Amor.


N/A: Hola~ Sí, este es un short-fic. No un one-shot, como siempre hago, por que tiene más capítulos. Sí, más, y este tiene tres, y ya están escritos sanos y salvos en mi pen-drive. ¿Qué tal? Eso es lo único que les puedo dar de garantía para que confíen en que voy a actualizar.

Como sea, KHR! le pertenece a Akira Amano, yo solo utilizo sus personajes sin fines de lucro :) ¡Lean y Feliz Año Nuevo!


Sus ojos centellearon de odio, un halo de luz de luna que ingresaba entre los pliegues de las pesadas cortinas de color lila iluminaba escasamente la habitación y, sin que Tsuna hubiera podido predecirlo, una bofetada le corrió el rostro y le picó en la mejilla derecha.

Atónito, se llevó la mano por inercia a su cara y miró, con destellos de asombro en sus ojos de un color miel profundo, a la mujer iracunda que se alzaba frente a él. Miura Haru aún tenía la mano con la que lo había golpeado levantada en el aire y el rostro lleno con una expresión rabiosa iluminado por el haz de luz que entraba por la ventana, cuando Tsuna volvió el rostro para mirarla.

— ¡Me mentiste, Tsunayoshi! —espetó con fiereza, bajando la mano y estirando sus brazos a los lados de su cuerpo, cerrando los puños con fuerza y tensa. El golpe aún le escocía en la mejilla cuando Haru alzó la mano y le golpeó una vez más, pero con menos fuerza. Tsuna sabía que el valor comenzaba a agotársele, y que esa ira de la que había sido presa hace tan sólo unos momentos había empezado a debilitarse.

Al alzar la vista, contempló los ojos llorosos de Haru, los labios fruncidos en una mueca que aguantaba el dolor interno y una cara tan dolorosa que daba pena observarla. Era, sin explayarse en palabras que sobraban, la expresión externa del rompimiento del corazón.

—Me mentiste —repitió, en un hilo de voz, dejando caer su mirada al suelo y las gotas de sus lágrimas humedecer la alfombra bajo sus pies. Era entrada la noche y Haru aún vestía las mismas ropas que usaba cuando llegó esa misma tarde, a Italia. Lucía el cabello corto sobre los hombros, algo enmarañado por la agitada situación y el anillo de matrimonio vestía su dedo anular, brillante.

Tsuna olvidó por un momento el dolor de su mejilla, que estaba seguro que se había vuelto un moratón rojizo. Observó a Haru y la tomó de los brazos, clavando sus dedos en su carne y la penetró con la mirada.

—No te he mentido, Haru —pronunció con cuidado, con extraña suavidad en su tono silencioso. Apretó un poco más el agarre, absorbido por la adrenalina y observó en el rostro de Miura una mueca de dolor, pero no se quejó. Entonces, guardó silencio y prosiguió: —Tú sabías todo desde el principio, sabías a lo que él podía enfrentarse…

Miura se sacudió, negó con fuerza y con los ojos cegados en lágrimas, logró soltarse e hizo ademán de golpear una vez a Tsuna, pero éste le detuvo el brazo con una mano, atajándose del golpe.

— ¡Basta, Haru! —alzó la voz, con tono grave, dejando atrás esa vos infantil y chillona que alguna vez tuvo durante su adolescencia. Se alejó de ella y se pasó una mano por el cabello, impaciente. El silencio los sumió a ambos en la habitación y el único sonido constante, que subía o bajaba su tono, era el sollozo continuo y la agitación de Haru, que causaba estragos en su respiración.

Tsuna vestía sus ropajes de dormir cuando Haru arribó a su habitación, alterada y con el rastro de lágrimas brillándole en las mejillas. No sabía cuándo ni cómo se había quedado a solas en su habitación, pero a Miura poco le parecía importarle aquello y lo arrolló con esas preguntas al comienzo incoherente, pero que luego tomaron una forma verosímil para Sawada.

—Pero, Tsuna, lo habías prometido —dijo, aclarándose la voz. Habían pasado varios minutos, minutos que Tsunayoshi le había dejado libres para que se calmase y ahora sólo vestía, en sus mejillas, el rubor consecuente del llanto.

El Jefe Vongola, no Neo Vongola, le miró de reojo, dándole el perfil. Le llevaba varias cabezas y su presencia intimidaba a más de una persona importante en el mundo de la mafia, pero Haru se mantuvo estoica, quebrada, sí, pero mirándole con fijeza, aún sabiendo que esa mirada de ceño fruncido era un ultimátum para que abandonara la estancia.

—Me decepcionaste, Décimo —fingió un tono respetuoso, pero sus primeras palabras estuvieron llenas de sinceridad. Alzó la vista, clavó sus ojos en los del hombre y torció la boca. —Siento haberlo molestado —dijo con algo de tenacidad e ironía. Y con la barbilla en alto, con orgullo, abandonó la habitación. Al salir se topó con la mirada absorta de Kyoko, que la contempló por varios segundos antes de dejarla irse por el pasillo.

Tsuna suspiró, se arremolinó el cabello castaño con sus manos en señal de exasperación y miró a su esposa asomarse en el umbral de la puerta.

—Kyoko…—mencionó, con tono fatigado. La menuda mujer, con la barriga ligeramente abultada, ingresó al dormitorio y se sentó en la cama de dos plazas, mirando directamente a su esposo.

—Escuché todo y no hace falta que expliques nada, Tsuna —. Cuando Kyoko abandonó la habitación que compartían para dirigirse al baño, nunca esperó que Haru, con actitud desquiciada, se colara en ella. Pero la entendía, pues ella también había sido víctima de todos esos gajes de oficio que uno tiene al pertenecer a la mafia. —Vamos a dormir y mañana hablaremos con ella, ¿vale?

Tsuna miró a su esposa, tan pequeña y frágil…parecía tener la apariencia de un hilo con nudo, pues era tan sanamente delgada que aquél bulto en su vientre que llevaba a su primogénito resaltaba notablemente. Su tono de voz, amable y suave, dictaba a Sawada que Kyoko adoptó el rol de esposa comprensiva, de esposa de un jefe mafioso.

Asintió con pesadez, se internó entre las sábanas y abrazó con fuerza a su esposa por la espalda, entrelazando una pierna con la suya, temiendo perderla. Ese sentimiento de temor era aquél con el que siempre soñaba, con el que siempre sufría. Pero luego despertaba, agitado, y allí tenía esa sonrisa que lo encandilaba, ese dulce perfume que emanaba su esposa y sus labios que le aseguraban que no se había ido. Así sucedía, también, con cada uno de sus conocidos. Había jurado protegerles, dar su vida por su bien, pero como un bastardo que falta a su palabra le había negado a Haru aquello, esa misma noche.

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Enredó entre sus dedos un mechón de cabello plateado, aunque ahora lucía un gris opaco que le daban ganas de llorar. Haru se había aseado y vestía ropas cómodas y frescas, mientras yacía a un lado de esa cama en la que reposaba Gokudera Hayato.

Sopesó la idea de volver a ver aquellos ojos verdes refulgir en su dirección, lanzándole una mirada mordaz o tierna, daba igual. Haru sabía que aquello era poco probable y, aunque supiera de antemano que era inútil mantenerlo bajo cuidados aún cuando todos los médicos que lo visitaban negaban con la cabeza y decían palabras de afecto, dando sus condolencias, ella se negaba a firmar aquél pacto que acabaría con la vida de su esposo, injustamente.

Desechó esos pensamientos, tan pesados que le producían jaqueca y se limitó a observar el rostro de Gokudera, tan pacífico que era casi imposible reconocer el rostro usualmente enojado de la Tormenta. Estaba pálido, tenía los párpados tiesos y los labios húmedos, pues la castaña se dedicaba a mojárselos con agua para que no se sequen y agrieten. Pero, exceptuando esa parte de su rostro, tenía toda la apariencia de un cadáver.

Le tomó una mano y apoyó su cabeza sobre su pecho, cansada. Los ojos se le cerraban y escocían del sueño y en su mente se pasó el recuerdo de aquellos relatos y películas, en los que la persona en cuestión despertaba y apretaba con fuerza débil el agarre de sus manos. Sin embargo, antes de que caiga dormida, nada de eso sucedió, sino que la única señal de vida, era el acompasado y casi imperceptible respirar de Hayato.

—Por favor —susurró, en un murmullo rasposo, —despierta, Hayato.

Eran más de las tres de la madrugada cuando Haru pronunció esas palabras y cayó dormida. Y eran más de las tres, también, cuando Bianchi observó y escuchó todo lo dicho por su cuñada desde detrás de una pared, escondida.