No conseguía dormirse. Hiciese lo que hiciese. Llevaba horas dando vueltas en la cama pero le resultaba imposible dar con una postura comoda. El calor sofocante se pegaba a su cuerpo haciendo que la fina tela que la cubría se adhiriese aún más a ella por el sudor, agobiandola.

La claridad de la noche de verano tampoco contribuía a que conciliara el sueño y el ruido de la fuerte tormenta veraniega lejos de arrulllarla entre las sábanas, la mantenía aún más en vela, con el esporádico rugido de los rayos en la distancia que iluminaban momentáneamente la estancia; debía conseguir dinero y comprar unas cortinas. o unas mosquiteras.

Según los pronósticos meteorológicos aún le esperaban un par de noches más así. Nunca lo había pasado tan mal en una noche calurosa, y pensó que quizá podía deberse al embarazo que ya abultaba su vientre y que le impedía dormir tranquila, incluso sin el angustioso calor.

Se colocó finalmente boca arriba y posó las manos en su barriga, mirando a contraluz el delgado perfil de su marido.

Su plácido siseo la sacaba de quicio. ¿Cómo se atrevía a dormir a pierna suelta y prácticamente roncar como un mono mientras ella permanecía despierta noche tras noche? Ese bebé era de los dos. ¿No debería solidarizarse un poco con ella y quedarse despierto al menos?

Tironeó un poco de su brazo, con la esperanza de que se despertase. Pero apenas pareció notarlo. Ella volvió a zarandearle con algo más de fuerza a lo que él contestó con un gruñido y un "Duérmete ya, AA" molesto, dándole la espalda.

Resopló y se cruzó de brazos. Las cifras flourescentes del despertador tililaban a su lado: Las cuatro y veintidós.

Sollux y ella se conocían desde críos. Habían ido juntos a clase y asistido juntos al baile cuando se graduaron. Todo parecía ir bien, pero poco después de que empezasen la universidad, el padre de Sollux, que era quien pagaba sus estudios de Informática, había enfermado y muerto de cáncer en cuestión de meses. Aradia siempre había considerado que Sollux y su padre tenían una magnífica relación y no le resultó para nada extraño que tras su muerte, el muchacho cayese en la más profunda de las depresiones. Dejó de estudiar, de salir a la calle, de dormir, de comer... Su madre y su por entonces novia no sabían que hacer con él.

Hasta qué un día, y sin precio aviso le pidió que se casara con él alegando que si el cáncer de su padre era hereditario, al menos quería morir junto a la mujer que amaba.

Ella aceptó sin pensarlo dos veces y pocos meses después dejó la universidad también por el embarazo.

La madre de Sollux y los tíos de Aradia los ayudaban en cuanto podían, pero al ser tan jóvenes y apenas tener estudios o experiencia, nadie les contrataba. No habían pagado la factura de la luz de este mes y casi estaban en el siguiente, por no hablar de la deuda del alquiler que arrastraban desde hacía meses.

Aradia estaba sumida en estos pensamientos mirando al techo cuando unos débiles sonidos de pisadas en el pasillo la alertaron. No quiso darle importancia, pero el chirrido de la puerta de su habitación era inequívoco. Un pequeño cuerpecito vestido sólo con una camisetita naranja y unos pantaloncitos blancos asomó primero y se acercó titubeante a la cama después. Con cautela agarró el camisón de ella tirando. Los azules ojos del niño se clavaron en los de ella.

-Mami no me puedo dormir...