Preludio: Cruzando la frontera.
– Tranquila – me susurraba la hermosa Dama Blanca, con su suavidad acostumbrada –, ya llegará el día…
¿Cuántas veces ya me había dicho lo mismo? Ya llegará el día, ya llegará el día… Yo no era una persona paciente en absoluto, y por eso me hallaba como siempre, encerrada en el baño, derramando lágrimas inútiles sobre el lavabo y recibiendo consuelos de lo que a todas luces parecía una alucinación producto de un aparente fanatismo. Pero yo sabía y creía en todo lo que estaba viendo, que no tenía nada que ver con la realidad común y silvestre.
La Dama Blanca me miraba, comprensiva, pues sabía todo lo que pasaba por mi mente.
– Hérincë (1)¿por qué no expulsas de tu interior esa ansiedad, en vez de tus lágrimas? Tu cuerpo necesita agua, no impaciencia y rechazo.
– Pero Señora, yo no… – mi voz se quebró, impidiendo que le discutiera lo indiscutible. Yo no quería librarme de esas ansias, me daba terror abandonarlas, porque ¿y si mi vida después carecía de sentido? Ese verano el mundo se mostraba ante mí reseco, vacío, monocromo, y todo mi cuerpo expresaba el desencanto que el ambiente me provocaba. No me quedaba otra opción que perderme entre las páginas de historias maravillosas y adentrarme en territorios vastos y misteriosos, como la Dama que me hacía compañía todas las febriles noches. Ella provenía de uno de esos lugares plagados de magia, y yo deseaba fervientemente viajar hacia allá. No existían límites para mí, pero obviamente ella los veía y trataba de frenar mi imaginación, tan poderosa que yo ya no distinguía entre lo físico y el ensueño.
– Tienes que entender que así jamás podrás venir – insistió la Dama, como era usual –. Por mucho que lo hayas intentado, aún no crees en mí como yo lo hago en ti. Piensas que todo esto es un sueño y en un sueño quieres sumergirte. Pero esto dista mucho de serlo.
– Sé que es realidad…
– No, no lo sabes, pero sí que lo es. Es tan real como esta casa, como el espejo, como tu familia, tus amigos, este lugar en el cual vives.
– Si fuese así no tendría gracia – me quejé.
– Tienes un concepto errado de la gracia, hérincë. Aprende a vivir aquí, para que puedas conocer otros lugares. Aprende a creer en ti, para que puedas creer en tu realidad, que al fin y al cabo es la misma que la mía. Todo está enlazado, tenlo en cuenta.
Siempre intentando convencerme, siempre intentando enseñarme. Yo no escuchaba, porque en lo más profundo de mi ser, yo pensaba que aquella voz sabia y dulce no era más que mi propia consciencia, y de eso mismo quería huir; de todo lo que me atase a esta tierra. Al final, terminaría no creyendo en nada, y caería en un abismo terrible, sin poder aferrarme a ninguna cosa o persona.
– ¿Y como podré aprender, si estoy harta de este mundo? – esa era la pregunta que más veces le formulaba, y ella con paciencia, respondía todas aquellas veces lo mismo:
– Aprende de lo sencillo, de lo natural, pues muy sumida estás en lo complejo y en lo que no tiene nada que ver contigo.
Y yo, para variar, no le entendía un ápice, y ella desaparecía del espejo, haciendo volver a flote mi oscuro reflejo.
Yo tardé mucho en darme cuenta de que lo que la Dama me pedía era que me olvidara de la Tierra Media. En las noches siguientes ella no volvió a aparecer ante mí, pero no me preocupé hasta que ya había pasado un mes. Mientras, seguía pendiente de cualquier indicio de portal secreto que me llevase a donde yo quería llegar, pero no pasaba nada. Todo pareció empeorar de repente, y comencé a sentir que mantenía una esperanza en vano. La Dama Blanca no escuchaba mis llamados de auxilio, se había ido y además, llevado mi inspiración consigo.Ya no conseguía escribir ninguna historia, no podía hilar los hechos ni inventar nada bueno.
Desdichada, me estiraba sobre mi cama desordenada y hacía un esfuerzo por reflexionar y encontrar una respuesta a mis preguntas.
Al no encontrarlas, intenté hacer otras cosas para distraerme, pero no eran muy fructíferas. Dormía más de la cuenta, pero siempre soñaba con la Tierra Media. Leía y leía, pero siempre se trataba de libros del maestro Tolkien. Me sentaba frente al televisor, y todo lo que veía eran las famosas películas de Peter Jackson. Llegó el punto en que me sentí tan mareada por mi propia insistencia, que un día agarré mi morral y salí arrancando de mi casa, a ver si el aire fresco del atardecer me aliviaba un poco la mente y el corazón.
No sé cuanto tiempo paseé sin rumbo por las tranquilas calles de los barrios vecinos, y tampoco sabría describir a ciencia cierta como me sentí o que pasó por mi cabeza en aquellos instantes. Todo lo que quería era olvidar y olvidarme.
Encontré una pequeña plaza en mi camino, y sin más, me senté junto a un arbolillo, en el césped. El sol, rojizo y agonizante, se ocultaba tras la absurda mezcla de edificios y árboles, y no había una sola nube en el cielo anaranjado. Comencé a fijarme en los detalles, ya que no tenía nada más que hacer y me sorprendí de todo lo que era capaz de ver en aquel sencillo lugar. Y no sólo ver: parecía que todos mis sentidos se activaran al contacto con la Naturaleza. Maravillada, sentí la brisa mover las ramas de los ciruelos y chocar contra mi rostro, escuché a los pequeños loros que parloteaban encima de mi cabeza, toqué el suave césped y mis dedos se conmovieron ante su textura, obligándome a acostarme sobre él. Ninguna persona caminaba por allí, y yo me hallaba en un estado extrañamente alegre.
Sin quererlo, recordé momentos similares en mi vida, en los cuales había disfrutado de cosas tan simples como tomar el sol, leer junto a un árbol o arroyo, o perseguir a las mariposas. Momentos en los que nada más tiene importancia, sólo ser uno con la realidad y descubrir lo bella que ésta podía ser. Momentos que sólo se viven si mantienes vivo a tu niño interior.
Una súbita tristeza me estremeció. ¿Cuándo fue que yo olvidé todo aquello? . ¿Qué desgraciado día yo dejé de pasear y de utilizar mis sentidos? No podía recordar por qué había escogido el encierro en vez de la libertad.
Pero Tolkien…, comencé a pensar, y pronto me hice callar. Eso no tenía nada que ver. No fue por culpa de él el que yo me haya enajenado a estudiar su obra. Por mi mente pasaron aquellos cuentos de hadas en los que el protagonista descubría un reino mágico, pero que por su insensatez no había podido volver a el, por mucho que quisiera. Siempre pensé que ese final era injusto, porque uno jamás podría dejar de cometer errores, dejar de ser humano. Pero ahora me parecía que tenía que ser así, porque esos mundos pertenecían a otros seres y ningún otro estaba en el derecho de entrar a ellos. Cada uno en su lugar. Ese pensamiento, y el recordar los repetitivos consejos de la Dama, trocaron mi fugaz alegría en un sentimiento amargo, y volví como siempre, a llorar. Pero ese llanto se congeló rápidamente; quizás fue por el frío o porque yo había tomado la decisión de no volver a evadirme de mi realidad. Daba lo mismo, con cualquiera de las dos opciones yo me sentí fortalecida. No lloraría otra vez por una ilusión perdida.
Ya eran dos meses desde la última visión de la Dama en el espejo, y debo decir que me encontraba bastante mejor. Todos los días visitaba la placita mágica (como la llamaba yo) y me relajaba escuchando los sonidos del universo. Así mismo, trataba de distraerme con otras cosas y con otras personas, hasta el punto de querer creer que me iba al otro extremo. Quería, pero no podía. El ideal se adormeció en mi interior, y de repente lanzaba ronquidos suaves, recordándome que aún seguía allí, esperando realizarse.
Y fue una de aquellas noches de verano agonizante la que mi sabia benefactora escogió para volver, y de paso, llevarme consigo. Yo me encontraba en un estado de armonía muy raro en mí, y por lo mismo, quise aprovecharlo leyendo uno de esos buenos libros que mi mamá solía prestarme, y escuchando suave música celta para despertar más rápido las imágenes en mi mente. Haciendo un desganado interludio me dirigí al baño, y cuan fue mi sorpresa al encontrarme con la Dama en el espejo, más sonriente y nostálgica que nunca.
Pegué un respingo, y me senté en la alfombrilla a los pies de la tina, como acostumbraba a hacer. Era lo más que podía hacer: su presencia luego de tantos días me había tomado por sorpresa. No la había olvidado, y de hecho, aún me costaba hacerlo; irremediablemente toda la paz que sentía hasta ese momento, desapareció.
– Alassëa lómë (2), hérincë – me saludó ella, radiante.
– Alassëa lómë – repetí, con la voz temblorosa.
– ¿Estás lista? – preguntó sin dilaciones. Observó mi expresión de perplejidad y agregó –¿Lista para viajar?
– ¿Contigo? – fue innecesaria la pregunta; mi corazón se abrió en un dos por tres, liberando la bestia de ilusiones dormida, y sentí a mis labios esbozar una sonrisa amplia. De un golpe recobré a la Tolkiendil perdida, y le adherí todo lo aprendido en ese (a mi parecer) escaso tiempo.
– Creo que has entendido lo esencial. Quieres partir, pero te cuesta un poco, porque amas este lugar. Muy bien, porque así ocurre con todos los seres. Emprenderás un trayecto largo – me dijo la Dama, un poco más seria.
No le hice cuestionamientos, sabía a donde me dirigía, o por lo menos, creía saberlo. Y tenía razón: a pesar de mis ganas, sentí una punzada de tristeza. Me había acostumbrado a los días calurosos y felices en compañía de mis amigos, a visitar la placita mágica, a vivir contenta en donde estaba. Ella volvió a hablarme.
– Ahora, prepárate para seguirme.
– ¿Debo hacer equipaje?
– No, no es necesario. Nada de lo que tienes acá te ayudará allá – me explicó –. Lo que debes hacer ahora es cerrar tus ojos por un instante y respirar hondo, trata de relajarte. Abandónate, y sólo así ésta otra dimensión te acogerá. Debes vaciar tu mente de ambiciones, deseos e ilusiones.
Cerré mis ojos rápidamente, e hice lo que me pidió. Ante su presencia era muy fácil relajarse, mi respiración fue haciéndose muy suave, mi cuerpo se volvió liviano, y pronto mi mente abandonó todas sus posesiones, quedando momentáneamente inactiva. La Dama, luego de unos minutos que apenas percibí, me dijo que abriera mis ojos. Al abrirlos, me di cuenta de que el espejo ya no estaba, pero la Señora Blanca seguía en su lugar, de pie, y con ambos brazos estirados en mi dirección. Yo me levanté, y tímidamente caminé hacia ella, tratando de mirar lo que había detrás, donde antes había estado el vidrio. No vi nada, la Dama parecía ocupar todo mi campo de visión. Aferró con suavidad una de mis manos, y con lentitud fue llevándome con ella hacia el otro lado.
Qué extraño, recuerdo haber pensado, mientras cruzábamos lo que parecía una delgada línea formada por una densa niebla, que atravesaba horizontalmente la oscuridad y que se extendía hasta donde mis ojos no alcanzaban a ver.
No es tan extraño, así son las barreras entre una dimensión y otra, por lo menos las de este tipo, me comunicó la Dama, entrando en mi mente.
¿Hay otras?, pregunté, un poco aturdida ante el cambio repentino de atmósfera.
Sí.
¿Cuáles son?, no podía contener mi curiosidad.
No es necesario que lo sepas ahora, fue lo único que obtuve por respuesta.
Pronto mis ojos comenzaron a cerrarse, somnolientos, y el hueco del espejo parecía cristalizarse tomando su forma habitual. El cuarto de baño iba alejándose cada vez más, pero yo sólo era consciente de la fresca mano de la Dama. No sabía en que clase de lugar intermedio estaba, y tenía mis dudas acerca de hacia dónde me llevaría y para qué. De hecho¿estaba preparada? Yo no lo sentía así, pero no importaba, porque llegué al punto de pensar que estaba sólo durmiendo y nada más me interesaba. En algún recoveco de mi mente, la Dama me susurraba palabras dulces en élfico muy antiguo. No entendía, pero me relajaban. Sin más, olvidé todo lo ocurrido anteriormente, y con el cuerpo anestesiado, me dormí.
(1) Hérincë: pequeña dama.
(2) Alassëa lómë: buenas noches.
