Nota: Los personajes de Marvel son de Marvel y los míos son míos. Y no, nada de dinero; esta vez tampoco (así no hay quien se gane la vida…) En fin, tengo que terminar Genus, pero como voy a estar varios días sin posibilidad de acceso a Internet (todos conmigo: Ohhhh…), he pensado en publicar este capítulo de una nueva historia para compensar. Se desarrolla en el mismo universo de "Genus", pero habla de hechos acaecidos varios años antes. La idea me vino porque hay varias personas que se interesan por Emma y su familia y como no los voy a tocar directamente en otras de mis historias, pues lo hago aquí :-)
Como siempre, los comentarios son bienvenidos.
"Todo empieza en algún lugar, aunque muchos físicos no están de acuerdo."
"Papá Puerco" de Terry Pratchett.
Ahora que he alcanzado "cierta edad" (parafraseando a mi madre), me he vuelto obsesivo con mi memoria. Trato de conservarla, como un raro espécimen en formol, con el convencimiento de que algún día pueda servir a otros. Tal vez yo, Edward Frost, no haya salvado el mundo directamente, pero sí he participado en su conservación. Quién lo iba a decir cuando era un niño.
Porque es precisamente esa etapa de mi vida la que más me obsesiona, los sucesos acaecidos hasta que cumplí los diez años. Supongo que se deberá a que fue entonces cuando se establecieron los pilares de mi personalidad. O tal vez a algo tan simple como que la mayoría de los mejores momentos de mi vida ocurrieron entonces. Aunque el prólogo no pintaba nada bien.
Mi primer recuerdo consciente de verdad es el de un funeral. Antes de eso no puedo recavar gran cosa, salvo alguna imagen de color blanco o unas pocas sensaciones inconexas, pero perdurables.
El funeral, sin embargo, puede calificarse como el hito de mi memoria; su piedra base. A veces lo comparo con una película, pues es así como la veo: con sus escenas y diálogos, aunque sin ningún otro estímulo sensorial. Por ejemplo, soy incapaz de recordar si hacía frío o no. Sólo puedo suponerlo, dada la abundancia de abrigos, cuellos altos y manos en los bolsillos. Y supongo, de la misma forma, que el hombre en cuyos brazos me hallaba no sentía las bajas temperaturas, al ir sólo con un traje oscuro de lino. Como yo era muy pequeño, creí que la inmunidad al frío de aquel hombre, a quien yo conocía tan sólo como Bobby, se debía a algo tan sencillo como el enfado. Al fin y al cabo, le había gritado a mi madre sobre su indumentaria, recriminándole que vistiera de blanco, incluso en un día como aquel, cuando lloraban a sus amigos muertos.
Como he dicho, carezco casi de recuerdos hasta ese momento, pero supe que nadie le gritaba a mi madre y salía ileso. Claro que no se trataba de una situación normal y de eso sí me di cuenta. Mi madre no respondió al ataque porque apenas podía mantenerse despierta. Miraba el mundo con unos ojos de un azul desvaído hundidos en su rostro macilento. Por lo habitual, lo poco que sabía, mi madre mostraba un aspecto impecable al mundo, con una preocupación por su apariencia que rozaba la psicosis. Ese día, sin embargo, se puso lo primero que pilló. Y sí, vale, cualquier cosa en el armario de mi madre costaba mucho dinero y podía hacer morirse de envidia a cualquier señora de la jet set, pero tal comportamiento resultaba impropio en ella. Ese día era diferente a todos los demás y lo sería, también, al resto que vendrían.
Más tarde lo conoceríamos como "Día de la Catástrofe", aunque yo prefiero el término "Jornada del Dolor". Y si bien el funeral se produjo después de dicha fecha, siempre he considerado que forma parte del mismo paquete.
En parte, me alegra no recordar lo que ocurrió. Tenerlo que saber a través de otros o mediante la lectura. Reconozco que vivir esa experiencia no hubiera sido muy agradable. Mi madre apenas me habló de ello y no se lo reprocho. Ella, como telépata, fue una de las piezas clave. Tuvo que hacer de tripas corazón, unirse a los demás telépatas de la Tierra (a los que Charles Xavier reunió, al menos), viajar a la Antártida y, una vez allí, utilizar su poder para trastocar la mente de los humanos no mutantes (y de aquellos mutantes que trabajaban para ellos). No dudo de que lo hizo porque no había otra salida. Que no se me malinterprete, yo siempre quise a mi madre (incluso en los momentos en los que no lo parecía), pero reconozco que era de naturaleza más bien egoísta cuando se hablaba de riesgos mortales. Mi madre no quería morirse por nada. En eso se parecía bien poco a la "oh eternamente sacrificada" Tormenta o a Lobezno, capaz de matarse por una cerveza. Los Frost siempre hemos anhelado la trascendencia. Si mi madre hizo lo que hizo, fue porque ni todo el dinero del mundo iba a poder salvarla. No de esa gente empecinada en asesinar a todo mutante en la Tierra (y planetas circundantes). La desgracia, la verdadera tragedia de la Jornada del Dolor, es que el modificar los recuerdos de nuestros enemigos se transformó en una victoria pírrica. Ellos atacaron justo el mismo día, acabando con un cuarto de los nuestros. Cíclope, Pícara, Kitty Pryde o el mismísimo Charles Xavier murieron en esa fecha, dejando huérfanos no sólo a sus respectivas familias. Brutal fue, sobre todo, la pérdida del Profesor Xavier, más que nada porque desestabilizó toda la estructura psíquica creada en la Antártida, llevándose a gran parte de los telépatas y obligando a los restantes a realizar un esfuerzo sobrehumano para suplirle. De ahí que en el funeral, mi madre no pudiera mantener los ojos abiertos sino gracias a su famosa tozudez y Jean Grey apenas estuviera consciente. Recuerdo que no lloró en ningún momento. No creo que hubiera podido: ni siquiera se apercibía de lo que le rodeaba. Tormenta y Bestia la sujetaban, aunque ellos mismos necesitaran ser consolados. En especial Munroe, quien parecía presa de terribles remordimientos. En ese momento no supe por qué. Luego me enteré de que su amante (el temido y vilipendiado al tiempo que alabado Erich von Sachsen) ya había predicho aquel terrible día.
Fue en ese instante, cuando me preguntaba la razón de su congoja, cuando vislumbré la carita seria de su hija, Aisha Munroe. Su expresión y aquellos ojos de un azul glacial están grabados en mi memoria. No sé por qué me causó tal impresión. Yo nunca he sido, lo que se dice, impresionable, más bien todo lo contrario, pero desde aquel día no pude ser indiferente a Aisha. Ya entonces mostraba el aura de serenidad por el que sería conocido. No pude apartar los ojos de ella, como si fuera un ratón frente a una cobra. Ella se dio cuenta y me devolvió la mirada; no era amable, aunque tampoco áspera, pero se te clavaba hasta el alma. Sentí un poco de miedo y, sobre todo, vergüenza. Ella continuó con sus ojos fijos en mí, apenas acariciados por el flequillo azabache, y entonces, de repente, esbozó una sonrisa casi imperceptible, un gesto entre dulce y alentador.
Mi corazón dejó escapar un latido.
— Ey, ¿qué te pasa, pequeño? – me preguntó Bobby, balanceándome levemente entre sus brazos.
Yo no pude responder, hechizado. Bobby siguió mi mirada, asombrado por mi mutismo.
— Oh, ya veo – dijo, sin poder disimular la jocosidad en su voz.
Aisha dejó de prestarme atención, para dirigirla al joven Summers-Grey, quien se había puesto a llorar a moco tendido. Mi leve animadversión hacia Daniel viene, creo, de ese día. No sé cómo se las arregla para que todo el mundo esté pendiente de él.
El humilde servicio acabó varios minutos después, con la temblorosa bendición de Kurt Wagner. Mientras bajaban los ataúdes al foso, Jean Grey se desmayó. En otras circunstancias, mi madre se hubiera chanceado de ello, pero como ya he mencionado, aquella vez era diferente. Apenas sí arqueó la ceja. Bobby dio varias zancadas hacia Jean, pronunciando su nombre en tono preocupado. Tuvo que pasar por delante de mi madre y notó cómo ella apartaba la mirada, como si sufriera un profundo malestar. Nosotros nos encontrábamos apartados del grupo principal de Jean y compañía. Por un momento, Bobby se encontró entre los dos, en tierra de nadie. Me miró; esa mirada franca y simpática capaz de derretir el hielo. Me besó en la coronilla, lo cual me avergonzó un poco. Luego, se dio la vuelta, en silencio, y rodeó a mi madre con su brazo izquierdo. También la besó, pero a ella en la frente. Me avergonzó igual. Mi madre emitió un suspiro apagado, demasiado cansada, supongo, para decir nada.
— ¿Quieres que vayamos a casa? – le preguntó Bobby, en un susurro que se perdió en la rubia melena de mi madre.
Ella asintió, pegando el rostro a su cuello. Bobby nos sacó de allí, sujetándome con el brazo derecho y sosteniendo a mi madre con el izquierdo, rodeando sus hombros.
No recuerdo ninguna conversación posterior, ni en qué coche fuimos ni qué cenamos. Sólo recuerdo que me sentí feliz porque Bobby hablara de mi casa como "nuestra" casa.
Supongo que porque fue la primera y única vez que lo hizo.
