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El sol del atardecer resplandecía contra los ojos verdes del chico que reposaba en una silla de la cocina en la Madriguera. Ron acababa de salir a buscar a Hermione, que se había quedado en el jardín con la señora Weasley, alimentando a las gallinas.

-¡Mamá! –exclamó una voz femenina, muy cerca de la cocina, rompiendo la calma que rodeaba a Harry. Se enderezó y reconoció la voz de Ginny, llena de reproche. Inevitablemente, su cuerpo reaccionó al estímulo, y su corazón comenzó a bombear extremadamente fuerte.

-¡Necesito algo más cercano a Londres, lo sabes! –reclamó la bruja, entrando precipitadamente a la cocina. Se paró en seco cuando castaño con esmeralda se encontraron.

-¡Hija, no quiero que gastes demás en un departamento que no…! –la señora Weasley entró a la cocina y chocó con la estatua en que se había convertido su hija.

-Hola –dijo Ginny y sonrió automática y falsamente a Harry, que se hundió en su asiento. Su nerviosismo aumentaba a cien cuando Ginny estaba cerca.

Madre e hija siguieron discutiendo y Harry intentó confundirse con la cocina. Ron y Hermione pronto llegaron y se unieron a la discusión, pero Harry sólo prestó atención a lo que decían cuando escuchó su nombre:

-Y ¿por qué no te mudas con Harry a Grimmauld Place? –dijo Hermione cuando Ginny tomó un respiro para contestarle a Ron. Todo se quedó en silencio y las miradas se posaron sobre el mago en la mesa, que alzó el rostro y tragó saliva. ¿Ginny mudarse con él?

-Supongo que… sí –aceptó el chico. Hermione y la señora Weasley sonrieron, radiantes. Ron refunfuñó por lo bajo ante la idea de su novia y Ginny se quedó en silencio.

El sol resplandeció, ya casi extinguiéndose en el crepúsculo, brillando ahora en un par de ojos castaños, profundos.