Muchos consideraban a Kuran Kaname un demonio sumamente posesivo bajo esa aura de poder y a pesar de todo serenidad que solía emanar.

Le consideraban posesivo con sus tierras, con el extenso reino que gobernaba y resguardaba con firmeza. Le consideraban posesivo con sus súbditos, con aquellos bajo su reinado por los cuales se comprometía a cumplir con su posición velando por ellos. Le consideraban posesivo con sus amigos, aquellos leales a él. Pero con lo que más le consideraban posesivo era con su familia.

Y ciertamente Kaname pensaba que quizás no se equivocaban. Cuando veía a su esposo y a su pequeño hijo de cabellos plateados y ojos borgoña, aquel fruto de la mezcla entre sus dos clanes, un inmenso orgullo y calidez se instalaban en él, así como la férrea certeza de saber que les protegería de cualquier cosa porque eran su familia. Era el hombre que amaba, el hijo de ambos; eran suyos y jamás permitiría que nadie les dañase. Y quien osara intentarlo definitivamente conocería la ira y el poder de un demonio que protegía lo que era suyo.