OTRA oportunidad
los personajes de candy candy son propiedad de Kioko Mizuky y Yumiko Igarashi.
Sin fines de lucro.
2010
Algunos conceptos e idea original fueron tomados de la novela titulada Dame esta Noche de Lisa Kleypass.Capítulo 1
El sueño siempre era el mismo, aunque cada vez resultaba más vívido. Ella era consciente de todos los detalles, incluso cuando estaba despierta. Lo insólito de las imágenes siempre la alarmaba. No era habitual en Candy sentir cosas como aquélla. No, ella era una joven práctica y sensata, nada propensa a vivir las aventuras temerarias que sus amigas querían que viviera. ¿Qué pensarían si supieran el sueño que la acosaba tantas y tantas noches? Nunca se lo contaría a nadie. Se trataba de un momento de locura, demasiado íntimo para confiárselo a nadie.
Durante el sueño, su cuerpo estaba relajado. De una forma gradual, le parecía que se despertaba, pues se daba cuenta de que había alguien más en la habitación, alguien que rodeaba la cama con pasos silenciosos. Ella mantenía los ojos cerrados, pero su corazón empezaba a latir deprisa y con fuerza. A continuación no se oía ningún movimiento, sólo el silencio. Ella contenía el aliento mientras esperaba percibir el tacto de una mano, un sonido, un susurro. El colchón se hundía ligeramente bajo el peso del cuerpo de un hombre; un amante fantasma, sin rostro y sin nombre, que se inclinaba sobre ella para poseerla como nadie lo había hecho antes. Ella intentaba apartarse, pero él se lo impedía y la presionaba de nuevo contra las almohadas. Un embriagador olor masculino inundaba sus fosas nasales, unos brazos fuertes y musculosos la abrazaban, el peso del cuerpo del hombre la inmovilizaba y su calor la colmaba. Las manos del desconocido recorrían su piel, daban vueltas por sus pechos, se deslizaban entre sus muslos y ella se retorcía y ardía de placer. Ella le suplicaba que se detuviera, pero él se reía con suavidad y seguía atormentándola. Sus labios calientes recorrían su cuello, sus pechos, su estómago. Entonces un deseo ciego se apoderaba de ella. Rodeaba al desconocido con los brazos y tiraba de él, deseándolo con desesperación y, sin intercambiar ninguna palabra, él le hacía el amor y su cuerpo la embestía como un oleaje lento y demoledor.
Entonces el sueño cambiaba. De repente, Candy se encontraba en el porche delantero de su casa, el cielo se veía profundo por la densa oscuridad de lo avanzado de la noche y en la calle había alguien que la miraba con fijeza. Se trataba de un hombre viejo cuyo rostro permanecía oculto entre las sombras. Ella no sabía quién era ni qué quería, pero él la conocía. Incluso sabía su nombre.
—Candy. Candy, ¿dónde estabas?
Ella se quedaba paralizada por el miedo. Quería que se fuera, pero tenía un nudo en la garganta y no podía hablar. En aquel momento Candy siempre se despertaba, sudorosa y sin aliento. El sueño resultaba tan vívido que parecía real. Y siempre era igual. Candy no tenía esta pesadilla a menudo, aunque a veces el miedo a tenerla era suficiente para que no se atreviera a dormirse.
Candy se sentó con lentitud, se secó la frente con el borde de la sábana y deslizó las piernas a un lado de la cama. La cabeza le daba vueltas. Aunque no había hecho ruido, debía de haber despertado a Rosemary, quien tenía el sueño ligero.
—¿Candy? —Le llegó la voz de Rosemary desde la habitación contigua—. Tengo que tomar la medicina.
—Enseguida voy. — se levantó e inspiró hondo.
Se sentía como si hubiera corrido una larga distancia. Después de administrarle la medicina a Rosemary y de que el dolor que ésta sentía empezara a remitir, Candy se sentó en el borde de la cama de su tía y la contempló con una expresión de inquietud en el rostro.
—Tía Rosemary, ¿alguna vez has soñado con personas a las que no conoces y con cosas que nunca has hecho pero que, de alguna forma, te resultan familiares?
—La verdad es que no. Yo sólo sueño con cosas que conozco. —bostezó con amplitud. Claro que yo no tengo la imaginación que tú tienes, Candy.
—Pero, ¿y si te parece que el sueño te está sucediendo de verdad...?
—Hablemos de esto por la mañana. Ahora estoy cansada, cariño.
Candy asintió a desgana con la cabeza, sonrió levemente y regresó a su dormitorio. Sabía que, por la mañana, no hablarían sobre su sueño.
Candy entró en el dormitorio y dejó el bolso mientras tarareaba la canción que transmitían por la radio, Wish You Were Here de pink floyd. Su llegada siempre constituía un gran alivio para Rosemary, quien estaba confinada en la cama de una forma permanente y hacía cinco años que no se valía por sí misma. Aparte de la radio y la mujer que habían contratado para que le hiciera compañía de una forma ocasional, Candy era su único contacto con el mundo exterior.
Formaban una extraña pareja, una tía soltera y su sobrina de veinticinco años. Y había pocas similitudes entre ellas. Rosemary era de una época en la que se mimaba a las mujeres, en la que se las protegía y no se les contaba nada acerca de la relación íntima que había entre una mujer y su marido. Por otro lado, Candy era una joven moderna que sabía conducir coches y llevaba a casa un cheque mensual. A diferencia del modelo femenino de la generación de Rosemary, nadie la había protegido de la adversidad ni del conocimiento. Candy sabía lo que era trabajar y, como sus amigas, también había aprendido a no esperar nada del futuro. A las mujeres de su generación les habían enseñado que sólo importaba el aquí y el ahora.
Esperar, ahorrar y confiar en que vendrían tiempos mejores resultaba ingenuo. No creer en nada constituía la única forma de librarse de la desilusión. Experimentaron el sexo y la sofisticación en grandes dosis, hasta que la novedad de su comportamiento escandaloso se fue diluyendo y se convirtió en algo habitual. Las mujeres de la generación de Candy fumaban en público tanto como querían y se pasaban jarras de bebidas alcohólicas por debajo de la mesa; levantaban alto las piernas cuando bailaban el rokanroll y utilizaban un lenguaje soez que habría ruborizado a cualquier hombre de épocas anteriores. Ser joven y frívola resultaba divertido, así como ir al cine, escuchar jazz, conducir sus resplandecientes Fords negros y flirtear y tontear con sus novios hasta bien pasada la medianoche.
Se trataba de una generación endurecida, pero a Rosemary consolaba saber que su sobrina era menos dura que el resto de sus amigas. Candy tenía sentido de la responsabilidad y una compasión innata hacia los demás. Aunque no siempre había sido así. De niña, había sido terca, egoísta, intratable e irrespetuosa con la autoridad que Rosemary representaba. Sin embargo, la vida no había sido fácil para ella y le había enseñado unas lecciones amargas que habían aplacado su orgullo y suavizado su carácter y que habían transformado su terquedad en una gran fortaleza interna. En aquel momento, muchas personas se beneficiaban constantemente de su entereza: los pacientes a los que atendía en el hospital, las amigas que le pedían ayuda y, sobre todo, la misma Rosemary la necesitaba más que ninguna otra persona.
La canción de la radio cambió a Hotel california y Candy cantó el coro.
—Estás desafinando —comentó Rosemary mientras se incorporaba en la cama.
Candy se inclinó pausadamente hacia ella y estampó un beso sonoro en su frente.
—Siempre desafino.
—¿Cómo va todo por la ciudad?
—Como siempre —respondió con naturalidad mientras se encogía de hombros—. No hay trabajo. La gente se reúne en las esquinas sin otra cosa que hacer más que estar de cháchara. Esta tarde, la cola de la oficina de empleo llegaba hasta la barbería.
—¡Santo cielo!
—Hoy no tengo nada interesante que contarte. No hay ningún cotilleo nuevo. No ha pasado nada. La única novedad es que un hombre raro y mayor merodea por la ciudad. —Candy se dirigió a la mesita de noche, cogió una cucharilla y tamborileó con ella en la palma de su mano mientras hablaba—. Lo vi delante de la tienda del boticario cuando salí de recoger tu medicina. Era un viejo de barba espesa, pelo largo y rostro bronceado.
Una sonrisa cansada cruzó el rostro de Rosemary. Estaba más pálida que de costumbre y extrañamente apática. Durante los últimos meses su pelo blanco había perdido su brillo y la viveza de sus ojos almendrados casi había desaparecido dejando a su paso una mezcla de paz y resignación.
—Muchos forasteros de antes merodean hoy en día por todas partes, no hay nada extraño en esto.
—Sí, pero él estaba frente a la tienda como si estuviera esperando a que yo saliera. Me miró de una forma muy intensa. Y no dejó de hacerlo hasta que llegué al final de la calle. Experimenté una sensación muy extraña, como un escalofrío interior. ¡Y debía de tener entre setenta y ochenta años!
Rosemary se rió entre dientes.
—A los hombres de edad les gusta mirar a las chicas guapas, cariño. Ya lo sabes.
—Pero la forma en que me miraba me puso los pelos de punta.
Candy realizó una mueca y cogió un botellín de cristal azul zafiro del amplio surtido de medicamentos que había en la cómoda, los cuales no podían detener el inexorable crecimiento del cáncer en el cuerpo de Rosemary, aunque aliviaban su dolor. El doctor Michael había dicho que podía tomar una dosis siempre que la necesitara. En aquel momento, Rosemary tomaba una cucharada de jarabe opiáceo cada hora. Candy acercó con cuidado la cuchara a los labios de Rosemary y utilizó un pañuelo para secar una gota que había resbalado hasta su barbilla.
—Toma, antes de un minuto te sentirás mejor.
—Ya me siento mejor. —Rosemary le cogió la mano—. Deberías salir con tus amigas en lugar de mimarme todo el tiempo.
—Prefiero tu compañía a la de ellas.
Candy sonrió y sus ojos verde oscuro chispearon con malicia. Era una joven encantadora, aunque su rostro no era de una belleza espectacular. Tenía los pómulos algo hundidos , la mandíbula suave y la nariz respingada salpicada de innumerables pecas de tono rosa. daba la impresión de ser una joven muy bella. Su encanto resultaba difícil de describir, su luminosa calidez resplandecía a través de su piel y el color esmeralda de sus ojos y su pelo rubio rojizo era intenso y profundo. Las mujeres celosas podrían destacar algunos defectos en su aspecto, pero la mayoría de los hombres la consideraban perfecta.
Candy dejó la cuchara en la mesita de noche y contempló el montón de novelas que estaban apiladas sobre ésta acerca de doncellas indefensas, hazañas audaces y villanos vencidos por héroes osados.
—¿Otra vez leyendo estas novelas? —preguntó Candy,—. ¿Te comportarás algún día?
La suave burla de Candy divirtió a Rosemary, quien siempre se había enorgullecido de ser una mujer valerosa. Hasta que el cáncer le sobrevino, había sido la mujer más activa e independiente de Chicago. La idea del matrimonio, o cualquier otra que implicara una restricción de su libertad, nunca la habían seducido, aunque admitía que cuando Candy se trasladó a vivir con ella, constituyó para ella una bendición.
Después de la muerte inesperada de su hermana y su cuñado, Rosemary se quedó con la hija de ambos y una herencia meramente simbólica. Criar a una niña de tres años constituyó una responsabilidad que cambió su vida y la convirtió en algo mucho más rico de lo que ella había creído posible. En aquel momento, a los cincuenta y tantos años, a Romery se la veía feliz en su estado de soltería. Candy era la única familia que necesitaba.
Aunque Candy era la hija de Pauna y Jason kent y vivió los tres primeros años de su vida en Arabia , no recordaba otra figura paterna que no fuera Rosemary y ningún otro hogar que no fuera aquella pequeña ciudad del centro de Chicago... había heredado la fortaleza y el empuje de los Andrew, quienes habían alcanzado su esplendor y posterior decadencia mucho antes de que ella naciera.
Los Andrew habían fundado el mayor imperio de Chicago. Con frecuencia, Rosemary entretenía a Candy contándole historias acerca de Albert Andrew, su tio-bisabuelo, quien había sido el patriarca de una de las familias mas importantes de los Estados Unidos.
Pero la época de los poderosos Andrew y sus imponentes edificios en el centro de la ciudad de Chicago había terminado.
—¿Ves este botellín? —Candy sostuvo en alto el botellín de cristal azul zafiro y lo hizo girar a la luz del sol—. El hombre del que te hablaba tenía los ojos de este mismo color. De un verde-azul puro, nada turbio. Nunca había visto nada igual.
Rosemary volvió la cabeza sobre la almohada y miró a Candy con un interés repentino.
—¿Quién es? ¿Alguien ha mencionado su nombre?
—Bueno, sí. Todo el mundo murmuraba cosas acerca de él. Creo que alguien comentó que se llamaba Grandchester.
—Grandchester... —Rosemary se llevó las manos a las mejillas— ¿Terence Grandchester?
—Creo que sí.
Rosemary pareció aterrorizada.
—¡ Terence Grandchester! Después de tanto tiempo. ¡Cincuenta años! Me pregunto por qué habrá regresado y para qué.
—¿Vivía aquí? ¿Lo conocías?
—No me extraña que te observara. No me extraña. Eres la viva imagen de mi tía Candice. Ha debido de creer que ella había regresado de la tumba. —Pálida y alterada, Rosemary alargó el brazo hacia la mesita de noche para coger los polvos para el dolor de cabeza y Candy se apresuró en servirle un vaso de agua para ayudarla a tragarlos—. Terence Grandchester convertido en un anciano... —murmuró Rosemary—. Un anciano. Y la familia Andrew disgregada y dispersa. ¿Quién lo habría imaginado en aquellos tiempos?
—Toma, bebe. —Candy colocó el vaso de agua en una de las manos de Rosemary y se sentó a su lado mientras tamborileaba con sus dedos de una forma inconsciente. Rosemary se tragó los polvos con unos sorbos de agua y se aferró al vaso con manos temblorosas—. Santo cielo, ¿por qué estás tan alterada? —la regañó Candy sin saber qué decir—. ¿Qué te hizo ese tal Terence Grandchester? ¿Cómo lo conociste?
—Tengo tantos recuerdos! ¡Que Dios se apiade! Nunca creí que Terence viviera tanto tiempo. Es él, Candy, el que mató a tu tio Albert Andrew.
Candy se quedó boquiabierta.
—¿El que...?
—El hombre que destruyó a nuestra familia y al imperio Andrew y que asesinó al tio Albert.
—¿Es un asesino y se pasea por ahí tan libre como un pájaro? ¿Por qué no lo encerraron en una prisión? ¿Por qué no lo colgaron por el asesinato de Albert?
—Era muy escurridizo. Huyó de la ciudad cuando los demás empezaron a darse cuenta de que había sido él. Y, si el hombre que has visto hoy es, en verdad, Terence Grandchester, entonces nunca lo tomaron preso.
—Apostaría algo que era él. Parece el tipo de hombre que es capaz de cometer un asesinato.
—¿Sigue siendo guapo?
—Bueno..., supongo que sí..., para un hombre mayor. Quizás una mujer de edad se sentiría atraída por él. ¿Por qué lo preguntas? ¿Era guapo cuando era joven?
—El hombre más atractivo de todo Chicago y New york. Es una leyenda. Era algo fuera de lo común, y se rumoreaba que había sido Actor en Broadway , le caía bien a todo el mundo. Cuando quería, resultaba encantador, y era astuto como un zorro. Además, sabía leer y escribir tan bien que, en opinión de algunos, se había licenciado en una famosa universidad del extranjero, pero no terminó el colegio, según supe luego .
—¿Y como conoció a la familia Andrew?
—Bueno, en realidad, no lo sé muy bien , yo era solo una niña. El Sr. George Jonhson enfermó y Albert se quedó sin su asistente, entonces nombró a Terence su mano derecha en los negocios al cabo de una o dos semanas de su llegada. Aunque, nada más llegar él, las cosas empezaron a ir mal.
—¿Qué tipo de cosas? ¿Surgieron problemas con los negocios?
—Mucho peor. La primavera siguiente a su aparición en el rancho, mi tía Candice, por quien te pusieron tu nombre, desapareció. Sólo tenía veinte y siete años. Un día, Terence la llevó a ella y a Archie a la ciudad y, a la hora de volver, no la encontraron. Fue como si se hubiera desvanecido en el aire. La buscaron día y noche durante semanas, pero no encontraron ni rastro de ella. En aquel momento, nadie culpó a Terence, pero, más tarde, la gente empezó a sospechar que él había tenido algo que ver con su desaparición. La verdad es que no se tenían mucho aprecio.
—Esto no prueba que él le hiciera algo.
—Así es, pero era el sospechoso más probable. Y, aquel invierno, justo después de la fiesta de fin de año, encontraron al tio Albert muerto en su cama.
Aunque Candy había oído aquella parte de la historia antes, realizó una mueca de disgusto.
—¡Qué horror! Pero ¿cómo puedes estar segura de que fue Terence Grandchester quien cometió el asesinato?
—encontraron una armónica en el dormitorio de Albert ensangrentada ; la armónica pertenecia a Terence . Él era el único que tenía una en toda la mansion Andrew. ¡Tocaba de maravilla! Por la noche, su música flotaba por el aire hasta la casa. —Rosemary sufrió un ligero estremecimiento—. Entonces yo sólo era una niña y, mientras escuchaba aquella música tumbada en la cama, pensaba que así debía de ser la música de los ángeles. ¡Ah, y también encontraron otra cosa! Una mancuernilla de la camisa de Terence, allí, junto al cadáver.
—A mí me parece que era culpable.
—Todo el mundo creía que lo era. Además, no tenía ninguna coartada. Pero él huyó a toda prisa de Lakewood y de la ciudad y, desde entonces, nadie lo había visto ni había sabido nada de él. Si hubiera regresado antes, lo habrían detenido de inmediato, pero ahora debe de creer que, al ser tan viejo, nadie querrá apresarlo.
—Yo no estoy tan segura, pues por aquí la gente tiene mucha memoria. Creo que, al regresar, se ha buscado muchos problemas. Me pregunto si de verdad se trata de Terence Grandchester. ¿Crees que se ha arrepentido de haber matado a Albert?
Rosemary sacudió la cabeza en actitud dubitativa.
—No lo sé.
—Me pregunto por qué lo hizo —comentó Candy.
—Él es el único que lo sabe. La mayoría de la gente cree que le pagaron para que lo asesinara. El tio Albert era un hombre muy poderoso, tenía muchos enemigos. O quizá tuvo algo que ver con... algo relacionado con un testamento. Nunca lo entendí del todo. —Rosemary de repente se sintió exhausta y se apoyó en la almohada. Candy apretó con fuerza su delicada mano, la cual se había vuelto fláccida—. No te acerques nunca a él —pidió Rosemary con voz entrecortada—. Nunca. Prométemelo.
—Te lo prometo.
—¡Oh, Candy, te pareces tanto a ella! Tengo miedo de lo que sucedería si él se acercara a ti.
—No sucederá nada —contestó sin comprender por qué los ojos de Rosemary brillaban con tanto ardor— ¿Qué podría hacerme? Es él quien tendría que tener miedo, no nosotras. Espero que alguien le cuente a la policía que está aquí. No importa lo viejo que sea, la justicia es la justicia, y él debería pagar por lo que hizo.
—Sólo mantente alejada de él, por favor.
—Tranquila. No me acercaré a él, no te preocupes.
Candy esperó hasta que Rosemary cayó en un agitado sueño. Después se levantó, miró a través de la ventana y recordó el rostro bronceado de aquel hombre y sus llamativos ojos verde-azules. ¿Acaso la había mirado con tanta fijeza porque ella se parecía a Candice White Andrew? Candy se preguntó hasta qué punto se parecían. Nunca había visto una fotografía de Candice y sólo sabía de su parecido por lo que le había contado Rosemary. No existía ninguna fotografía, ningún recuerdo, nada que probara que Candice White Andrew había existido, salvo su nombre en el árbol genealógico de la familia.
Desaparecida. ¿Cómo podía alguien esfumarse sin dejar rastro? Siempre que había oído hablar de Candice, el misterio de su desaparición la había fascinado, pero aquélla era la primera vez que oía que Terence Grandchester podía tener algo que ver con su desaparición, Incapaz de contener su curiosidad, Candy insistió sobre aquella cuestión cuando le llevó a Rosemary la bandeja de la cena por la noche.
—¿Hasta qué punto me parezco a Candice?
—Siempre he opinado que eres la viva imagen de ella.
—No, no me refiero al aspecto, sino a cómo era. ¿En ocasiones actúo o hablo como ella? ¿Me gustan las mismas cosas que a ella?
—Qué preguntas tan extrañas, Candy. ¿Qué importancia tiene si te pareces o no a ella en estos aspectos?
se estiró a los pies de la cama y sonrió perezosamente.
—En realidad, no lo sé, sólo es curiosidad.
—Supongo que podría contarte algunas cosas. En realidad, eres muy distinta a Candice Andrew, cariño. Había en ella algo salvaje, excitante, que no encajaba bien con una chica de su edad. Todo el mundo la mimaba. —Rosemary se interrumpió y su mirada se volvió suave y distante—. Candice era suave como la seda cuando se salía con la suya, lo cual ocurría con bastante frecuencia, pero algunas cosas en ella me inquietaban. Yo me sentía fascinada por la tía Candice y creía que era la mujer más guapa del mundo, incluso más que mi madre.
—¿Le caía bien a los demás?
—¡Cielo santo, sí! Todos los Andrew la adoraban. Era la favorita del tio, a pesar de que Archibal , mi padre ,era su unico familiar directo, en cambio Candice era adoptada. Y todos los hombres de Chicago acababan enamorándose de ella. Los hombres se volvían locos . El viejo Leagan, cuando era joven, perdió la cabeza por ella y nunca se rehizo tras su desaparición. Ella lo había hechizado, como a todos los demás.
—Definitivamente no era como yo —declaró Candy con resignación, y se rió entre dientes—. ¡Si me pareciera a Candice Andrew , ningún hombre podría resistirse a mí!
—Eres tú quien no se concede una oportunidad, cariño. Los únicos hombres que ves son los pacientes del hospital. Veteranos de guerra. Hombres lisiados y cansados. No es bueno que dediques todo tu tiempo libre a curarlos y cuidarlos. Deberías salir con jóvenes de tu edad y acudir a fiestas y a bailes, en lugar de esconderte aquí, conmigo.
—¿Esconderme? —repitió Candy indignada—. Yo no me escondo de nada. Me gusta pasar el tiempo contigo.
—Pero, de vez en cuando, podrías pedirle a una de las vecinas que se quede conmigo durante unas horas. No tienes por qué estar aquí todo el tiempo.
—Hablas como si pasar el rato contigo constituyera una carga terrible, pero tú eres la única familia que tengo y te lo debo todo.
—Desearía que no hablaras así. —Rosemary dirigió su atención a la bandeja de la cena y lo saló todo con generosidad—. Desearía estar segura de que te he educado bien. No quiero que acabes siendo una vieja solterona, Candy. Deberías casarte y tener hijos.
—Si éste es el deseo de Dios, me enviará al hombre adecuado.
—Sí, pero tú estarás tan ocupada cuidándome que se lo quedará otra chica.
Candy se echó a reír.
—Una cosa es segura, tía, si me caso, no será con nadie que ya conozca. Ninguno de los hombres de Chicago me gustaría como esposo. Y el único nuevo es Terence Grandchester.
—No bromees acerca de él. Me preocupa. Aunque no me hubieras contado que está aquí, sabría que algo anda mal. Es como si una sombra hubiera cubierto la ciudad.
—¿No te parece extraño? Yo también siento algo distinto en el aire, como si algún suceso estuviera esperando para ocurrir. Ahora que Terence Grandchester ha regresado, ¿no sería curioso que Candice también apareciera? ¿Cincuenta años después de su desaparición?
—Ella nunca regresará —afirmó Rosemary con un convencimiento absoluto.
—¿Por qué no? ¿Crees que él la mató?
Rosemary permaneció en silencio durante un largo rato y su mirada se volvió distante.
—He pensado en esta posibilidad durante años. Creo que el hecho de que desapareciera de aquella manera me preocupó a mí más que a ninguna otra persona, salvo a Albert. Nunca dejé de preguntarme qué sucedió el día que desapareció. Esta pregunta me ha perseguido durante toda la vida. Creo que le ocurrió algo extraño. No creo que la asesinaran, ni que la secuestraran, ni que huyera, como la mayoría de la gente cree. Las personas no desaparecen así, sin que quede ninguna pista acerca de lo que les ha sucedido.
—Entonces, ¿no crees que Terence Grandchester la matara?
—No creo que él sepa lo que le sucedió.
Candy sintió que un escalofrío recorría su espalda.
—Es como una historia de fantasmas.
—Siempre quise hablar con alguien acerca de esta cuestión, con uno de los empleados de la mansion , un hombre que se llamaba Lopez. Se trataba de un mexicano supersticioso que tenía sus propias ideas acerca de todo lo que ocurría. A todo el mundo le encantaba escuchar sus historias. Él hablaba durante horas acerca de las estrellas, encantamientos, fantasmas y sobre cualquier otra cosa imaginable. A veces, predecía el futuro y, con frecuencia, acertaba.
Candy realizó una mueca.
—¿Y cómo lo hacía, tenía una bola de cristal o algo parecido?
—No lo sé. Lopez era raro. Conseguía que las cosas más extrañas parecieran naturales y, como creía en ellas, casi lograba que tú también creyeras en ellas. Pero abandonó el rancho para siempre antes de que yo pudiera reunir el suficiente valor para preguntarle qué opinaba acerca de la desaparición de la tía Candice.
—Lástima —declaró Candy de una forma pensativa—. Habría sido interesante saber qué opinaba.
—Desde luego.
El viernes, Candy salió con Joe Leagan para ver la nueva película de la que todo el mundo hablaba. El Padrino, el propietario de la sala de cine, había instalado el equipo sonoro el año anterior y toda la ciudad acudía a ver con entusiasmo los últimos estrenos.
—Creo que me cortaré el pelo y lo alizaré —reflexionó Candy mientras Joe la acompañaba a casa.
Él se rió y se inclinó hacia ella simulando que examinaba su cabello rizo y rubio.
—¿Tú con pelo lacio? ¡Imposible!
Candice le sonrió y arrugó la nariz.
—Eres un encanto —respondió ella, y se rió mientras deslizaba una mano en la de él.
Por fuera, Joe parecía mordaz y sofisticado. Intentaba dar la impresión de que todo le aburría y de que el mundo lo hastiaba, pero Candy hacía tiempo que había descubierto en él un lado amable. Por mucho que lo ocultara ante los demás, de vez en cuando, percibía en él signos de ternura, pues era el tipo de hombre que no soportaba ver a un animal herido o a un niño infeliz. Debido a su familia adinerada, su pelo rubio y su aspecto atractivo, las jóvenes lo consideraban un buen partido, pero Candy no estaba interesada en él desde el punto de vista romántico. Ésta era quizá la razón de que él se sintiera tan atraído por ella. Por lo visto, los hombres siempre querían lo que no podían tener.
Cuando llegaron a la casa de Candy, situada al final de la calle, Joe le apretó la mano con más fuerza y en lugar de acompañarla a la puerta principal, la condujo a las sombras que se extendían más allá del halo de luz de la iluminación del porche.
—¿Qué haces, Joe? —preguntó Candy entre risas—. La hierba está húmeda y mis zapatos...
—Calla durante un minuto, preciosa. —Joe apoyó un dedo en los labios de Candy—. Quiero estar a solas contigo unos segundos.
Candy le mordió el dedo de una forma juguetona.
—Podríamos entrar en casa. Rosemary está arriba y es probable que esté dormida.
—No, cuando estás en la casa no eres la misma. En cuanto cruzas la puerta, te conviertes en otra chica.
—¿Ah, sí?
Candy lo observó de una forma inquisitiva y más que sorprendida.
—Sí, te pones seria y aburrida y a mí me gusta cuando eres divertida y atolondrada. Deberías estar así todo el tiempo.
—No puedo ser divertida y atolondrada siempre —respondió con una sonrisa pícara—. De vez en cuando, tengo que trabajar y preocuparme. Forma parte de ser un adulto.
—Eres la única chica que habla así.
Candy se acercó a él, le rodeó el cuello con los brazos y rozó la suave mejilla de Joe con sus labios.
—Por eso te gusto, listillo, porque soy una novedad para ti.
—Por esto me gustas —repitió él mientras inclinaba la cabeza y la besaba.
El contacto de su boca en la de ella resultaba agradable. Para Candy, sus besos eran signos de amistad, pruebas ocasionales de afecto. Para Joe, constituían promesas de futuros momentos mejores.
Hacía tiempo que Joe se había dado cuenta de que Candy no tenía la intención de permitirle ir más allá de los besos, pero esta percepción no le impedía seguir intentándolo. En su mente, había dos tipos de mujeres, las que respetaba y las que no respetaba. En cierto sentido, le gustaba que Candy fuera de aquella manera. Pero si algún día le permitía ir tan lejos como él quería, su sueño de convertirla en el tipo de mujer que él no respetaba se haría realidad.
—Candy —declaró con voz grave mientras la abrazaba con más fuerza—, ¿cuándo me dirás que sí? ¿Cuándo empezarás a vivir? ¿Por qué tú y yo no...?
—Porque no —respondió ella con un suspiro compungido—. Sólo por eso. Quizá sea una tonta romántica, pero creo que, para tener una relación más íntima, deberíamos sentir algo más de lo que sentimos el uno por el otro.
—¡Las cosas podrían ir tan bien entre nosotros! Yo nunca te haría daño. —Su voz se convirtió en un susurro mientras la besaba con suavidad en los labios—. Quiero hacerte una mujer. Sé que todavía no has confiado en nadie lo suficiente, pero sería bueno para ti y para mí, bueno y natural. Candy...
Ella se rió y se deshizo de su abrazo.
—Joe, para. No estoy preparada para esto, ni contigo ni con nadie. Yo... —Candy miró a su alrededor, rió con nerviosismo y bajó la voz—. No puedo creer que estemos manteniendo esta conversación en el jardín de mi casa. Apostaría algo a que todos los vecinos nos están escuchando.
Pero Joe no compartía su buen humor y la miró con solemnidad.
—Lo único que yo sé es que algo no va bien cuando una chica se niega a vivir como tú lo haces.
Aquella acusación hirió a Candy.
—Yo no me niego a vivir —protestó ella más desconcertada que enfadada—. ¿qué ocurre? Hace apenas un minuto nos estábamos divirtiendo...
—¿Te estás reservando para el matrimonio? —preguntó él de una forma directa—. ¿Por esto no quieres hacer el amor conmigo?
—No quiero casarme con nadie. Y no quiero ser la..., ya sabes, de nadie. No me siento así respecto a ti. Me gustas, Joe, pero creo que tiene que haber algo más entre dos personas para hacer el amor y esto no significa que me niegue a vivir.
—Sí que lo significa. —El rostro de Joe reflejaba su frustración—. Las únicas personas que te preocupan en el mundo son tú y tu tía, y los demás podemos irnos al infierno.
—¡Esto no es cierto!
—Candy, tú no conectas con la gente —continuó Joe de una forma implacable—Vives en tu mundo privado y sólo dejas entrar a Rosemary. Pero cuando ella ya no esté, no tendrás a nadie. Nos has dejado a todos afuera. Ni das ni recibirás.
—¡Para! —De repente, lo que Joe le había dicho le resultó insoportable y Candy sintió odio hacia él. Aunque tuviera razón—. No quiero oír nada más y no quiero volver a verte.
—Si esto es todo lo que obtendré de ti, el sentimiento es mutuo, querida.
Candy se separó de él y subió las escaleras del porche a toda prisa y con los ojos húmedos.
Por la mañana, lo único que le contó a Rosemary acerca de la cita con Joe fue que habían terminado. Rosemary reaccionó con sensibilidad y no le preguntó nada, pues pareció comprender lo que había ocurrido sin que Candy se lo contara.
Durante los días siguientes, Candy no tuvo tiempo de pensar en Joe Leagan, pues estuvo muy ocupada cuidando a Rosemary. Resultaba evidente que le estaba llegando la hora final a gran velocidad. No podrían retrasar el desenlace durante mucho más tiempo, ni con los medicamentos ni con las oraciones, ni siquiera con la voluntad de vivir de Rosemary. Día a día, Rosemary se sentía más débil y se interesaba menos por lo que ocurría a su alrededor. Aunque el doctor Michael había advertido a Candy que esto sucedería, el miedo, la impotencia y la frustración la empujaron a llamarlo.
Lo único que hizo el anciano doctor fue sentarse en la cama de Rosemary y hablarle con dulzura. Su presencia hizo desaparecer, de una forma temporal, la confusión y el desánimo de Rosemary. La débil sonrisa de Rosemary levantó el ánimo de Candy, por lo que todavía le resultó más difícil soportar lo que el doctor Michael le comunicó cuando salió de la habitación:
—No le queda mucho tiempo.
—Pero... aguantará un poco más, ¿no? Parece que tiene mejor aspecto...
—Ha aceptado lo que va a suceder—explicó él con su voz amable. Su rostro moreno y arrugado como una cáscara de nuez reflejaba compasión. El doctor bajó la mirada hacia Candy y un mechón de pelo plateado cayó sobre su frente—. Será mejor que tú hagas lo mismo. Ayúdala a aceptarlo con tranquilidad, no te resistas.
—¿Que no me resista? No... Pero ¿qué dice? ¿No tiene nada que pueda ayudarla? Algún medicamento más potente o...
—No te voy a dar una lección y no puedo añadir nada que tú ya no sepas. Lo único que puedo decirte es que sucederá pronto y que deberías prepararte para el final.
Anonadada, Candy se dio la vuelta e intentó contener el sentimiento de ahogo que le atenazaba la garganta. Sentía pánico, un pánico primitivo que no podía calmarse con palabras amables. Percibió la delicada mano del doctor en su hombro y oyó sus palabras como si procedieran de muy lejos.
—Todos tenemos nuestro propio tiempo para vivir en esta tierra, pequeña. Algunos disponen de más tiempo que otros, pero todos sabemos cuándo se acerca nuestro fin. Rosemary ha tenido la mejor vida que podía tener, Dios bien lo sabe. No tiene nada que temer y tú no puedes hacer más que seguir su ejemplo. Te queda el resto de tu tiempo por vivir.
Candy intentó explicarle la terrible sospecha que acechaba en su corazón.
—No sin ella. Tengo miedo de que...
—¿De que muera?
—S... sí. Bueno, no tengo miedo por lo que pueda pasarle a ella, pues sé que va a un lugar mejor en el que el dolor no existe, pero, sin ella, no tengo ninguna razón para seguir aquí.
—Eso es una tontería. Una auténtica tontería. Tú eres una parte importante de Chicago. Perteneces a este lugar tanto como todos los demás.
—Sí—susurró ella, pero se tragó las ardientes palabras que pugnaban por salir de su garganta: «Yo no lo siento así. No siento que pertenezca a este lugar.»
Pero no podía expresarlo en voz alta.
Candy inclinó la cabeza y lloró con suavidad mientras el doctor Michael le daba una palmadita en el hombro y se alejaba.
Aquella noche, Candy no pudo dormir. Quizá debido al repiqueteo de la lluvia y al rugido de los truenos o a la persistente preocupación que sentía por Rosemary, la cuestión es que apenas consiguió cerrar los ojos. Cada pocos minutos, se levantaba e iba a comprobar cómo se encontraba su tía. En una de estas ocasiones, Candy notó que Rosemary se movía de un modo casi imperceptible y que sus dedos se ponían en tensión. Candy contempló los pálidos dedos que apretujaban el cubrecama y apoyó la mano encima de la de Rosemary con la intención de tranquilizarla. ¡Estaba tan fría! Tenía la piel fría.
De una forma mecánica, estiró el cubrecama y lo arrebujó por debajo de los hombros de Rosemary. Mientras regresaba a su dormitorio, Candy sintió un escalofrío. Se sentía extraña aquella noche, un poco mareada, el corazón le latía con fuerza y hasta su alma temblaba con una emoción desconocida. Candy rezó con fervor, con palabras sencillas, como las de una niña: «Por favor, bendice a Rosemary. Por favor, que no sienta dolor. Ayúdame a ser valiente y a saber qué tengo que hacer.»
Después de unos minutos de permanecer arrodillada junto a la cama y con las manos entrelazadas, Candy se dio cuenta de que tenía el lado derecho de la cabeza apoyado en el colchón. Casi se había dormido. Le daría otra ojeada a Rosemary y se acostaría. Candy se levantó medio tambaleándose y fue, una vez más, al dormitorio de su tía. Se detuvo junto a la cama. Rosemary estaba completamente inmóvil. La tensión de sus dedos había desaparecido.
— Rosemary, ¿estás bien?
Candy tocó la mano de su tía. Estaba fláccida y blanca como la cera. Candy ya había visto antes aquel aspecto, en el hospital. Su mente sabía lo que significaba, pero su corazón se negaba a admitirlo. Necesitaba a Rosemary era su familia, su responsabilidad, su consuelo. Con una reticencia absoluta, Candy rodeó la fláccida muñeca de su tía con los dedos para buscar su pulso. No percibió ningún latido, nada. Estaba muerta.
—¡Oh, no! ¡Oh, no!
Se alejó de la cama con lentitud. No podía creer que su tía se hubiera ido de verdad. El golpe fue más duro de lo que había imaginado. El vacío que experimentó al saber que nunca más volvería a hablar con ella y que no podría acudir a ella en busca de consuelo, fue peor que el mismo dolor.
Las paredes de la habitación parecieron convertirse en las de una tumba. Candy, presa del pánico, bajó las escaleras a toda prisa e intentó abrir la puerta principal mientras contenía los sollozos que pugnaban por salir de su pecho, pero la puerta no se abrió. A continuación, cogió con fuerza el pomo y volvió a intentarlo. En esta ocasión, la puerta se abrió y salió al exterior.
Se apoyó en una de las columnas del porche y una cortina de lluvia fría la empapó haciendo que su bata se pegara con pesadez a su cuerpo. La casa estaba asentada en uno de los extremos de Chicago cerca del Hospital Santa Juana . Candy contempló la ciudad que se extendía frente a ella, el contorno de los edificios, los automóviles, el brillo del húmedo asfalto y las diminutas y distantes figuras de las parejas que cruzaban la calle. Después se reclinó en la áspera columna de concreto mientras sentía el frescor de la lluvia en su rostro.
—¡ Rosemary! —exclamó con los ojos empañados de lágrimas—. ¡Oh, tia!
Poco a poco, Candy se dio cuenta de que había alguien cerca y de que esa persona la observaba. Ya había sentido aquella mirada penetrante antes y reconoció el escalofrío que le hacía sentir. Candy abrió los ojos y lo miró: el viejo Terence Grandchester. Terence estaba en la calle, a unos tres metros de distancia, con el pelo gris pegado a la cabeza y chorreando agua. A causa de la impresión, Candy ni siquiera se preguntó cómo había llegado hasta allí.
—Candy. Candy, ¿dónde estabas?
Candy se estremeció. «El sueño», pensó. Se abrazó a la columna para no perder el equilibrio y contempló al anciano mientras el viento azotaba su rostro. Sentía el sabor amargo del dolor en la boca y el salado de las lágrimas en los labios.
—No tenías por qué regresar —declaró con voz temblorosa—. No queda ningún Andrew. ¿Qué quieres?
El pareció confundido a causa del enfado que reflejaba la voz de Candy.
—Asesino —murmuró ella—. Espero que sufrieras por lo que les hiciste a los Andrew. Si hubiera vivido cincuenta años atrás, te habría hecho pagar por el daño que les ocasionaste.
Él intentó hablar, pero de su boca no salió ninguna palabra. De repente, Candy supo lo que él quería decir, percibió el pensamiento de aquel hombre como si fuera el suyo propio y su rostro empalideció de miedo.
Tú estabas allí, Candy. Estabas allí.
Paralizada, Candy se agarró con fuerza a la columna e intentó rezar una oración. Percibió que, a lo lejos, varias personas corrían de un edificio a otro bajo la tormenta. Se trataba de sombras oscuras y borrosas, de modo que no pudo discernir cuántas había. Se sentía desorientada. El suelo se inclinó y se acercó a ella y Candy oyó su propio grito mientras se desplomaba. El sonido retumbó en la oscuridad, una oscuridad tenue que la envolvió como una marea inexorable. No experimentó miedo ni dolor, sólo confusión. Notó que el mundo se alejaba de ella y la dejaba en un vacío oscuro. Unos pensamientos que no comprendía atravesaron su mente, pensamientos que no eran de ella.
¿Qué he dejado atrás?
Yo no morí... Rosemary...
Candy, ¿dónde estabas?
—Candy, ¿dónde estabas? —preguntó la voz de un muchacho a través de la oscuridad despertándola con brusquedad—. Te hemos estado buscando por todas partes. Se supone que tenías que reunirte con nosotros hace dos horas delante del almacén y en lugar de acudir allí vas y desapareces. ¡Tienes suerte de que te haya encontrado yo en lugar de Terence! Él está que se sube por las paredes, te lo digo en serio.!
Candy levantó su flácida mano hasta sus cejas y abrió los ojos. Un pequeño grupo de personas se apelotonaba a su alrededor y la intensa luz del sol le taladraba el cerebro. Las sienes le palpitaban con fuerza y tenía el peor dolor de cabeza que había experimentado nunca. Además, el monólogo impaciente del muchacho no ayudaba en absoluto a mejorar su estado. Deseó que alguien lo hiciera callar.
—¿Qué ha ocurrido? —masculló Candy.
—Te has desmayado justo delante de la Tienda de la señora Magdougal —declaró el muchacho con indignación.
—Yo... me siento mareada. Tengo calor...
Candy esas no son excusas
Candy abrió mucho los ojos y lanzó una mirada iracunda al muchacho, bueno no tan muchacho era un hombre joven de unos veinte y tantos años , muy apuesto.
—Eres el hombre más maleducado que he conocido nunca.
El muchacho, la cogió del brazo con una fuerza inusitada e intentó ponerla en pie.
—¿Quién te crees que eres? —exclamó Candy mientras se resistía a los intentos del él por incorporarla y se preguntaba por qué las personas que los miraban boquiabiertas no hacían nada para impedir el acoso del Joven.
—Tu Primo Archie, ¿te acuerdas? —contestó él con sarcasmo, y tiró del brazo de Candy hasta que ella se incorporó.
Candy lo miró sobresaltada. ¡Qué idea tan absurda! ¿Se trataba de una broma o estaba loco? Aquel hombre era un completo desconocido para ella, aunque su aspecto le resultaba extrañamente familiar. Candy, sorprendida, llegó a la conclusión de que lo había visto antes. El muchacho era más alto que ella, fornido, de movimientos elegantes. Archie, si era así como se llamaba, era guapo, de pelo castaño y resplandeciente y vivos ojos marrones. El contorno de su cara, la curvatura de su boca, la forma de su cabeza... le resultaban familiares.
—Te... te pareces a Rosemary—balbuceó ella, y él resopló.
—Sí, por supuesto es mi hija. Venga, vamos. Tenemos que irnos.
—Pero... Rosemary... —empezó Candy y, a pesar de su desconcierto, los ojos le escocieron al recordar su dolor—. ¡ Rosemary...!
—¿De qué estás hablando? Rosemary está en casa. ¿Por qué lloras? —La voz del muchacho se suavizó de inmediato—. gatita, no llores. Yo me encargaré de Terence y de la Tia Elroy, si es esto lo que te preocupa. Tienen toda la razón del mundo para estar enfadado, pero no permitiré que te griten. . .
Mientras oía sus palabras solo a medias, Candy se volvió, contempló el final de la calle y se preguntó cómo había llegado al centro de la ciudad desde el porche delantero de su casa. Entonces su corazón pareció detenerse y el dolor por la muerte de Rosemary se vio amortiguado por una gran impresión. Su casa no estaba. La casa en la que Rosemary la había criado había desaparecido y, en su lugar, sólo había un espacio vacío.
—¿Qué ha ocurrido?
Candy se llevó las manos al pecho para calmar los violentos latidos de su corazón. ¡Una pesadilla! ¡Se encontraba en medio de una pesadilla! le dio una ojeada rápida a su entorno en busca de cosas que le resultaran familiares, pero sólo encontró rastros ocasionales del Chicago que ella conocía. Incluso el aire olía distinto, no estaba tan contaminado por el smock. La calle era distinta había muchos baches y miles de huellas de herraduras de caballo. Los carros casi no transitaban ,casi habían desaparecido y sólo había caballos y coches alineados a lo largo de las aceras .
Las sencillas tiendas de la ciudad también habían desaparecido y..., ¿por qué no había otra cosa más que mercados? ¡Mercados! Y bares, ¿Había decidido todo el mundo ignorar la ley? Tampoco había rótulos eléctricos, ni sala de cine, ni barbería..., ni cables telefónicos. Chicago no era más que toscos letreros pintados con colores chillones y tiendas poco llamativas... y la gente... ¡Santo cielo, la gente! Parecía que estuvieran todos en una fiesta de disfraces.
Las pocas mujeres que veía llevaban el pelo recogido en voluminosos peinados y vestían engorrosos trajes de cuello alto y apretado. Había caballeros por todas partes, vestidos con sombreros de fieltro o de copa y ala plana, pañuelos atados al cuello. La mayoría también llevaba barbas y bigotes espesos .
Media docena de ellos rodeaban a Candy y a Archie mientras sostenían, de una forma respetuosa, los sombreros en las manos y contemplaban a Candy con fascinación, respeto y hasta con cierta intimidación. La extrañeza de la escena asustó a Candy. O había perdido la razón o todos se habían puesto de acuerdo para gastarle una broma.
«Que me despierte pronto, por favor, que me despierte pronto. Me enfrentaré a cualquier cosa con tal de que no sea esto. Permíteme despertarme para que sepa que no me he vuelto loca»
—¿Por qué miras a tu alrededor de esta manera? —preguntó Archie mientras la cogía por el codo y la hacía bajar de la acera a la calle.
Archie tuvo que abrirse paso entre la multitud de curiosos, quienes murmuraban expresiones de preocupación, hasta que Archie explicó con impaciencia:
—Se encuentra bien. En realidad no se ha desmayado. Está bien.
Anonadada, Candy le permitió que la condujera calle abajo.
—Tenemos que encontrar a Terence —declaró Archie con un suspiro—. Te ha estado buscando por este extremo del pueblo. Dios mío, a estas alturas debe de estar como loco.
—Archie... —Candy sólo había oído hablar de un Archie en su vida, y éste era el padre de Rosemary, pero el padre de Rosemary era un hombre de edad, un abogado respetable que vivió en Arabia ocupandose de los negocios de sus padres. Sin duda, no tenía ninguna conexión con aquel muchacho insolente. Candy pronunció el nombre que tenía en la punta de la lengua, pues decidió que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder—. ¿ Archibal Cornwell?
—Sí, ¿Candice Andrew?
«No! ¡No! Yo soy Candice Kent. Candice Andrew era mi tía, y desapareció hace cincuenta años. ¡Sí, seguro que estoy soñando! »
Pero ¿Terence Grandchester también era un sueño? ¿Y también lo era la muerte de Rosemary?
—¿Adónde vamos? —consiguió preguntar.
Candy contuvo una risita de consternación al darse cuenta de que también ella iba vestida con la recatada ropa que vestían las demás mujeres. Llevaba puesto un ajustado vestido rosa que se le clavaba en la cintura y resultaba difícil caminar con aquellas faldas tan pesadas.
—En cuanto encontremos a Terence, regresaremos a casa. ¿Por qué llegas dos horas tarde? ¿Has estado coqueteando otra vez?, pero no vuelvas a hacerlo a costa de mi tiempo. Hoy tenía muchas cosas que hacer.
—No estaba coqueteando.
—Entonces, ¿qué estabas haciendo?
—No lo sé. No sé qué está pasando.
A Candy se le quebró la voz. Archie la observó con atención y entonces se dio cuenta de lo pálida que estaba.
—¿Te encuentras bien, gatita? —Ella no tuvo tiempo de contestar, pues justo entonces llegaron junto a un elegante auto con el emblema de los Andrew, emblema que ella conocia muy bien pues su tia guardaba un broche que heredara de su padre; el auto era más elegante que el resto de los vehículos que había en la calle. Archie la ayudó a subir—. Espera aquí mientras voy a buscar a Terence —le indicó Archie. El asiento de piel crujió bajo el peso de Candy, quien se agarró al lateral del vehículo, inclinó la cabeza hacia delante e inhaló hondo—. Estaré de vuelta enseguida —declaró Archie.
El elegante castaño se marchó y Candy luchó para contener las náuseas que crecían en su interior. Había bastantes posibilidades de que perdiera la batalla.
«Sea o no una pesadilla, estoy a punto de vomitar. —Candy miró a su alrededor y le pareció que todo el mundo la estaba mirando—. No, no puedo vomitar. No puedo dejarme llevar por la situación. »
Con un gran esfuerzo de voluntad, consiguió reprimir las náuseas que empezaban a subir desde su estómago.
—¡Aquí está!
Oyó la intencionadamente animosa voz de Archie y levantó la cabeza para mirarlo. Su corazón dejó de latir cuando vio la figura de quien subía al carro y cogía el volante en sus manos. Candy no podía moverse, de modo que permaneció inmóvil en el asiento mientras el hombre se volvía y clavaba en ella unos ojos verdiazules y fríos.
CONTINUARA......
