Disclaimer: Todo, absolutamente todo pertenece a George R.R. Martin. Nada es mío, si lo fuera todos serían felices. ¡Sin afán de lucro!
La princesa caprichosa y el Lord pescador de la Isla de Tarth
(Basado en "El Rey Cuervo" de los hermanos Grimm)
Cap. I
"El muchacho, el bastardo de Robert…" — Dijo Stannis. A su lado, Davos esperaban. Su rey no sobreviviría el invierno, lo sabían. Stannis todavía podía verla, a la sacerdotisa roja, que bien sabía que se había equivocado. Stannis no era Azor Ahai. Había rezado por una visión y el fuego sólo le había dado "Nieve", pero no la que los rodeaba en el gélido norte. No, se refería al bastardo, al Comandante bastardo de la Guardia de la Noche, sin embargo, no podía abandonar a su rey, debían encontrar al muchacho. "No seré el último de mi linaje" repitió el Rey Stannis Baratheon, Rey legítimo de los Andalos, los Rhoynar y los primeros hombres, protector de los siete reinos, legítimo heredero del trono de hierro.
Estaba herido y la podredumbre se expandía. Era cuestión de tiempo. Todavía pensaba con amargura en la forma condescendiente en que Daenerys de la Tormenta había recorrido el gélido campo de batalla tras consumir a los Otros con el fuego de sus hijos, los dragones. No eran sus hijos en verdad, el hijo de su vientre, Rhaego, habiendo sido encontrado entre la horda de Khal Pono, vivo, esclavizado, pero vivo, era el verdadero hijo de sus entrañas.
Si Bran Stark no hubiera logrado apoderarse de la voluntad de los dragones, un cambiapieles era ese niño lisiado, tal vez todo Poniente habría sucumbido. Sus tropas fueron las que custodiaron el regreso del pequeño lisiado de regreso al Muro, protegiéndolo de los Otros hasta llegar al Castillo Negro, Ser Davos encontró al más pequeño, el salvaje Rickon, y sin embargo, ninguno de esos Stark se lo habían agradecido.
Se acercaba el final, se lo dijo a Ser Davos, demasiado débil para abandonar los aposentos que habían ocupado todos los Reyes de Ponientes antes de él. Ahí se encontraba el orgulloso Baratheon, que se negaban a ser el último de su estirpe. ¿Debía terminar así la línea de sangre que comenzó con los reyes Tormenta, con el matrimonio de Elenei, la hija del dios del mar y la diosa del viento, con Durreon, PesardeDioses? De ninguna manera. Sabía que aunque lograra conseguirle un esposo a su hija, cualquier criatura nacida de dicha unión no sería un Baratheon. Necesitaba un heredero completamente sano, fuerte, en edad adulta, uno que hubiera probado su capacidad para procrear y luchar.
Para su desgracia, Edric Tormenta no era el indicado. En el exilio tomó decisiones estúpidas, casarse con la hija de un vil comerciante de especias. Mucho oro, es verdad, pero nada de honor… y sin embargo, el bastardo herrero había logrado más de lo que se hubiera imaginado de una de las indiscreciones de Robert. Un huérfano del Lecho de Pulgas que de alguna forma se había ganado no sólo un título de Ser, sino también la mano de la codiciada y esquiva Arya Stark, a pesar de lo que se dijera de ella entre los supersiticiosos norteños: "Un hombre sin rostro", "una campiapieles", capaz de habitar la piel de su loba, Nymeria, o cambiar su mismo rostro a voluntad para ir acabando con todos y cada uno de los Frey y los Bolton que hubiesen existido sobre la faz de la tierra. Y sin embargo, se había casado y regresado al norte. ¿Por qué habrían sido los dioses tan misericordiosos con Robert? Stannis, que había rezado y luchado por un hijo sano, fuerte y capaz, un guerrero nato que trajera honor a la casa que nació de Orys Baratheon y Argella Dundarreon, la última reina de la Tormenta, no había logrado concebir un heredero fuerte, mientras que Robert, había esparcido su semilla por doquier… los Dioses, o tal vez el dios rojo de Melisandre, habían sido injustos.
Iba a morir, lo sabía, de la misma forma que sabía que Shireen tomaría la primera oportunidad que se le presentara para huir con ese lobo salvaje. Rickon Stark no era más que eso, un salvaje, tal vez peor que aquellos que habían logrado cruzar el muro. Lo veía en la mirada de su hija cada vez que la visitaba. Le ocultaba algo y el primo bastardo en el que confiaba como sólo había hecho con Ser Davos, la cubría. Mentía por ella. Desde que ese herrero llegó a Invernalia pensando que Arya Stark se había casado con el bastardo de Bolton, a pesar de la muerte segura en la pira que la presencia de Melisandre le auguraba, había tenido que soportar que Shireen lo buscara a él, o a Davos, para confiarles sus secretos. Había sido una hija tierna y cariñosa, pero no estaba consciente del deber que sobre su nombre y mano pendía. Ambos, tal vez por ser hombres de baja cuna, la secundaban en su mal comportamiento. Es verdad que Ser Davos le ganó el apoyo del Norte cuando regresó de Skagos con Rickon Stark, Peludo, el lobo huargo que probaba sus identidad, y la mujer salvaje que lo protegía como si lo hubiera parido, pero el contrabandista también tenía la mala costumbre de secundar a Shireen en cada una de sus decisiones poco apropiadas. No debía olvidar que era una doncella, ya había florecido, pero el efecto de la soriagris hacía estragos en su rostro, y eso era innegable. ¿Quién podría tomarla por esposa? Y en caso de que encontrara a un hombre de noble cuna, un abanderado de las Tierras de la Tormenta, tal vez, ¿no sería inevitable que la línea de los Baratheon muriera?
—No, no seré el último.
Ser Davos buscó al maestre, el Rey Stannis Baratheon, I de su nombre, no se encontraba bien. Había empeorado cuando llegó el bastardo del rey Robert. Una situación extraña. Ser Davos creyó que el muchacho no volvería a confiar en ellos o que opondría una fiera resistencia cuando el rey mandó que lo llevaran a Desembarco del Rey como fuera, en cadenas, si era necesario, pero salió por su propia voluntad del salón principal de Invernalia donde se había refugiado después las batallas contra los Otros. El muchacho tenía mérito, Aye, pero nada de lo que había hecho había sido por su Casa, aunque fuera un bastardo, lo había hecho por la Stark. Había fundido y martillado empuñaduras para las dagas de obsidiana en la última guerra. Durante la batalla, con los Otros emergiendo de la tierra y los dragones surcando los cielos, el muchacho había salvado la vida del Rey Stannis, prendiéndole fuego a un espectro, a pesar de que no hacía mucho tiempo que había estado dispuesto a arder para salvar a Shireen a quien encontró atada a una pira para obtener el favor de R'hllor. En ese entonces se refugiaba en una cabaña abandonada cerca de Villa Topo con una mujer, ahí lo habían encontrado antes de la batalla. Él se había subido él mismo a los leños ardientes para sacar a la niña. "Quieren sangre de rey, pues bien, tomen la mía, pero dejen a la niña ser". En ese momento, los hombres de la reina apagaron las brasas, a pesar de las órdenes de Melisandre. Se lo había ganado. ¿Y por qué? El comandante de la guardia, John Snow, el príncipe prometido, terminó con el misterio. Gendry era su nombre, un huérfano, aprendiz de herrero, había accedió a subir a la pira levantada por Melisandre para derrotar a los Otros, es verdad, también para salvar a la niña que se retorcía y clamaba por su madre, pero también lo hizo para que Melisandre tuviera el sacrificio que quería y no siguiera en su búsqueda de sangre de Rey, para evitar que supieran que aunque lo quemaran esa misma mañana gélida de invierno, había alguien más llevaba su sangre...
Gendry, el herrero, cargaba con la mitad de herencia de su baja cuna, y sin embargo, tenía sangre de rey, igual que el hijo que Arya Stark llevaba discretamente consigo. Cuando los hombres del Rey Stannis buscaron al herrero en las humildes barracas abandonadas en las que se había refugiado en su camino al Castillo Negro, él los siguió sin chistar. Lo único que pidió fue que su esposa no viera su ejecución.
Stannis no pudo evitar sonreír ante tal ironía. Él, que había pedido hijos sanos, sólo había visto neonatos y muertes tempranas, mientras que Robert, ese hermano ingrato y manirroto, había concebido un hijo que logró lo que él hubiera querido sobre todos los reinos que conquistó: Una Stark.
Cuando Arya Stark entró a sus habitaciones privadas acompañada de un lobo gigantesco, la incertidumbre casi logró opacar a la hilaridad de la situación.
"Su reclamo ya se llevó la vida de mi padre, no permitiré que se lleve a mi esposo también".
La gigantesca loba, Nymeria, peló los dientes y Stannis supo que los dioses tenían maneras extrañas de hacer justicia. Robert había amado a Lyanna, y ella había amado a Rhaegar, sangrando el reino hasta los cimientos, y ahora él tenía ante sí a la hija salvaje de Ned Stark, reclamando la vida del bastardo de Robert, el padre de su hijo.
Afuera, la pira se construía, aunque Stannis no tenía idea de quién sería la víctima. El muchacho, claro, Melisandre no le dijo que Shireen era la víctima escogida, señalada por los dioses desde que era un bebé.
Stannis había preferido no acudir a las preparaciones pero tuvo que hacerlo cuando apareció la niña sin rostro con un cuchillo contra su garganta. La muchacha le cortaría el cuello, no cabía duda, y si ella no lo hacía, lo haría su lobo. Todavía estaba muy débil, después de la batalla de Invernalia, y fue ahí donde tomó su decisión. "La semilla es fuerte" había dicho Jon Arryn, y el bastardo del bastardo de su hermano, bien podía garantizar cien años más de sangre Baratheon. Debía hacerse.
— ¿"Esposo", acaso puede un bastardo tomar esposa legítima acaso?
—Sí, ante los dioses del norte, los dioses de Invernalia. Regrésame a mi esposo y no morirás hoy.
La decisión era sencilla.
Cuando llegaron al lugar de la ejecución, la pira estaba siendo desmantelada, Shireen lloraba en brazos de Ser Davos y los hombres rodeaban a Gendry sin saber qué hacer.
Stannis gritó una orden, la niña fue liberada, pero en lugar de correr hacia él corrió hacia el bastardo que había ofrecido arder en su lugar. Entonces, los rugidos de los dragones ensordecieron a la multitud, y la verdadera guerra comenzó. Poco después supo que la Stark había dado a luz a un niño sano, sin más ayuda que la de Gendry, a unos días de llegar al Muro.
Después de ver un campo de batalla semejante, quién ocupara el Trono de Hierro carecía de importancia. Si la Targaryen lo quería, podía quedárselo, él reclamaría Bastión de Tormentas y moriría con dignidad.
Sin embargo, la chica Targaryen había recorrido los campos destruidos, las villas calcinadas y la mirada desconfiada de la gente. La gente sencilla, por supuesto, la misma que había integrado las huestes del bastardo del usurpador, reunidas cuando arrieros y granjeros se cansaron de ser la carnada de los ejércitos de los grandes señores. Sin saberlo, ese bastardo se las había arreglado para reunir a la gente común de las tierras de las tormentas y los ríos, los plebeyos, todos aquellos en quienes nadie pensaba, para reclamar que se les abriera las puertas de los refugios y se les entregara la cebada y el pan que necesitaban para sobrevivir el invierno. "Y luego el tonto se casó con el invierno". Las ceremonias norteñas son sencillas, y la pequeña Stark no necesitó mucho esfuerzo para convencer al herrero rebelde de prometerle fidelidad eterna frente a un árbol corazón. ¿Qué clase de poder oculto y perverso tenían las norteñas para hacer de cualquier hombre de la tormenta un perfecto imbécil?
Todo había comenzado para el herrero, cuando la gente, los sencillos, los enfurecidos y los atormentados por la guerra, no sólo decidieron protegerlo de la recompensa que se ofrecía por su cabeza al matar a soldados leales a los Lannister, una cuadrilla que intentaba violar a una joven que ni siquiera había sangrado, también decidieron seguirlo. Ese momento en el que los pobladores de la pequeña villa tuvieron que decidir si entregarían al herrero por unos dragones de oro o si resistirían cuando fueran a buscarlo, marcó el camino de la rebelión. Una segunda rebelión que se manifestó cuando Daenerys Targaryen se acercó al trono de hierro. Estaban cansados, los campesinos, los panaderos, los huérfanos, las septas, los sastres y los pastores. No querían más terror, más muerte, o más fuego de dragón. Daenerys entró a Desembarco del Rey esperando ver sonrisas y alivio en la multitud que le cedía el paso a su plata y los inmaculados que habían sobrevivido a sus guerras en el Este, pero en su lugar, encontró miradas de rencor, desconfianza y llanto de los niños cuyas madres escondían bajo sus faldas cada vez que Drogón, Rhaegal o Vyserion sobrevolaban la capital. "Las sombras", decían. Murmullos y gritos esporádicos seguramente lanzados por algún valiente. "¡Seremos carne de dragón, como antes alimentamos leones, flores y lobos!" Pocos lo coreaban, sólo se apartaban de su camino, sin intentar tocarla, sin acercarse. ¡Qué diferente recibimiento al que le habían dado sus esclavos liberados! La habían llamado "Madre", en Desembarco del Rey la llamaba "la hija del rey loco". Su primer día en el trono de sus ancestros fue sombrío. No había penitentes.
Fila tras fila de cortesanos le entregaba un noble u otro reclamando las tierras de algún vecino al que llamaban airadamente "traidor", "perro del usurpador", esperando ganarse la gracia de la reina, suponiendo que sería tan susceptible a la adulación como lo fue su padre. Todos querían lo mismo, que se les pagaran los daños de la guerra, que se les regresaran los castillos y tierras arrebatados. Los únicos ausentes eran los norteños, las Casas de las tierras de los Ríos y las Tormentas. Esa noche, Drogón desapareció. Voló y cruzó el mar angosto. No pasó mucho tiempo antes de que Rhaegal y Viseryon hicieran lo mismo. Pronto llegaron los reportes que afirmaban que los dragones habían regresado al lugar que consideraban su hogar, el mar de hierba dothraki y las pirámides de los antiguos amos de Mereen que habían convertido en sus guaridas. Podría haberlos buscado, podría haber marchado contra el norte y obligar a los cambiapieles a que cruzaran el mar y se apoderaran de la voluntad de sus dragones para obligarlos a volver. Pero Ser Jorah tenía razón: "Tenía un corazón gentil", y todo el empeño que había puesto en negarlo sólo había traído derramamiento de sangre y costosos errores y traiciones.
Cualquier otro Targaryen habría sometido al pueblo inconforme, pero Daenerys de la Tormenta anunció: "He sido más un Khal que una reina" y regresó al Este con sus dragones, donde pudo ver florecer los árboles de oliva que había sembrado antes de la guerra contra los otros, en una mansión, construida sobre la antigua pirámide de Mereen, donde pudiera crecer el príncipe Rhaego, heredero del reino al otro lado del mar, para aprender a gobernar, y sobre todo, cabalgar como un dothraki, como su padre, el invencible Khal Drogo. El pueblo, los libertos, los amos doblegados, así como los habitantes de todas las ciudades esclavistas o libres, del poniente o de las islas, que se refugiaron en la nueva capital de la que no arde buscando refugio de la invasión del invierno, llevaron con ellos sus oficios y conocimientos. Pronto, el reino del otro lado del mar angosto se apoderó de las rutas comerciales con el ir y venir de sus barcos repletos de artículos pocas veces vistos. Cristal capaz de preservar imágenes y deseos en su brillo, tejidos nunca antes vistos, telas fabricadas con hilos de capullo, vino ligero y espumeante, más ligero y dorado que cualquier otro que se hubiera producido en el Rejo, o hasta en Dorne. Los orfebres, algunos de Bravoos, otros de Volantis, trabajando juntos a fuerza de procurarse los unos a los otros técnicas nuevas y materiales exóticos, produjeron joyería y tocados de una delicadeza y originalidad nunca antes vistos, las flores de piedras preciosas parecían florecer en sus goznes y los insectos de oro, formados con aleaciones esmaltadas y piedras semipreciosas, brillaban de tal forma que parecían que en cualquier momento podrían volar de los tocados de las libertas que en la prosperidad de sus cosechas podían darse el lujo de adornarse con bellezas que nunca habrían imaginado que podrían siquiera tocar.
Cuando Daenerys mandó tirar las anchas puertas de madera tallada que sus arquitectos habían instalado en la nueva pirámide de Mereen, dio instrucciones de instalar en la ornamentada fachada de dragones tallados y caballos a galope, una sencilla puerta roja que había mandado traer quien sabe de dónde. Cuando la puerta se abrió para darle la bienvenida, se le escuchó decir: "Estoy en casa".
Mientras tanto, en Poniente, Stannis Baratheon entró a Desembarco del Rey rodeado de sus abanderados y aliados, junto a él, Ser Davos vigilaba la travesía, no por temor al pueblo, no. Por más oscuro y poco atractivo que fuera el rey que finalmente recuperaba el trono que le pertenecía, el que ganó su hermano, lo que le preocupaba al caballero de la cebolla era el saber si su Rey lograría atravesar las puertas de la Fortaleza Roja sin caer de su montura. Las heridas recibidas en el norte no habían sanado y su salud hubiera colapsado del todo a no ser por la fuerza de su férrea voluntad. La gente gritaba, sí, vitoreaban y lanzaban flores hechas de pergamino o trozos de paño viejo a falta de las flores reales que había matado el invierno. Gritaban "Baratheon", sí, pero no gritaban "Stannis".
Sentado en el trono de Hierro que fue de su hermano, recibió petición tras petición y cantidad de nobles que casualmente se presentaban con las pocas hijas jóvenes y doncellas que les quedaran con la esperanza de que el rey viudo se fijara en ellas. Era una solución, por supuesto, pero… ¿qué le garantizaba que una nueva esposa pudiera darle un heredero? Y si lo hacía… ¿quién ostentaría el poder tan pronto muriera dejando a un infante como rey? La familia de la reina madre, y los Lannister habían probado que la influencia de una reina y su Casa podía destruir un reino entero. No podía arriesgarse. Podía legitimar a Edric Tormenta, claro, pero al fin y al cabo era un Florent que había hecho un matrimonio estúpido, sí, pero también ventajoso. Al morir, los Florent se apoderarían del muchacho y de la dote de su baja esposa. ¿Quién evitaría que se convirtieran en unos nuevos Tyrell?
No. No habían pasado más de algunas lunas cuando la fiebre por fin lo alcanzó por completo. Desde su lecho, reunió la mayor cantidad de testigos posible, no cometería el mismo error que Robert, y dictó su última voluntad: Gendry Aguas o Tormenta, como quisieran llamarlo, hasta "El toro", como lo apodaba la horda de campesinos belicosos que había levantado en armas, sería reconocido como hijo natural de su difunto hermano, Robert Baratheon, y como tal llevaría su nombre y disfrutaría de sus títulos y propiedades, incluyendo, por supuesto, el trono de hierro.
El herrero, por supuesto, no tenía la menor intención de abandonar la comodidad de su forja ni Invernalia, donde su hijo, Ned, crecía fuerte, feliz… y sobre todo, seguro, lejos de intrigas que pudieran costarle la cabeza. Arya no tenía el menos interés en el trono de hierro, su hermano era Rey en el Norte: ¿Para qué necesitaban al trono de hierro?
—Para evitar otra guerra— dijo Bran, y cuando él decía algo, todos los Stark sabían que era mejor escucharlo.
El viaje fue largo, a pesar de que siguieron el camino del rey a galope tendido. Gendry no quería llegar, se lo debía a la familia de su esposa, que bien podría haberse deshecho de él para buscarle un enlace mejor. Quería un nombre, claro, pero hubiera preferido cualquier otro. ¡Siete infiernos, primero le imponían el nombre del borracho que nunca había tenido la decencia de enterarse cuántos bastardos dejaba detrás y luego le pintaban una diana en el pecho para que cualquier aspirante a rey le tirara una flecha!
Llegó casi al final de la comitiva. No llevaban estandartes pero la gente le gritaba "Rey Robert" sin razón alguna y una guardia de soldados lo llevó por los intrincados pasillos y escaleras de la fortaleza roja hasta el lecho de muerte del Rey. Estaba pálido y bañado en sudor. Shireen lloraba a su lado y ser Davos montaba guardia al otro lado del lecho, impasible, pero al borde del llanto, Melisandré miraba sus fuegos.
Cuando Stannis lo vio, a él, a la Stark, y al niño de pelo negro despeinado, ojos azules y cara alargada, característica de los Stark, que se aferraba a la capa de su madre, lo único que dijo, a manera de despedida, fue: "La semilla es fuerte".
Cuando Gendry Baratheon subió las escalinatas de la sala del trono, junto a su reina, Arya de las Casas Stark y Baratheon, se negó a sentarse sobre esa maldita silla. En lugar de eso ordenó que fuera sacada del salón y que se trajeran dos sillas de dimensiones iguales. No importaba de dónde las sacaran, mientras fueran idénticas.
La guerra, la destrucción y la incertidumbre, incluso las pérdidas parecían entonces un recuerdo pesado y confuso. Gendry no habría podido soportar semejante carga. No la quería. Durante años, desde que se lo llevó la Guardia de la Noche, sólo había querido sobrevivir, comer, mantenerse lo suficientemente abrigado para no morir. Al menos hasta que llegó a la hermandad. Primero perdió a Pastel Caliente, y luego, cuando el perro se llevó a Arya, creció en él una especie de dolor que se convirtió en ira. Esa furia sólo aumentó con los años, con cada huérfano que llegaba sangrante y medio muerto de hambre a las orillas de un río o a la posada donde Jeyne y Willow, que lloraban, gritaban y mordían en sueños, recordando las veces en que fueron presa fácil de un grupo de soldados. Hombres tullidos, ancianos a punto de morir, mujeres sin lengua. La ira creció, el odio profundo hacia los nobles y todos aquellos que jugaban y sacrificaban la vida de gente desconocida e invisible que para ellos no eran más que hormigas en su carrera por hacerse de poder, tierras o coronas que nada importarían cuando se los tragara el invierno. La furia creció y creció, hasta que tuvo que huir de la posada después de matar con su martillo a un destacamento de los Lannister. No había sido una pelea honorable, como las que podrían exhibirse en un torneo. Los golpeó, mató, aplastó, destripó y cortó manos y piernas al azar, hasta que puso fin a los chillidos de misericordia de esos saqueadores y violadores con una navaja bien afilada al cuello. Irían tras él. No le quedaba sino huir, lo que no se imaginó es que conforme avanzaba a lomos de un caballo que le había robado a uno de los soldados del Oeste, un hombre tras otro, mujeres viejas, pero curtidas por el trabajo duro, panaderos, carpinteros y granjeros, armados con las únicas armas que su oficio les proporcionaba, comenzaron a seguirlo en palafrenes flacos. "Quédense con sus familias, no me deben nada", les dijo cuando el número continuó creciendo, pero nadie le respondió, sólo un hombre tuerto, armado de un azadón y unos cuchillos de carnicero alzó la voz desde las últimas filas de rebeldes: "Aye, me quedaría con mi mujer si pudiera, pero me la quitaron, a ella, a mi hija también, y cuando intentamos defenderlas, me clavaron mi azadón en el ojo y degollaron a mi hijo, mi único muchacho". ¿Leones o lobos? —preguntó Gendry— ¿Importa?— le respondió el tuerto.
Cierto, no importaba. Su furia era la de todos esos hombres que lo siguieron para acechar soldados, bandidos y caballeros por igual a todo lo largo del camino hacia el norte. No tenía que avivarlos ni azuzar su ira para convencerlos de que se lanzaran a la batalla, sólo debía dirigirlos para asegurarse de que no fueran emboscados o murieran sin sentido alguno. Armarlos, agruparlos y luchar con ellos. No tenían ningún objetivo, no quería venganza, no quería librarse de los impuestos y sabían que no recuperarían a los que perdieron, ni a sus familias, ni sus cosechas ni sus vidas, pero esperaban llegar al norte y matar o morir para evitar que los Otros atravesaran el muro para acabar con lo poco que quedara en el Poniente.
La furia no cejaría hasta que estuviera muerto o hubiera matado lo suficiente, o al menos eso pensaba cuando al acercarse a Invernalia supieron que los ejércitos de Stannis estaban en el Norte, el Lord Comandante planeaba ir a rescatar a su hermana, Lady Arya de las manos de su marido, el bastardo de Bolton. Mientras decidía qué hacer, si seguir a Invernalia, donde sin duda Stannis no le daría un buen recibimiento o ir hacia el norte, los hombres discutían, pero él sólo podía pensar en que debía sacar a Arya de Invernalia (sin imaginarse que Arya no necesitaba rescate o que ni siquiera era ella la esposa falsa del desollador). La furia se convirtió en angustia, ansiedad y también un poco de felicidad culpable. Era feliz. La antigua camaradería infantil pronto se vio disipada por una nueva culpabilidad. Arya no era un niño flaco de pelo corto y mal olor. Se había convertido en un ente sobrenatural que podía dominarlo y ordenarle con su dedo meñique. ¿Qué sentía por ella? Todo. La amaba como si fuera todos los dioses a la vez, los siete, el rojo, el ahogado y hasta los antiguos. Pero siendo un bastardo sin futuro no podía ofrecerle nada que no fuera su propia vida, y se fue detrás de ella al norte.
Había tomado la decisión, no obligaría a nadie a acompañarlo, pero debía ir a Invernalia para sacar a Arya como pudiera. El bastardo era conocido por su barbarie, había obligado a casarse con él a su primera esposa y luego la había matado de hambre hasta que se comió sus propios dedos. Le gustaba jugar a la cacería con mujeres, a las que soltaba en los bosques de lobos y perseguía con un arco y una jauría de perros feroces. Si las chicas le daban un buen deporte, las violaba y las mataba antes de desollarlas, de lo contrario, les arrancaba la piel antes de cortarles el cuello o dejaba que sus perros se hicieran cargo. ¿Qué estaría haciéndole a Arya?
Se adentraba en el bosque sin más compañía que el caballo robado al que le había puesto "toro" cuando una loba gigantesca asustó al caballo y él salió disparado por el aire hasta caer en la nieve.
La loba se acercó a él y lo olfateó. "Conque aquí acaba", pensó él, tanto camino recorrido para ser devorado como un ciervo. Pero la loba se sentó en sus patas traseras y tras ella surgió una figura menuda, no muy alta y muy pálida, pero habría reconocido los ojos, las cejas y la cara afilada de Arry, Comdreja y Nan, en cualquier lado. ¡Era Arya!
—Te tomó un buen tiempo, estúpido, pensé que no llegarías a tiempo. Vamos, tenemos que marchar. Tendremos que llegar a Villa Topo y buscar la forma de escribirle a Jon. Levántate, tenemos mucho qué hacer.
Cuando avanzaron como Rey y Reina hacia las dos grandes sillas de madera que se habían colocado en lugar del trono de hierro, Gendry tuvo que aferrarse a la mano fiera y segura de Arya para completar el recorrido. El reino del norte pertenecía a los Stark, en Dorne reinaban los Martell, independientes, como recompensa por la pérdida de Elia y también por precaución. Las serpientes de arena eran vengativas, y aunque el bastardo del rey Robert no tuviera más relación con los Lannister aparte de que la hermana de su esposa estuviera casada con Lord Tyrion, señor de la Roca Casterly, no hubiera sido prudente emprender una guerra para mantener en el reino a los dornienses. Podían ser tan independientes como el norte. Cinco reinos eran suficiente.
El pequeño Ned, el niño de pelo negro, ojos azules, cara alargada y pálida que Arya había traído al mundo sin más ayuda que la de un herrero que jamás había visto un nacimiento, completamente solos, en una torre desvencijada del Castillo Negro, corría sin freno alrededor de las grandes sillas talladas donde sus padres fueron coronados como el Rey Gendry, I de su nombre, rey de los Ándalos, los Primeros hombres y los Rhoynar, protector de cinco reinos y favorito del Dios herrero, junto a la reina Arya, de las casas Stark y Baratheon.
La corte los observaba sorprendidos, sin saber qué hacer. Las calles estaban llenas de celebraciones y los panaderos, herreros, zapateros, huérfanos, taberneros y pescadores brindaba a la salud del "rey herrero y su reina lobo".
Lo que Arya no le había dicho a su esposo es que tenía una sorpresa para él. Esperaba otro hijo.
La princesa Cassana nació una mañana venturosa donde se tocaron las campanas del septo de Baelor y se dio la bienvenida a la primavera. ¿Cómo podía causar problemas una princesita tan bonita? Ni Arya ni Gendry se lo imaginaban.
¡Pero vaya que podía causar grandes problemas... y lo haría!
