5 Siglos antes de THOR's MARVEL
Vanaheim.

Era una mañana cruelmente fría ese día, los sonidos de la guerra se oían lejanos, pero el olor a humo y carne quemada eran perversamente fuertes. Parecía que la guerra con los Gigantes de Fuego no pararía hasta que no quede un solo Vanir en pie. Sigunn se encontraba junto a la ventana inquieta, observando, esperando noticias.

Su aniñada mente se sentía frustrada de no poder ser útil en la batalla solo por ser mujer. Ansiaba demostrar su poder físico, la fuerza de sus jóvenes brazos, la agilidad de sus piernas y la destreza de sus manos. Pero a su corta edad ignoraba que una mujer inteligente podía tener más influencia sobre las acciones de los hombres, con palabras suaves y miradas sutiles, que con el filo de una espada ensangrentada.

Desde la última gran guerra que tuvo lugar en su tierra, de la cual el reino de Asgard salió victorioso, vanaheim había acordado una alianza con los Æsir. La alianza, en otras palabras, consistía en brindarle al reino eterno sus cosechas y animales a precios muy bajos, a cambio de sus propias vidas y sus tierras. Era un precio "justo" cuando no se tenía otra opción. Desde entonces estaban bajo la protección de los Æsir, y bajo sus reglas.

Una de esas leyes era que las mujeres no tenían lugar en la guerra, ya que el "honor" era una característica meramente masculina. La verdad era que las únicas mujeres permitidas en los campamentos eran las prostitutas. Claro que su padre había prohibido su presencia allí, y Sigunn no era tan tonta como para desobedecer, conocía demasiado bien la furia del hombre.

Su padre, Zeth Svan, era el comandante segundo en mando de la armada de Odín. Junto con su hermano, el famoso dios de la guerra, Tyr, eran unos de los más leales súbditos de Asgard. Zeth no era un hombre precisamente querido por su familia. Su matrimonio había sido arreglado tras el tratado de paz de Asgard y Vanaheim, y no era más que eso para él, un acuerdo.

Los peores recuerdos de Sigunn provienen de su niñez. Zeth siempre fue un mal esposo y un desastroso padre. Recuerda que habían veces que Zeth no aparecía en casa por semanas, y cuando lo hacía llegaba borracho de las tabernas, trayendo mujeres a casa. Recordaba que esas noches su madre, Laenna, tenía que dormir en el cuarto de ella y su hermano mayor, para dejarle la cama libre a Zeth y sus amigas. Antes no lo entendía, ahora solo le daba asco.

Las peores noches, sin embargo, eran cuando volvía a casa solo, con el alcohol y la adrenalina brotando por sus venas. Laenna solía encerrarse en la habitación con sus hijos cuando lo veía llegar en ese estado, pero a veces no corría con tanta suerte. Sigunn en su inocencia de niña creía que su padre solo le golpeaba, pero Röd, su hermano sabía que era algo aun peor. Las pocas veces que trató de defender a su madre del abuso, el recibió los peores golpes. Al fin de cabo era tan solo un niño en ese entonces.

Röd creció para convertirse en uno de los muchachos más apuesto de todo el reino, y su talento para la medicina era inigualable. Su madre había estado tan orgullosa de él, pero Zeth no compartía el sentimiento. El asgardiano decía que ese era un área para mujeres, y que debía comportarse como el muchacho que era.

Röd solía contarle a Sigunn sobre sus frustraciones a causa de su padre. Sobre las presiones de convertirse en un guerrero, sobre el hecho que debía mantener en silencio su relación amorosa, porque zeth nunca lo aprobaría.

La sexualidad en Vanaheim era muy diferente a la del Reino Eterno. Aquí no existían orientaciones sexuales correctas o incorrectas, solo existían actos sexuales. Claro que con el control de Asgard sobre el reino algunas cosas estaban empezando a cambiar, y la mentalidad del pueblo era fuertemente influenciada. Por lo que llegó un momento en que Röd tuvo que decidir si seguir bajo la mano opresora de su padre o fugarse en busca de una nueva vida. Eligió la última, lamentablemente para pena de todos. Desde aquel entonces la familia se desintegró. Zeth decidió irse a vivir en Asgard, viéndose junto con su familia solo en eventos oficiales. Por su lado Sigunn y su madre se habían hecho más unidas que nunca.

Influenciada por el odio a su padre y el peligro de vivir dos mujeres solas, Sig había empezado a entrenar en secreto con su amigo de la niñez: Einarr, quien más tarde se convertiría en el Primer General del ejército Vanir. Sus lecciones con la espada y su constante espíritu aventurero habían formado en Sigunn una jovencita diestra en todo tipo de armas blancas.

De día guardaba la apariencia de una delicada lady, hija de un gran comandante de Asgard. Pero por las noches cabalgaba sola, mirando las estrellas, añorando la libertad que su alma tanto ansiaba. De ese mismo modo se sentía hoy, mirando a través de aquella ventana. Su reino estaba siendo consumido por el enemigo y ella podía hacer absolutamente nada.

Suspiró con desgano ante aquellos pensamientos tan grises, pero sus ánimos se alzaron de inmediato al ver dos jinetes acercarse a la entrada de la casa. Se dirigió al hall bajando las escaleras con toda la rapidez que sus piernas le permitían.

Cuando llegó a la puerta notó que su madre sostenía una carta, sus hombros estaban tensionados y su cara era tan pálida como el mármol que pisaban sus pies.

–Gracias –les dijo a los soldados, para luego acompañarlos hasta el patio y despedirlos.

–¿Que sucede? – preguntó Sig en cuanto su madre volvió a entrar a la casa con su semblante igual de pálido, sosteniendo lo que parecía una espada envuelta en tela.

–Tu padre está muerto –le dijo con una mirada ausente, mientras dejaba la espada en la mesa para servirse un vaso con agua.

–¿Qué? – musitó Sigunn para sí misma, su mente se negaba a creer lo que acababa de oír. Zeth era conocido por ser uno de los mejores guerreros de Asgard, ¿cómo podía ser posible? El sonido de vidrio rompiéndose la despertó de la montaña rusa que era su mente en ese momento.

–¿Madre? – preguntó caminando hacia ella, quien estaba tapando su boca para apagar su llanto, las lágrimas corrían libres por su rostro ahora enrojecido.

–Es que ni aun muerto nos puede dejar de traer desgracias? –gritó Laenna entre sollozos.

–Mamá, no entiendo ¿De qué hablas? –dijo Sigunn con una expresión confundida.

–¡De que perderemos todo! Sin un hombre que se haga cargo de la familia perderemos la casa, las cosechas... ¡Todo! –Ya no había desesperación en sus siguientes palabras sino resignación. –Si no buscas un pretendiente pronto, terminaremos en la calle o lo que es peor, en el palacio de Asgard.

Sigunn cerró sus ojos, entendía muy bien lo que implicaba la situación. Si fueran simples campesinas, la ley solo les exigiría un nuevo contrato de matrimonio para asegurar de que haya un hombre que pueda controlar sus bienes y brindarles protección. Su madre era aún joven, y podría tener un vientre fértil para reforzar el matrimonio.

El problema era que no eran simples campesinas, sino la familia de uno de los señores más respetados de Asgard. Por este motivo recibirían un trato especial, permitiéndole a Laenna hacer luto por el tiempo que ella desee. Pero Sigunn en cambio tendría un acuerdo de compromiso a penas sus pies pisen el suelo del reino eterno.

–No quiero que la historia se repita. No tienes por qué sufrir lo que yo. Es mejor que elijas un buen muchacho aquí en Vanaheim para casarte. Pero hazlo pronto, el funeral de los guerreros será en 5 días. Si lo consigues tal vez pueda convencer a Odín. –dijo Laenna con tristeza.

La mente de Sigunn no dejaba de pensar en alguna forma para escapar de la situación, pero parecía imposible. Imposible a menos que…

–¿Y qué pasaría si Röd decidiera volver a casa? Eso nos ganaría más tiempo, ¿verdad? –apenas las palabras salieron de su boca, supo que había cometido un error. Pero lo hecho, hecho estaba.

Su madre se volteó bruscamente a mirarla. Su shock lentamente volviendo a convertirse en resignación. –Sabes muy bien que él no regresará…

A Sigunn se le estremeció el corazón al oírla, pero era la única idea que podría funcionar.

–Ya lo sé. Pero hace tanto tiempo desde su partida... Su rostro pudo haber cambiado un poco. Tal vez…

–No. Nadie lo conoció tan bien como para hacerse pasar por él, Tyr, sin lugar a dudas lo descubriría de inmediato. –dijo mientras negaba con su cabeza, aun con la mirada perdida en algún punto en la pared.

–Yo sí. –dijo Sigunn con voz firme. Mantuvo el contacto visual con su madre cuando ésta la miró, pero por dentro tragó saliva.

–No. – sentenció Laenna. –¿Estás loca? Lo primero que harán será enviarte a esa horrible guerra…

Sigunn tomó aire y esta vez habló con seguridad –Sabes muy bien que soy más que competente con la espada. Lucharé lo que reste de la guerra y luego buscaré un hombre al que pueda tolerar lo suficiente como para casarme. Además, será imposible buscar un marido en tiempos de guerra, en las casas solo quedan niños y ancianos– intentó razonar con su madre.

Laenna suspiró sonoramente porque sabía muy bien que su hija tenía razón, todos los hombres estaban ahora en la guerra, no tenía caso. Volvió a mirar los ojos de la muchacha y por primera vez vio algo diferente en su mirada. Tenía una meta, y la pasión necesaria para alcanzarla. Le sonrió con ternura y le dijo en tono de broma –Tráeme unas tijeras, tu hermano nunca tuvo el cabello tan largo.

El rostro de Sigunn se iluminó de inmediato y su sonrisa opacó por unos instantes el brillo del mismísimo sol.