EL NECRONOMICÓN
Escrito por Federico H. Bravo
Dedicado a H. P. Lovecraft, con todo cariño, amor y respeto
«Que no está muerto lo que yace eternamente, y con los eones extraños incluso la muerte puede morir».
Cita del Necronomicón
1
¿Podré alguna vez describir el Horror en su máxima expresión, de manera tal que el que lee esto entienda y lo comprenda? Creo que no. La palabra escrita tiene un límite, lo mismo que la imaginación humana.
Tal vez no pueda describirles el Horror en sí mismo, tal vez sea una tarea que no compete a ser humano alguno, pero intentare aproximarlos a él. Intentaré darles un vistazo del más terrible infierno.
Después de ello, que cada uno de ustedes saque sus propias conclusiones.
Todo comenzó cuando encontré el libro.
Se hallaba sobre el estante polvoriento de una tienda de antigüedades. Su lomo, de color marrón corrugado hacía pensar en la escamosa piel de algún reptil prehistórico. Era un volumen grueso, cuyas páginas ajadas estaban amarillentas por el paso inexorable del tiempo.
Lo miré, con inusitada curiosidad. Lo abrí por la mitad y me quedé embobado en su lectura. Luego lo cerré y leí el titulo en la portada. Con letras bien claras y de contornos arabescos, decía: "EL NECRONOMICÓN"
-Es una broma – dije, en voz alta. El encargado de la tienda se me acercó, para preguntarme si necesitaba algo. Asentí y señalé al libro – Esto. Es una broma, me imagino.
-No le entiendo, caballero.
-Acá dice: "El Necronomicón". ¡No existe este libro! Esto sin duda es un timo.
El encargado se mostró molesto.
-Le aseguro, caballero, que somos una tienda respetable – me dijo, con dureza – Podemos dar fe de la autenticidad de nuestros productos.
Miré al libro. Bajo el titulo, estaba el nombre del autor. Tuve una sacudida emocional cuando lo leí.
Abdul Alhazred.
-No puede ser – murmuré, estupefacto.
El encargado me arrebató el tomo de las manos. Volvió a depositarlo en su lugar.
-Si no va a comprarlo, señor, le sugiero que lo deje donde está.
-¡Espere! Lo quiero – exclamé, desesperado - ¿Cuánto sale?
El hombre me miró, suspicaz.
-¿No era que este libro no podía existir?
Decidí obviar su tono socarrón. Una necesidad imperiosa por poseer aquel tomo, de pasar mis dedos por sus páginas amarillentas, nació en mí.
Tenia que tenerlo. Como fuera, pero tenia que llevármelo conmigo.
-¿Cuánto cuesta? – insistí, y para confirmar qué tan dispuesto estaba de llevármelo, saqué la cartera y comencé a contar los billetes.
