CAPÍTULO 1
AQUEL INVIERNO
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Una mujer muy joven, con gafas, mirada severa, y todo su pelo moreno recogido en un apretado moño, pasó por un hueco escondido detrás de un tapiz que colgaba del techo y apretó la nariz a una estatua que estaba delante de un muro a unos pocos pasos a su izquierda. Esperó unos segundos y la estatua comenzó a moverse y a dejar visible una escalera de piedra que parecía tener infinitos escalones. Tras subirlos todos muy deprisa llegó a un pasillo iluminado por una curiosa luz azul, y en el que había una puerta abierta. Sin pensárselo mucho entró en un despacho amplio e iluminado, en el que se oían multitud de leves y curiosos sonidos. Tras una mesa en la que había apilados un montón de chismes que no paran de echar vapor, ella vio a un hombre de gran estatura, con el cabello largo y ondulado de color castaño rojizo y barba. Tras respirar hondo por un par de veces para recuperarse un poco del impulso con el que había subido las escaleras, dijo presurosa:
- Profesor, ¿pueden llevársela así?
- Si, Minerva, y no puede cambiar nada, son sus padres. –Respondió Dumbledore con tristeza.
- ¡Pero prometía tanto!
- Sin duda, este no era el mejor momento para afrontar su futuro. Lo que ha de ser, deberá esperar algún tiempo.
- ¿Usted cree que ella...?
- Puede que me equivoque, aunque creo tenía todas las características. Va a ser imposible que ni en mil años alguien vuelva a ser igual. Quién sabe, ellos podrían cambiar de idea...
Mientras decía esto acariciándose cuidadosamente las barbas, una idea comenzó a dar vueltas en su cabeza: tal vez tuviera sentido, si solo estuvieran equivocados y la fecha correcta no fuera esa... un pequeño error que...
- Profesor Dumbledore, –Minerva McGonagall le sacó de sus pensamientos- es mi primer año en Hogwarts, desde luego que todo lo que ha pasado es nuevo para mi, incluso para usted, pero no puedo evitar preguntarme si el señor director no lo puede impedir...
- Minerva, es mejor que vuelvas y compruebes que todos los de tu casa están durmiendo tranquilos. –sí, podía que esto fuese lo que tenía que suceder- Hemos pasado unos momentos difíciles, pero ya parece haberse tranquilizado todo; ni el director Dippet ni yo, podremos hacer algo.
La profesora McGonagall salió del despacho con tristeza. Ese año, había sido muy duro para todos, y Dumbledore tenía razón, no podía hacer nada para que unos muggles cambiaran de opinión, al menos, no después de lo sucedido.
Albus Dumbledore sacó una gran copa de piedra de su armario y se sumergió en sus recuerdos con una sonrisa. Era tonto intentar cambiar el pasado, pero siempre le quedarían allí los mejores momentos vividos para recordarlos cuando quisiera.
Aquel invierno era el peor de los últimos 50 años, según decían los aparatos de radio en todas sus emisoras. Nunca la nieve fue tan espesa y a la vez tan duradera, porque como el sol apenas salía, nada que no estuviese muy por encima de los más altos edificios de Londres podría derretirse. El país estaba paralizado. Los servicios de trenes cancelaban la mayoría de los recorridos, y las carreteras estaban cortadas, sin que las máquinas quitanieves (que trabajaban continuamente) fueran suficiente, ni echar sal sirviera de nada, porque ya incluso los coches habían amanecido enterrados en la nieve. Las autoridades habían pedido a los ciudadanos que no saliesen si no era necesario, porque circular era todo un atrevimiento. Aún así, en todos los parques se podían ver niños esquiando felices. A las seis de la tarde, dejó de nevar, pero el viento rugía con furia acosando a los pobres transeúntes que intentaban salir a las calles nevadas.
En el pequeño saloncito del número 12 de Bond Street estaban sentados alrededor de la chimenea los señores Hoke, sus dos hijas y unos amigos de la pareja, el señor y la señora Evans. Habían estado celebrando la vuelta del internado de Daphne, la hija mayor, con una fastuosa comida. Ahora que estaban todos tomando té, nadie sabía por donde empezar a hablar, excepto el señor Hoke, que no paraba de asegurar lo maravillosa que era su decisión de traer de vuelta a Daphne.
El señor Hoke era un hombre delgado y moreno, con una poblada barba bien cortada, aficionado al whisky, al té, y ambos mezclados, que acostumbraba a enfadarse cuando no imponía su voluntad. La señora Hoke era igualmente delgada, pero rubia y con un cuello muy largo, una personalidad tranquila y amigable, y como se podía comprobar muy amiga de los cotilleos, aunque en ciertos momentos, y cuando se la observaba bien, parecía no saber en que lugar o momento del día se encontraba.
- Cariño, ¿un poco más de té? –preguntó la señora Hoke
- No, no –rechazó el señor Hoke –ya me sirvo yo –y mirando a todos prosiguió rotundo - Creo que no debe hablarse más del tema ¿verdad Rose?
- No creo que debas mezclar a Rose en esto –señaló el señor Evans, que hasta ahora había permanecido callado como todos.
El señor Hoke miró con desagrado su amigo, como si hubiese cometido un sacrilegio. No podía entender como alguien al que veía como un hermano menor, de complexión fuerte, pero sin llegar a grueso, con seis años menos y que le llegaba por la nariz, podía intentar contradecirle a él, la voz de la experiencia. Se levantó del sillón y comenzó a dar vueltas alrededor de la habitación, hasta que al fin pareció decidirse por el mueble bar. Lo abrió y se sirvió un poco de líquido en un gran vaso. Al sentarse volvió a mirar al señor Evans.
- Creo que no me has entendido... –empezó
- Si te entendí Bryan. Intentas que Rose te dé el visto bueno cuando quien debería estar de acuerdo es Daphne.
Daphne Hoke pareció darse por aludida, porque su cara comenzó a ponerse tan roja como el color de su pelo, y sus ojillos verdes delataban un extraño brillo de tristeza. Pero bajó la vista y no dijo nada. Su hermana Rose tampoco decía nada pero miraba al frente, con su naricilla chata bien erguida. La señora Hoke sonreía como si realmente no estuviese allí y no escuchase nada de lo que se decía y la señora Evans movía nerviosa su cucharilla en la taza de té, sin apartar de ella su mirada. El señor Evans era el único que parecía mirar directamente al que había hablado antes de él.
- mmm, muchacho, - empezó de nuevo el señor Hoke intentando parecer paciente –como te lo puedo decir para que me entiendas... mmm, es un problema de todos, de MI FAMILIA. ¿Qué dirían los vecinos? ¡¡No, no deben saberlo!!
- Yo creo que no es tan terrible –murmuró el señor Evans
- ¿no? No, claro, tú no eres EL RARO, tu no eres EL DIFERENTE. A ti no te señalarán con el dedo diciendo "bruja, bruja" –decía el señor Hoke moviéndose en su sillón cada vez mas enfadado –además, ir allí a estudiar es una tontería, porque, ¿qué aprenden allí? ¿Pociones? ¿Transformaciones? ¿La vida de unos viejos locos? ¡¡Nada útil!! Claro que no... ya hemos estado pagando dos años ¡¡dos años!! Para convencernos de que no era nada malo
- Y no es malo –se aventuró a decir el señor Evans –Daphne dice que aprendió a volar en escoba y yo vi cómo transformó un botón en cucaracha...
- ¡¡¡Alto!!! –Rugió el señor Hoke –no creo comprendas lo que esto supone. Queremos para nuestras hijas lo mejor, una vida sana y completamente normal, y si para ello hay que renunciar a la sangre de la familia de mi mujer ¡¡así será!! ¿Tu no querrías lo mismo para el pequeño Hugh?
- ¿qué decías cariño? –dijo la señora Hoke como despertando de un sueño.
- Solo decía que en tu familia ha habido algunos "comportamientos desviados..." gracias al cielo tú eres completamente normal
- Si cariño, tienes razón, como siempre –contestó ella con una gran sonrisa –y te quiero mucho...
- Pero la magia no puede ser tan mala... todo lo contrario. –Dijo la señora Evans –yo creo que os haría la vida más fácil.
- ¡si la vida fuese más fácil todos los brujos lo llevarían escrito en el pasaporte! –Protestó el señor Hoke, y tras tomar otro trago siguió –y sin embargo se esconden para que los que somos NORMALES no les encontremos.
- Puede que teman que les pidáis muchas cosas –dijo la señora Evans
- O tienen miedo por lo de la caza de brujas – afirmó el señor Evans – Si todos los "normales" como tu nos llamas, pensásemos como tú, y creo que así debe ser en su mayoría, volveríamos a tener inquisiciones y hogueras en cualquier plaza del país.
- Eso es porque los NORMALES tenemos sentido común. Nadie que pueda volar sin motor puede ser bueno, es imposible que ese poder no se lo diese el mismo diablo bajado a la tierra. Son culpables...
- Quizá sí – interrumpió el señor Evans – Puedes tener razón. Son culpables de poder usar el 100% del cerebro en vez de solo un poco como los demás – argumentó.
- Evans, somos amigos desde hace años. No me gustaría tener que...
- Lo siento, es tu vida y tienes razón: tú mandas en ella.
Esto dio por zanjada la conversación. Los señores Evans terminaron su té y se despidieron, marchándose muy bien abrigados y con una enorme sensación de vacío tras la discusión. Era inútil discutir contra "la razón".
Media hora más tarde, Rose seguía en el salón con sus padres. Él hablando sin parar del tiempo terrible que hacía en el exterior, y ella sonriendo de felicidad sin saber porqué. Rose asentía a lo que decía su padre, pero en realidad lo que le hubiese gustado, por encima de todo, era tener un poquito de la magia de su hermana en el cuerpo, y con la imaginación se subió en la escoba de Daphne y salió por la ventana en un rápido vuelo... pero enseguida despertó ¡¡no!! ¡¡No quería acabar soñando despierta como su madre!!
Daphne fue a su habitación y se sentó en el alféizar de la ventana, perdiendo su verde mirada en el camino que había dejado el quitanieves en medio de la carretera y en la entrada de la casa, pensando porqué era tan diferente a todos. Observó a un helicóptero que luchaba por mantener su rumbo a pesar de que el viento no cesaba de moverle peligrosamente. ¿Cómo podría alguien confiar en una máquina en semejantes circunstancias? Aquel era un frágil juguete en las manos del poderoso rey Eolo. Una batalla con los titanes... una lágrima empezó a resbalar por su mejilla.
A ella le gustaba volar, aunque no tanto como para participar en un campeonato de Quiddich, ni siquiera en una versión estudiantil. De hecho, probablemente ya nunca volvería ver ningún partido, ni a volar. Al sacarla del colegio había terminado para ella la magia. No se le permitía hacer nada fuera de Hogwarts y por si acaso, sus padres le habían prohibido acercarse a menos de diez metros de cualquier lechuza. Sus amigos no sabían nada de muggles, como para llamarla por teléfono o usar los buzones de correo.
Ni siquiera pudo despedirse de ellos, fueron a buscarla por la noche y lo único que vio fueron sus cabecitas dormidas y a la profesora McGonagall que la despedía con la mano. Todas sus cosas debían seguir en esa habitación si ningún elfo doméstico las había recogido ya. Pero todo eso ya estaba acabado para ella. Todo un mundo mágico que apenas había empezado a descubrir, que se cerraba como las puertas de Gringgots para un ladrón, y nadie iría a buscarla.
