Equilibrio: Voldemort

No se daba cuenta del temblor de su mano.

Se apuntaban con las varitas, giraban en torno a un invisible eje.

Le brillan los ojos de arrogancia. No como a tu estúpido padre, no como tu madre muggle. A ellos se les iluminaron los bellos ojos y la pálida cara de verde en el momento en que los maté.

…El verdadero dueño de la Varita de Saúco era Draco Malfoy.-Decía la presa.

Traidor

No importa

Agacha la cabeza

Besen tus rodillas el suelo

Desaparece

¡Arde1

Su pecho libraba una batalla a tempo vivace, la furia que espiraba y lo hundía, contra el aire hueco que luchaba por hincharlo.

Apuñalaba, con su mirada de serpiente, los ojos del chico. A última hora tocaron las alarmas de la arrogancia, y el chico le dio unas lecciones de varitas. Y Snape lo había traicionado. Y a última hora se enteró.

Se dijo, sin terminar de creérselo, que no sería suficiente. Que el chico moriría como sus padres, como cientos antes. Que a la tercera moriría el chico que dos veces sobrevivió.

-¿Y qué importancia tiene eso? Aunque tuvieras razón, Potter, ni a ti ni a mí nos importa. Tú ya no tienes la varita de fénix, así que batámonos en duelo contando solo con nuestra habilidad… Y cuando te haya matado, ya me encargaré de Draco Malfoy.

El chico masculló algo. Luego susurró:

¿Sabe la varita que tienes en la mano que a su anterior amo lo desarmaron? Porque si lo sabe, soy yo el verdadero dueño de la Varita de Saúco.

La sangre le hirvió y liberó la presión de la mandíbula para pronunciar la maldición letal.

No la pronunció por matar al chico. No la pronunció por miedo.

Fue furia. Furia por sentirse derrotado, engañado, por haber sido espiado. Furia porque no oyó la sumisión de Bellatrix en la arrogante voz de Harry Potter. Furia porque sintió, por primera vez, miedo. Furia por lo que se le escapaba entre los dedos, por aquello sobre lo que no tenía poder.

Por primera vez fue por furia que lanzó la maldición que se rebeló contra él. Las palabras que se le escaparon entre los labios resultaron ser las que acabaron con su propia y miserable vida.

Cayó sobre el suelo, se golpeó la cabeza.

Y tuvo tres segundos de consciencia. En la rebeldía final, ni se arrepintió, ni se asustó, como les habría gustado a Potter y sus secuaces.

Fueron tres segundos:

Inspirar

Espirar

Expiró.