"O Misty eye of the mountain below,
keep careful watch of my brother's souls.
And should the sky be filled with fire and smoke,
keep watching over Durin's sons."
Las catorce siluetas se encontraban plantadas frente a la rocosa puerta de tres pies de ancho y cinco de alto que se asomaba en el costado de la montaña, inmóviles, observando con cierta incredulidad hacia el oscuro interior del agujero.
Bilbo Baggins no podía dar crédito a lo que sus curiosos ojos azules veían. Meses atrás, de vuelta en su cómodo y cálido agujero-hobbit, en la plácida Comarca, Bilbo jamás habría pensado siquiera en aventurarse a tales eventos. Sin embargo, una cosa llevó a la otra, todo gracias a Gandalf el Gris, y ahora el pequeño Hobbit se veía pasmado delante de la entrada a la Montaña Solitaria.
Estaba cansado, en efecto, muy cansado por todo lo sucedido previamente. Y no podía negar que el pensar en la criatura que residía dentro de la feroz montaña de Erebor le inquietaba bastante.
Los enanos rompieron el silencio para dar paso a murmullos y discusiones entre ellos, sobre quién debería echar un vistazo primero, o sobre suposiciones de dónde habría guardado el terrible dragón su tan preciado tesoro. Bilbo trató de aguzar la vista, con la intención de averiguar qué se encontrarían del otro lado del oscuro umbral, sin atreverse realmente a hacer movimiento alguno. Finalmente, Thorin habló:
- Ha llegado el momento de que nuestro estimado señor Baggins, que ha probado ser un buen compañero en nuestro largo camino, y un hobbit de coraje y recursos muy superiores a su talla, y si se me permite decirlo, con una buena suerte que excede en mucho la ración común, ha llegado el momento, digo, de que lleve a cabo el servicio para el que fue incluido en la compañía; ha llegado el momento de que el señor Baggins gane su recompensa.
Bilbo comenzaba a impacientarse por la tan conocida tendencia del líder de los enanos a declamar sermones interminables siempre que tuviese la oportunidad. Sobre todo, sabiendo de antemano el rumbo de sus palabras.
Para estas alturas, Bilbo podía jactarse de conocer muy bien a Thorin Oakenshield, después de todo el tiempo que llevaban conviviendo. No estaba seguro de que pudiese considerarlo un amigo, como era el caso de varios de los enanos – Balin, por ejemplo – con quienes había mantenido más contacto, y quienes se habían mostrado menos hostiles para con él desde el inicio. Thorin era un tipo reservado y serio con quien en ninguna ocasión había sostenido alguna conversación que no tratara de su misión, del viaje, quejas sobre la incomodidad del hobbit o sobre su escasa experiencia en exteriores, o de sus intereses al respecto.
Sin embargo, Bilbo no podía negar que la actitud del enano había variado mucho desde que lograron escapar de los horripilantes trasgos de las montañas. Había sido un cambio evidente para todos, nadie lo hubo pasado por alto. Así como tampoco el extraño vínculo afectivo que Thorin parecía manifestar hacia la pequeña criatura de cabellos rizados a partir de entonces, como si hubiese descubierto el inmenso valor de una piedra preciosa oculta dentro de una llana roca.
Aunque algo desconcertado y ligeramente incómodo con dicha diferencia de tratos y atenciones, Bilbo optó por no protestar. Era mejor llevar las cosas en paz, teniendo en cuanta el tempestuoso temperamento de Thorin.
Por otro lado, la fatiga y el hambre no favorecían en nada al humor del pequeño hobbit, por lo que no necesitaba de sus parloteos.
- Si quieres decir que mi trabajo es introducirme primero en el pasadizo secreto, oh Thorin Oakenshield, hijo de Thráin, que tu barba sea todavía más larga. – dijo malhumorado. – ¡Dilo así de una vez y se acabó! Podría rehusarme. Ya los he sacado de dos aprietos que no creo que estuviesen en el convenio original, y me parece que me he ganado alguna recompensa. Pero "a la tercera va la vencida", como mi padre solía decir, y en cierto modo no pienso rehusarme. Tal vez esté aprendiendo a confiar en mi buena suerte, más que en los viejos tiempos. – Quería decir en la última primavera, antes de dejar la casa de la colina, pero parecía que hubiesen pasado siglos. – Sin embargo creo que iré y echaré un vistazo en seguida, para terminar de una vez. Bien, ¿quién viene conmigo?
Y, por supuesto, lo máximo que consiguió de eso fue que Balin le hiciera de vigía en la entrada, prometiendo que le acompañaría un trecho más adentro, y que aguardaría y gritaría por auxilio en caso de ser necesario – cosa que no reconfortó demasiado al buen hobbit, pero que igual apreció.
El pálido cielo sobre sus cabezas comenzaba a pintarse de nubes negras. Bilbo se deslizó por la oscura entradilla a la montaña, de manera sigilosa y – aunque quisiera negarlo – temerosa.
- Buena suerte, muchacho. – le deseó Balin, con sinceridad.
El afable enano se había encariñado con Bilbo. Este le dedicó un breve asentimiento agradecido y la mejor sonrisa que pudo formular a pesar del nerviosismo.
A diferencia de las toscas cuevas de los trasgos, los pasadizos de los enanos eran completamente rectos, con paredes y suelo pulidos, descendiendo poco a poco hasta algún punto en la distancia que se perdía en la oscuridad. Al menos – pensó el pequeño hobbit – podría tener la seguridad de que no tropezaría demasiado en su camino.
Justo antes de volverse y aventurarse en las penumbras del estrecho corredor, otra voz llamó su nombre.
- ¡Bilbo!
El aludido giró para vislumbrar a Thorin asomándose por el marco del portoncillo, sintiendo un golpe de esperanza. ¡Por supuesto que el noble Thorin Oakenshield no dejaría a un indefenso hobbit arriesgarse a entrar solo a la montaña del dragón!
Casi suspira de alivio, cuando las palabras que pronunció a continuación rompieron sus ilusiones:
- Ten mucho cuidado.
¡Oh, bueno! Por lo menos parecía preocuparse un poco por él. Bilbo se abstuvo de rodar los ojos, y optó por asentir. Si bien la falta de compañía en su pequeño allanamiento le decepcionaba, trató de ocultarlo.
Él mismo lo había dicho ya; habían llegado lo bastante lejos como para mirar atrás. No podía simplemente acobardarse ahora, después de todo lo que hubieron pasado, tanto él como los enanos. Y ya se había demostrado a sí mismo de lo que era capaz. No había nada que perder.
Con su sigiloso andar de hobbit, Bilbo avanzó por el largo y oscuro corredor, entornando sus ojos con el fin de poder ver por dónde pisaba y hacia a dónde iba. El pasillo de fría piedra parecía no tener fin. Podía sentir la superficie llana y gélida bajo sus pies descalzos, y con las yemas de sus dedos acariciaba las paredes pulidas, tratando de orientarse.
Internamente, la parte menos Took del pequeño hobbit rezongaba inconforme: "¿Por qué tenías que meter las narices en esto, Bilbo Baggins? ¿Por qué tenías que salir de tu cómodo agujero-hobbit? ¡Estúpida aventura, y estúpidos tesoros! No me interesa ningún oro bajo la montaña, ni las joyas, ni nada que un dragón custodie. ¡Un dragón! ¡Vaya lío en el que te has metido, Bilbo! Tonto yo."
Sin embargo, seguía andando, en búsqueda de alguna puerta, algún indicio que le mostrara dónde estaba guardado el grandioso tesoro.
No mucho tiempo hubo transcurrido para que comenzara a sentir una ligera oleada de calor, una tibieza en el ambiente que resultaba bastante agradable, en contraste con el frío de la piedra bajo la montaña. Y, unos pasos más adelante, sus ojos – que ya se habían comenzado a acostumbrar a la perpetua oscuridad del camino – percibieron un inconfundible fulgor rojizo, similar a la luz emanada de una antorcha, solo que más poderoso y más cálido.
Bilbo se detuvo. La luz delineaba perfectamente la entrada a una habitación, a pocos metros de donde él se hallaba. El calor que provenía de esta era palpable; jirones de vapor danzaban por encima de su cabeza, acariciando sus rizos de color caramelo, bañándolos de humedad y haciendo que éstos se adhirieran a su frente de manera molesta. Había empezado a sudar.
Además, sus oídos pronto captaron otro ruido por encima de su agitada respiración. Era un sonido burbujeante, grave, como el ronroneo de un gato o el gorgoteo de alguna bestia. Ronquidos, catalogó Bilbo. Ronquidos de un dragón dormitando.
Sus pies se rehusaban a avanzar los últimos pasos hasta la entrada – que aparentaba la misma magnitud que la puerta por la que se había colado al interior de la montaña. Estaba seguro de que no le agradaría lo que encontraría allá, y seguir adelante sería, sin duda alguna, la más grande hazaña que haría.
Con un golpe de adrenalina, y el febril flujo de la sangre Took por sus venas, Bilbo se aventuró hacia la puerta, con sorprendente determinación. Asomó la cabecita por el umbral, echando un vistazo a lo que parecía ser la más inmensa y profunda de las mazmorras del castillo, en la raíz de la Montaña.
Sus ojos – abiertos de par en par – vagamente fueron capaces de apreciar los interminables montes de tesoros y oro que llenaban la habitación, iluminaba por aquel ardiente resplandor, antes de vislumbrar la fuente de dicha luminosidad. Echado en el centro de todo, sobre una gran montaña de monedas y piezas de oro y piedras preciosas, se encontraba el mismísimo dragón. Smaug.
Bilbo había escuchado, a lo largo de su emocionante trayecto hacia Erebor, un sinfín de canciones y relatos sobre la Ciudad bajo la Montaña y la tan temida bestia que se había apoderado de sus tierras y sus riquezas. Le habían contado las más terribles calamidades sobre los dragones, sobre su irracional codicia y ambición por los tesoros – especialmente el oro –, sobre su aterradora apariencia: sus tempestuosas alas, batiéndose al vuelo como un huracán; las impenetrables escamas que cubrían su cuerpo; las despiadadas garras que poseían, capaces de aniquilar a cualquiera a su paso; la ferocidad de sus fauces, de colmillos tan afilados como espadas, y su devastadora capacidad de escupir fuego. Incluso habían mencionado la fiera sagacidad de su ingenio, tan agudo y déspota que resultaba imposible.
Pero, supo entonces, que todas aquellas historias se quedaban cortas en comparación con la magnificencia de la criatura que tenía frente a sus ojos.
Bilbo contuvo el aliento, pasmado ante la visión de tal bestia. No tenía palabras para describir su sorpresa al verlo. El dragón aureorrojizo dormía profundamente; de las fauces y fosas nasales le salían nubecillas de humo con cada ronquido que emitía.
El fulgor provenía de su mismo cuerpo, emanado por sus impresionantes escamas, dando la apariencia de que detrás de éstas había fuego puro y candente. Su larga y fuerte cola se enrollaba a su alrededor, al igual que sus enormes patas, recogidas debajo de sí. Sus alas, plegadas sobre su lomo, relajadas. Parecía inmerso en un sueño imperturbable, reclinado ligeramente de lado, exhibiendo ante Bilbo un sutil vistazo hacia su largo vientre, cubierto casi en su totalidad por fragmentos de oro y piedras preciosas de estar tanto tiempo acostado sobre su valioso lecho.
Indudablemente, era la criatura más majestuosa y sorprendente que jamás hubo visto.
Fue inevitable que permaneciera un largo rato allí, contemplando a la bestia durmiente, impresionado por su magnificencia. Pasaron varios segundos antes de que sus pulmones demandaran, impetuosamente, la entrada de oxígeno. Tuvo que cubrir su boca para no proferir algún jadeo sonoro que lo delatara.
Luego, sus ojos vagaron nerviosamente por la vastedad del tesoro, que se extendía de manera interminable por todo el ancho del resplandeciente sótano.
No muy seguro de sus actos, se arrastró silenciosamente hacia el montículo de objetos preciosos más cercano, dispuesto a tomar alguna pieza de oro o algo valioso que sirviera como prueba a los enanos de que había tenido éxito en su misión y había dado con el increíble tesoro bajo la Montaña.
Pero entonces, recordó algo que había mencionado Thorin en su discurso previo a su intrusión a la Montaña, de entre todas las cosas que había dicho que a Bilbo se le habían antojado irrelevantes. Había dicho que, cuando encontrase los pasajes que lo llevaran al salón del gran tesoro, debía buscar una joya en específico: la Piedra del Arca, la más gloriosa y valiosa de todas las joyas.
Dijo que él sabría de cuál se trataba en el momento en que la viera; no había otra que se comparara con su maravillosidad, o el poder que irradiaba desde su centro.
Bilbo recorrió el lugar con la mirada una vez más, y otra, y otra vez, tratando así de localizar la tan afamada Piedra del Arca. Pero, por supuesto, dicha tarea parecía ser imposible, teniendo en cuenta la inconmensurable cantidad de tesoros que había a su alrededor.
Mirando de soslayo al inmenso dragón, expectante del menor movimiento que éste hiciera, trepó por los montes de oro, plata, gemas y diamantes, procurando hacer el más mínimo ruido posible.
Buscó así entre los montones y montones de objetos invaluables, tomando entre sus manos las piedras preciosas que le parecieran de mayor magnitud o valor, pero descartándolas todas ya que no aparentaban la descrita grandiosidad de la Piedra del Arca de los enanos.
Lo que Bilbo no sabía – bien porque, posiblemente, nadie se lo hubiese comentado antes – era la importante virtud de los dragones para recordar y llevar un impecable conteo de todas y cada una de sus riquezas, hasta la última y más insignificante onza de oro, sobretodo después de tan larga posesión. Así como el alarmante hecho de que los dragones presumían un agudo sentido del olfato.
Smaug se removió ligeramente sobre su lecho de oro y diamantes, sacudiendo apenas un ala y desplegando sus garras, estirándose perezosamente en su profundo soñar. Esto hizo al pequeño hobbit dar un brinco, sobresaltado, y corrió a buscar escondite en alguna parte. Se ocultó detrás de uno de los fuertes pilares de piedra que rodeaban la habitación, con el corazón latiéndole desembocado.
El ritmo de los ronquidos del tremendo dragón cambió de tono, disminuyendo hasta tornarse en una respiración áspera y constante, como un resoplido.
Estaba despierto. Smaug había despertado.
Exaltado por tal comprensión, Bilbo fue apenas capaz de introducir una temblorosa mano a su bolsillo, buscando desesperadamente hasta que consiguió deslizar el anillo en su dedo medio – mismo anillo, misterioso y enigmático, que había descubierto en las cuevas de los trasgos, tras encontrarse con aquella extraña y oscura criatura de las profundidades de las montañas. Las piernas le temblaban con violencia, presa del miedo.
Un par de enormes ojos, de un ardiente color ámbar, parpadearon y repasaron sinuosamente la habitación, con ferocidad. Bilbo apretó los labios con fuerza, ahogando los jadeos agitados que querían escapar de su boca. La bestia inspiró y exhaló con fuerza, provocando que una espesa nube de humo inundara el salón.
El hobbit colocó instintivamente una mano sobre su respingada nariz y boca, de manera que no inhalara el denso vaho del dragón, y previniéndose a su vez de toser.
Entonces, Smaug habló, con una voz tan profunda y gutural – ligeramente enronquecida – que provocó un escalofrío a través de la columna de Bilbo, anudando su garganta.
- ¡Bien, ladrón! Te huelo y te siento. Oigo cómo respiras. ¡Vamos! ¡Sírvete, que hay mucho y de sobra!
Pero Bilbo no movió un solo músculo. La enorme cabeza del dragón se asomó por entre los pilares, buscando al intruso con sus llameantes ojos. Bilbo dio un respingo, creyéndose descubierto por una milésima de segundo, pero entonces recordó que llevaba puesto el anillo y era improbable que Smaug lo hubiese visto, oculto donde estaba.
Retrocedió con el mayor sigilo que pudo, enfocándose en sus pasos para no pisar algún objeto valioso o dar una mala zancada que pudiese revelar su ubicación.
- ¡No, gracias, oh Smaug el Tremendo! – replicó el hobbit. – No vine a buscar presentes. Sólo deseaba echarte un vistazo y ver si eras tan grande como en los cuentos. Yo no lo creía.
- ¿Lo crees ahora? – dijo el dragón un tanto halagado, pero escéptico, a la vez que entornaba los ojos, buscando la fuente del sonido.
- En verdad, canciones y relatos quedan del todo cortos frente a la realidad, ¡oh, Smaug, la Más Importante, la Más Grande de las Calamidades! – contestó Bilbo casi al instante.
- Tienes buenos modales para un ladrón y un mentiroso. – dijo Smaug, su voz vibrante y aguardentosa hacía al pobre hobbit estremecerse. – Pareces familiarizado con mi nombre, pero no creo haberte olido antes.
Y lo decía en serio. La extrañeza del aroma que el pequeño saqueador expedía resultaba intrigante y un tanto fascinante al dragón. Por más que intentara recordarlo, comparando mentalmente el efluvio que percibía del intruso – una sutil mezcla dulzona de madera, tierra húmeda, libros viejos y algo similar al jengibre, vagamente opacada por el aroma del bosque, lluvia, transpiración, animal de carga (pony) y lodo – con los vestigios del olor a enanos que persistían en alguna parte de los túneles de la Montaña (y en los ponis que recién se había merendado horas antes), o la pomposa esencia de los elfos, o el característico hedor de los humanos, o cualquier otra criatura que hubiese conocido con anterioridad, le era imposible reconocer a qué ser le correspondía dicho olor.
- ¿Quién eres – prosiguió – y de dónde vienes, si puedo preguntar?
El hobbit no detuvo su movimiento, andando en retroceso para alejarse del dragón cada vez que éste asomaba su cabeza por entre los pilares, u olfateaba detrás de los mismos. Por supuesto que no planeaba ser descubierto y devorado, por lo que pensó en una táctica ingeniosa para tener al dragón entretenido mientras buscaba la manera de escapar.
Había escuchado, si los enanos no se equivocaban, de la brillante afición que tenían los dragones hacia los acertijos, así que optó por probar su suerte. Ya una vez le había funcionado.
- Vengo de debajo de la colina, y por debajo de la colina y sobre las colinas me condujeron los senderos. Y por el aire. Yo soy el que camina sin ser visto.
- Eso puedo creerlo – dijo Smaug, con una chispa de curiosidad –, pero no me parece que te llamen así comúnmente.
- Yo soy el descubre-indicios, el corta-telarañas, la mosca de aguijón. Fui elegido por el número de la suerte.
- ¡Hermosos títulos! – se mofó el dragón. – Pero los números de la suerte no siempre la traen.
- Yo soy el que entierra a sus amigos vivos, y los ahoga y los saca vivos otra vez de las aguas. Yo vengo de una bolsa cerrada, pero no he estado dentro de ninguna bolsa.
- Estos últimos ya no me suenan tan verosímiles. – bufó Smaug, con sorna, emitiendo una nube de humo.
- Yo soy el amigo de los osos y el invitado de las águilas. Yo soy el Ganador del Anillo y el Porta Fortuna; y yo soy el Jinete del Barril. – prosiguió Bilbo, comenzando a entusiasmarse con sus propios acertijos, a la vez de que trataba de no delatarse.
- ¡Eso está mejor! – admitió Smaug. – ¡Pero no dejes que tu imaginación se desboque junto contigo!
Por supuesto que esa había sido la manera correcta de hablar con un dragón, se dijo Bilbo, y la mejor oportunidad para ganar tiempo mientras miraba a su alrededor furtivamente en busca de un camino fiable para llegar sano y salvo a la salida, y así poder huir del imponente dragón frente a sí.
Smaug, por su parte, se encontraba en la audaz tarea de absorber todos los datos proporcionados por el supuesto ladrón, hilando cada uno de éstos y maquinando una explicación lógica que los contuviera, para así poder exponerlo ante sus ojos. Sus cavilaciones estaban encaminadas hacia los enanos y los hombres del lago – que en parte, era verdad.
Y, al mismo tiempo, concentraba su oído y olfato para determinar la ubicación del hobbit. Estaba seguro de saber en dónde se escondía, y planeaba tomarlo desprevenido mientras hablaban, cosa que Bilbo ignoraba.
- ¡Muy bien, oh Jinete del Barril! – habló Smaug en voz alta, fingiendo no percibir el casi nulo movimiento del saqueador sobre los montículos de tesoros, que procuraba no hacer ruido alguno. – Tal vez tu pony se llamaba Barril, o tal vez no, aunque era bastante grueso. Puedes caminar sin que te vean, pero no caminaste todo el camino. Permíteme decirte que anoche me comí seis ponis, y que pronto atraparé y me comeré a todos los demás. A cambio de esa excelente comida, te daré un pequeño consejo, sólo por tu bien: ¡No hagas más tratos con enanos mientras puedas evitarlo!
La sorpresa y la fuerza del rugido que profirió el dragón con las últimas palabras hizo que Bilbo tropezara y cayera de espaldas sobre el monte de monedas y piezas de oro y plata, deslizándose cuesta a bajo.
Los fieros ojos de Smaug, del color de las llamas mismas, destellaron con satisfacción en dirección del hobbit, victorioso por haber atrapado a la criatura.
- ¡Te tengo, ladrón! – cantó en un grave ronroneo, erizando los vellos de la nuca de un horrorizado Bilbo.
Justo en el momento en que la tempestuosa cola del dragón lo golpeara, el hobbit se rodó sobre su espalda, esquivando escasamente el devastador impacto del apéndice del reptil – que chocó con tanta fuerza contra las piezas de oro y plata que consiguió proyectar al hobbit varios metros más allá, aterrizando en otro monte de tesoros.
Bilbo gimió, sintiendo la dureza de la superficie debajo de su espalda y nuca. Habría jurado que su cabeza se había estrellado contra un lingote de oro. Dirigió una mano hacia la parte trasera de su cráneo, frotándolo con una ligera mueca, sus dedos perdiéndose entre sus rizos color caramelo.
Al abrir los ojos – que no se había percatado que había cerrado –, aturdido por el golpe, se encontró con la incandescente mirada de Smaug puesta directamente sobre él. El terror lo paralizó, abriendo la boca para tomar una ansiosa bocanada de aire. Sin duda, sería su fin.
Sin embargo, lo que percibió en los iridiscentes ojos del dragón aureorrojizo fue algo distinto a la ira o rabia, ni siquiera indignación. Sí, había un toque de malicia en aquella mirada astuta, e inclusive algo de complacencia. Pero no era enfado lo que veía, sino una mera e inmensa curiosidad. Sorpresa, se atrevería a decir también. Pero, ¿por qué…?
La respuesta llegó a sí como una bofetada cuando dirigió una mirada hacia sí mismo, a la mano que se despegaba de su adolorida cabeza… No llevaba puesto el anillo. Éste se debió haber resbalado de su dedo al ser arrojado por el impacto de la cola de Smaug, cayendo al montón de tesoros y perdiéndose entre la infinidad de piezas de oro, plata y joyas.
Maldijo entonces su suerte, devolviendo su mirada atemorizada al temible dragón que se erguía ante él.
¡Hola, nuevos y viejos lectores!
Les presento aquí mi primer #Smaugbo. Me animé a escribirlo finalmente, aunque la idea la tengo desde hacia tiempo. Y quise compartírselos.
Está inspirado - como se muestra en el texto, claramente - en el momento en que Bilbo se encuentra con Smaug.
*Disclaimer del capítulo: La mayoría de los diálogos utilizados en éste capítulo son extraídos directamente del libro, al igual que algunas descripciones, por lo que no tomo créditos por ellos.
Todos los personajes aquí mencionados - y por mencionar - son propiedad exclusiva de la espléndida imaginación de J. R. R. Tolkien, al igual que los escenarios y criaturas.
Sólo el giro de la trama es producto de mi trastornada mente.
El primer párrafo que aparece en el itálicas (cursivas) es tomado de la primera estrofa de la hermosísima canción "I See Fire", por Ed Sheeran - canción tema de la película 'El Hobbit: La Desolación de Smaug'.*
¡Gracias por leernos, y espero que les guste éste fanfic tanto como a mí! xD
~ ¡Salutacionesess frabullosas! xx
