Miraba fijamente el rostro de su hijo, que le devolvía la mirada con unos ojos iguales a los suyos. Le sacó de la cuna y lo cogió en brazos, aun observándole cariñosamente.
—Oh, Philip... —le acaricia el rostro, haciendo que el bebé sonriese—. Cuando sonríes, me deshaces —se muerde el labio.
Philip rió y alzó las manos hacia su padre, haciéndole sonreír. A su vez, Eliza se asomó a la habitación de su hijo, viendo unos de los momentos más dulces que, de vez en cuando, podía presenciar.
—Hijo mío... Orgullo no es palabra suficiente para definir lo que siento —besó en la cabeza a Philip, haciendo que este empezara a jugar con su cabello—. Iluminas mis días mejor que el sol del amanecer.
Alexander se sentó en la silla que descansaba cerca de la cuna y suspiró, recordando su infancia.
—Mi padre jamás estuvo a mi lado. Pero te juró que estaré contigo siempre que me necesites. Haré todo lo que tenga que hacer.
Philip se acurrucó en el pecho de su padre y cerró los ojos, claramente con la intención de dormir.
—Haré que el mundo sea seguro para ti. Pequeño, has nacido junto con nuestra nación. Pelearé por ti. Lo haré bien por ti. Y si hacemos los cimientos fuertes, podré darte el mundo. Y sé que, algún día, nos sorprenderás a todos. Lo sé —le susurró Alexander a su hijo mientras este se dormía. Se levantó de la silla y dejó a su mayor orgullo en la cuna.
Eliza se adentró en la habitación y abrazó por los hombros a Alexander, besándole la mejilla.
