Capítulo 1

La rosa roja

Christine permanecía callada mientras su esposo daba indicaciones al cochero acerca de dónde debían ir. Raoul tenía la increíble cualidad de trabarse cada vez que hablaba con desconocidos; especialmente con aquellos de mirada sombría. A Christine le divertía mucho verle hablar, puesto que cuanto más empeño ponía en demostrarle cuán varonil era, más ridículo parecía.

Una vez Raoul hubo concluído su demostración de hombría se sentó junto a su joven esposa y le tomó la mano.

- ¿Vés? Ya está –dijo él, con un suspiro.

Christine le sonrió cariñosamente. Raoul la correspondió con una sonrisa más amplia.

- Estás… ¿estás nerviosa?

Christine se limitó a encogerse de hombros.

- ¿Por qué debería estarlo?

Después de todo, lo peor ya pasó, pensó Christine para sus adentros, recordando la desastrosa noche de bodas, en que no sabría decir quién de los dos estuvo más nervioso.

- Bueno… -carraspeó Raoul- vas a conocer a mis padres… y aunque estoy completamente seguro de les vas a encantar…

Raoul no terminó la frase. Pareció reconsiderarlo y optar por el silencio. Christine le observó con curiosidad.

- ¿Qué?

Raoul se hizo el loco -¿Qué de qué?-.

- No has terminado la frase.

Raoul se aclaró la garganta, algo angustiado.

- Nada, nada… cosas mías.

Christine no quiso insistir y se recostó sobre su asiento. Fijó su mirada en lo que se veía tras la ventanilla. Justo en aquel instante pasaban por delante la Ópera Garnier. Entonces un pensamiento fugaz pasó por la mente de Christine. Sin embargó, el sentido común y su angelical buena fe la obligó a deshecharlo.


La visita a casa de los padres de Raoul fue de maravilla hasta el momento en que su madre opinó acerca de la profesión de Christine. Empezó a echar pestes de todos aquellos que se dedibacan al mundillo del arte, reprochándoles que eran unos libertinos y que no sentían respeto alguno por las santas tradiciones, hasta llegar al desafortunado suceso del incendio de la Ópera de París. Christine no despegó los labios en todo aquel rato, mientras su gentil esposo la defendía bravamente. Afortunadamente, la inesperada apareición del hermano de Raoul obligó a interrumpir la conversación y a brindar una fantástica excusa a Christine para salir de allí.

Durante todo el camino de vuelta ni Raoul ni Christine intercambiaron una sola palabra. No fue hasta llegar a su recién estrenada casa que uno de los dos decidió hablar.

- Siento… siento mucho lo ocurrido, Christine.

- Bueno… -suspiró ella-. Supongo que era de esperar.

Raoul la miró sorprendido.

- ¿Lo era?

Christine se estaba quitando su lujoso abrigo, tratando de evitar la mirada inquisitiva de su marido.

- Me… me advirtieron de que los artistas no estaban muy bien vistos por la sociedad.

- ¿Quién te dijo eso… –Raoul no espero que ella les contestara. Raoul no solía ser un chico que perdiera fácilmente la paciencia, pero cuando se trataba de cierto tema se ponía desagradablemente irritable-. Fue él, ¿verdad?

Christine ya no sabía dónde poner los ojos. No supo qué contestar. Así que Raoul interpretó aquel silencio como una afirmación.

-Christine, no puedes hacer caso de las cosas que pudiera decirte alguien como él. Estaba trastornado, y lo sabes.

Christine bajó la cabeza.

-No quiero dejar de cantar, Raoul.

Raoul se acercó a ella y le tomó la barbilla para poder verle la cara. Tenía los ojos ofuscados de lágrimas.

-Y no vas a dejar de cantar –le aseguró Raoul.

Christine sollozó y posó su cabeza sobre el hombro de Raoul.

-Siento… siento haberlo nombrado. Ya sé que te prometí…

-Shh… -la calló Raoul, acariciándole dulcemente su larga cabellera rizada-. Olvidémoslo.

Olvidémosle.


Christine observaba, desde su gran ventanal, como la lluvia bañaba las calles de París. Horas antes se había despedido de Raoul desde aquella misma ventana. Y en todo aquel rato no se había movido de allí. No era hasta la tarde que le harían una prueba para ver si entraba en la compañía de Saint-Germain. Hasta entonces, tenía toda la mañana libre y no sabía que hacer con ella. Por ello había, simplemente, estado todo aquel rato viendo la gente pasar por la calle, intentando resguardarse de la lluvia. Sus ojos de movían de un lado a otro de la calle, sin prestar demasiada atención a nadie. Poco a poco, aquella adormecedora tranquilidad la condujeron a un placentero e irreparable sueño.

Cuando despertó, supo que había soñado algo agradable, aunque no podía recordarlo. Aquella sensación le recordó otros tiempos, aquellos en los que ella era inocente y crédula y creía en los cuentos de hadas… y en los ángeles.

Sin saber muy bien cómo, ni porqué, se levantó y se puso su capa. Como si en trance estuviera, pidió un coche para que la llevara fuera. Aún no sabía muy bien dónde, pero sabía que quería salir de casa. El cochero se sorprendió al recibir tales imprecisas indicaciones, pero como ella le pagó por adelantado, no tuvo reparo en obedecerla. Lo que ella le pidió fue que diera vueltas por la ciudad hasta que ella le dijera que parase.

Tras una hora de vagar por las calles sin rumbo alguno, Christine le pidió al cochero que parase. Había visto a una gitana, en medio de la calle, en medio del diluvio, vendiendo rosas. Christine bajó del carruaje, sin preocuparse demasiado por la lluvia y pidió al cochero que la esperase. Christine le compró una rosa a la gitana y le pidió que la envolviera con un lazo negro. La gitana no rechistó y le dio la rosa más hermosa de entre todas las que tenía. Luego Christine volvió al carruaje.

- Ya podemos volver a casa –dijo Christine, con voz firme.

Cuando, una vez más, volvió su mirada hacia la calle, la gitana ya no estaba.


- Lo siento mucho, cariño, lo he intentado por todos los medios, pero no puedo acompañarte a la prueba.

Christine trató de parecer no disgustada.

- Oh, bueno, tranquilo, es sólo pura rutina –sólo que estoy un poco nerviosa, pensó para sí misma.

- Te prometo que te lo compensaré. Pídeme lo que quieras y te lo daré.

Lo que quiero es que vengas. Pero Christine no dijo aquello y se limitó a suspirar.

- No necesito nada, Raoul.

- No, no, de verdad. Si ahora no sabes el qué, ya me lo dirás más adelante, pero por favor, tenlo en cuenta.

- Bueno, si te hace ilusión… -desistió Christine.

- No se trata de que me haga ilusión…

A partir de aquel punto Christine optó por dejar de escuchar lo que le decía Raoul, a pesar de fingir interés por sus palabras. Era más que evidente que Raoul se esforzaba por hacerla feliz, pero tenía un grave problema para saber dónde estaba el límite entre el esposo atento y el pesado.

Una vez Raoul se hubo asegurado de que su esposa no estaría molesta, pidió al cochero que tuviese cuidado de ella. Christine empezó a sentirse realmente agobiada, por lo que subió corriendo al carro para poder marcharse cuanto antes.

- ¡Christine! –la llamó Raoul una última vez antes de que partiera.

Christine se asomó por la ventanilla.

- ¿Qué ocurre?

- Un beso¿no?

Christine reprimió un suspiro y en lugar de ello sonrió. Raoul se subió al peldaño del carruaje y le dio un rápido beso en los labios.

- Hasta luego.

- Adiós, cariño. ¡Y suerte!

Christine asintió y volvió a colocarse correctamente sobre su asiento. Raoul bajó y el coche arrancó.

Christine no tuvo que hacer grandes esfuerzos para conseguir el papel: su talento innato estaba a favor suyo. Sin embargo, a pesar de su éxito, Christine no se sentía realmente satisfecha. Puede que siguiera necesitando la aprobación que antaño la hacía tan feliz… Christine trató con todas sus fuerzas de evitar aquel pensamiento, ya que lo único que conseguía con ello era ponerse triste. Pero le resultaba tan tremendamente difícil..., especialmente cuando un periodista empezó a hacerle molestas preguntas. Aquel hombre surgió como de la nada, ella ya iba a subirse al coche, cuando apareció un hombre trajeado y cubierto por una larga gabardina.

-¿Es usted Christine de Chagny?

Christine le observó con cierto recelo antes de contestar.

- Así es –contestó ella, con un tono cortante.

- Me llamo G.L., trabajo para el periódico local y querría hacerle unas preguntas... ya que, según tengo entendido, usted estuvo involucrada en el oscuro asunto de la Ópera Populaire.

Christine fingió no darse por aludida.

- No sé a lo que se refiere –murmuró, con voz gélida.

- Usted conoció al Fantasma¿no es así? –insistió el periodista, bajando el volumen de su voz, hablando en tono confidencial.

Christine miró de arriba a abajo al hombre, llena de desconfianza.

- Podría decirse que sí.

- ¿Conoce usted su paradero en la actualidad?

- Murió –atajó ella, sin mostrar la menor duda en tal afirmación.

- Oh. En ése caso¿podría usted concederme una entrevista en profundidad?

- Lo siento, sé tanto como cualquier otra bailarina del coro. No puedo ayudarle.

Con esto, Christine dio la conversación por terminada, subió y cerró la puerta de su carruaje, sin mirar una sola vez atrás. El cochero se puso en marcha, dejando al periodista en la estacada. Y, aunque otros hubieran preferido conformarse, a éste periodista no le había parecido en absoluto convincente las declaraciones de la diva. Estaba claro que algo escondía.

Cuando Christine llegó, esperó encontrarse cualquier cosa menos los ojos de decepción que la aguardaban. Al entrar en el dormitorio, encontró a Raoul con la rosa roja envuelta con la cinta negra entre las manos. Christine frunció el ceñó y esperó a que él dijera algo. Ella no había hecho nada malo y sin embargo, en el rostro de Raoul sólo podía ver unos ojos que la recriminaban.

-He encontrado esto en tu cajón.

Christine asintió.

-La compré esta mañana. ¿Pasa algo? Como dijiste que podía comprar cuanto quisiera… ¿o acaso una rosa no se ajusta a nuestro presupuesto? –Christine prefirió atacar antes de ser atacada, aún a riesgo de parecer culpable de algo que no había hecho.

-Sabes que no se trata de eso.

-¿Entonces qué¡Eh¿Se puede saber que le pasa hoy a todo el mundo¿Por qué la gente está más preocupada de los muertos que de los vivos?

-Christine, no… ¿se puede saber qué te pasa?

-Esta tarde un periodista me preguntó también por…

Christine se interrumpió al ver la cara de sorpresa de Raoul.

-… ¿estás¿Estamos hablando de lo mismo? –preguntó Christine, algo confusa.

-No lo sé… dímelo tú.

- No… no… yo no… ¿de qué hablabas tú?

- ¡De la rosa! Si es esto lo querías deberías habérmelo dicho, no salir en medio de este diluvio…

Christine se sintió a la vez aliviada y avergonzada. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? Aquél maldito periodista había sembrado la duda en ella y la paranoia había amenazado su cordura. ¿Estaría a tiempo de reparar el daño? El ceño fruncido de Raoul indicaba que estaba empezando a atar cabos.

- Oh, Dios, Raoul, estoy tan cansada que no sé lo que me digo… ¿me perdonas?

- Claro, pero… ¿de qué muerto estabas hablando?

- Nada, nada… es que… -Christine se quedó sin palabras. Trató de pensar con velocidad, dar una excusa apropiada- no me encuentro muy bien y… no sé.

- Bueno, está bien, no pasa nada –dijo el rápidamente al ver la pálida cara de Christine. Fue hacia ella y le dio un beso en la frente-. ¿Fue bien la audición?

Dios, la audición. Casi la había olvidado. Por primera vez en bastante tiempo, Christine sonrió, y, aunque Raoul lo percibiera como algo agradable, no se percató de la nostalgia con la que ella habló.

- Me han dado el papel.


N.A.¡Buenas! Al final me he decidido de ir a por el Fantasma! Hace ya un tiempecillo que tengo esto escrito, pero me faltaba poner un final de capítulo más o menos adecuado. Sé que debería estar escribiendo otras cosas k tengo a medias, pero me sentía más inspirada por el fantasma... En fin¿qué me decís, gente¿Sigo o no¡Por favor, decidme que sí porqué ya he escrito el capítulo 2!!

Hasta pronto!!