Disclaimer: Shingeki no Kyoujin no me pertenece. Es propiedad de Hajime Isayama.


No existía más.

Objetivamente, Erwin Smith ya no existía más. Sólo quedaba una fría lápida donde expiar sus lamentos. Seguro que eso no era lo que el comandante esperaría de sus hombres. La conocía, ya había visitado la nueva morada del rubio y no era nada espectacular a la vista, no como lo había sido él. Cada segundo que pasó desde su muerte, su pecho parecía comprimirse ante la presión de saber que él ya no estaría para dirigirlos. No. Que ya no estaría a su lado para guiarlo.

Suspiró recordando aquel viaje al mar. Sí, había sido la mejor experiencia que había tenido hasta ahora, en especial después de haber vivido en esa sucia ratonera bajo tierra pero, ¿valía la pena? ¿De verdad para eso había luchado? Miró a sus hombres, a los ocho sobrevivientes. Si no fuera por Hanji, quizás habría terminado abruptamente con todo a su alrededor de una vez, justo como al haber presenciado la muerte de Farlan. No. Tampoco era así.

Ahí estaba una vez más, frunciendo el ceño frente a la roca esculpida que rendía honores a quien alguna vez supo ver más en él de lo que él mismo había logrado. ¡Qué molestia! ¿Es que acaso no podrían haber utilizado un material más digno de alguien como él? No. No lo había, no para Levi.

Se colocó los guantes y un par de pañuelos que servían para cubrir su nariz y cabello, otros más para asear adecuadamente, estaba listo para limpiar y rendir honores a su comandante, pero no podía avanzar. ¿Por qué?

Las flores casi eran de papel, tan irreales y perfectas, coloridas. ¿Acaso en un mundo tan podrido y cruel podían existir esas cosas? Respiró el dulzor y la frescura de las plantas a su alrededor. Erwin no merecía ser tratado como el resto. Él no era suciedad; era su fortaleza, el motor de sus últimos años. No podía tocarlo con los guantes, no necesitaba hacerlo. Tampoco era útil usar pañuelos: el aroma del rubio era la suavidad del jazmín, la entrega de la azucena, floreciente en la primavera. Su pecho se contrajo al recordar que Erwin no volvería a florecer, estaba muerto y a su alrededor sólo olía a tétrica gardenia, esa que anuncia el funesto destino de la humanidad.

¿Por qué insistía en repetirse a sí mismo que no volvería a verle? Claro. Si no lo hacía, insistiría en que, en cualquier momento, él aparecería por el marco de la puerta y daría algunas órdenes. Frunció el entrecejo y se retiró todo el equipo de limpieza, lanzándolo por ahí. Dio un par de pasos tratando de sacar toda esa mierda de su cabeza. Sentir no era su actividad favorita.

—¿Erwin? —apoyó una rodilla sobre el césped y pasó un par de dedos por la lápida retirando el polvo que pudiera haber —Yo cumpliré tu sueño —era la primera vez que lo decía en voz alta —. Lamento ser egoísta, este cruel mundo no te merece, pero te necesita —no, él era puro: volver de la muerte para servir sentenciado a sufrir el desdeñoso golpe de ese asqueroso lugar, no lo merecía.

Un suspiro: sus palabras se borraron ante el susurro del viento anunciando la partida de Erwin Smith.

No.

Él era su razón para permanecer vivo.