—¿Mejor que yo esa fura? Lo dudo mucho.

—Eres un imbécil –dijo la castaña como toda respuesta, su cara casi tan roja como el pelo de Ron.

—Bueno, ya está bien –dijo madame Pince, ahora dirigiéndose hacia ellos con cara de pocos amigos—. Estáis castigados. Dos semanas. A partir del lunes que viene, os quiero ver todos los días a las cuatro aquí. Sin retraso.

—Pero madame Pince… —empezó la castaña, poniendo un tono de voz que a Ron le pareció comparable al de alguien a quien le dicen que no puede volver a comer chocolate nunca más.

—No quiero peros, –interrumpió la bibliotecaria, dejándola a media frase. Sin decir nada más, la mujer se dio media vuelta y volvió a sus quehaceres, momento en el cual Ron sintió la mirada de Hermione clavada sobre él con fuego en las pupilas.

—Por tu culpa. Nunca me habían castigado.

—Nunca me habían castigado –imitó el chico, con sorna—. Pues felicidades. Como ves, siempre hay una primera vez para todo.

Hermione abrió la boca para replicar. Desde luego no tan impulsiva como el pelirrojo —aunque parecía que la había sacado de sus casillas—, cambió de opinión y se mordió el labio, evitando una discusión inútil entre dos jóvenes cabezotas. Cogió de nuevo sus cosas y abandonó la biblioteca, dejando a Ron con una sonrisa en la boca.

Poco después, Ron se dirigió a la puerta del colegio donde le esperaba su coche, con Hagrid y Ginny dentro.

—¿Por qué has tardado tanto? –preguntó la pelirroja, algo molesta—. Llevamos una eternidad esperando.

—Uf, mejor no preguntes –respondió Ron, poniendo los ojos en blanco. Sólo el hecho de tener que explicarle a su hermana pequeña lo ocurrido con Hermione Granger ya le daba pereza—. Ya podemos irnos, Hagrid.

—¿Por qué has tardado tanto? –inquirió el señor Weasley, visiblemente nervioso cuando vio a su hija Ginny bajar por las escaleras cuando faltaba apenas un minuto para las ocho y media.

El comedor ya estaba preparado y decorado elegantemente, y Viviane ya había preparado la cena. Sólo faltaban las dos invitadas.

Ginny se puso al lado de Ron, que parecía visiblemente molesto. Poco después, el timbre sonó y Arthur se apresuró a dirigirse a la puerta.

—¿Estáis listos? –dijo a sus dos hijos, sin esperar respuesta alguna—. Bien, pues vamos allá.

El señor Weasley fue a abrir la puerta y delante de Ron apareció una atractiva mujer de mediana edad con un largo y castaño pelo, levemente maquillada y con un vestido negro que la hacía lucir muy elegante. Sus labios dibujaban una radiante sonrisa. Ron no pudo evitar sonrojarse; desde luego se trataba de mujer muy bella. No sabía cómo se lo había hecho su padre para conseguirla, y esperaba que su dinero no tuviera nada que ver con ello.

—Chicos, os presento a Jane Pritchard… la mujer con la que… bueno, ya sabéis, me he estado viendo –dijo el hombre, sonriendo, tomando la mano de la mujer y besándole la mejilla castamente.

—Hola, chicos. Encantada de conoceros –dijo, todavía sonriendo. Entonces se apartó y de detrás de ella apareció una joven chica también castaña que provocó que los ojos de Ron se abrieran de par en par. Tuvo que parpadear un par de veces, para asegurarse de que aquello no era una broma de mal gusto—. Esta es mi hija, Hermione.

La sonrisa que la chica tenía en la cara desapareció al reconocer a Ron Weasley, aquella pesadilla de chico que le había ganado su primer castigo desde que tenía uso de razón.

—No puede ser –soltaron ambos, al unísono.