Despertó gritando. Un mal sueño lo había despabilado bruscamente. El abrir los ojos con rapidez lo dañó. Por alguna razón, algo le impactaba directo en su rostro, impidiéndole pensar y ver con claridad. La cabeza comenzó a dolerle de forma intensa. Emitió un quejido involuntario, sorprendido al notar como su mente parecía querer explotar.

Palpó el suelo. Césped. Estaba en el exterior, pero no sabía cómo había llegado allí. No recordaba nada, y por más que intentaba hacerlo, algo se lo impedía, algo bloqueaba el acceso a ellos, sus recuerdos.

Había algo en su interior, algo que no había estado allí nunca antes. Y le asustaba. Todo le asustaba.

Comenzó a gatear, aún con la vista limitada, hacia ningún lugar en especial. Su alrededor estaba en silencio. Sus ojos negros sólo veían sombras, sombras y más sombras. Todo estaba oscuro para él. Todo era desconocido. No sabía dónde se encontraba, y menos qué hacer para llegar a casa.

Aunque no recordaba si tenía una.

Comenzó a llorar. Estaba desprotegido, sin nadie a su lado. Solo, varado en un mundo que no conocía, sintiendo el peligro en cada esquina, y sin el poder de defenderse.

Intentó nuevamente abrir los ojos, pero la luz se lo negó, casi quemándole las pupilas. Nunca había visto tanta iluminación en un mismo lugar. Sus recuerdos estaban difusos, perdidos dentro de su subconsciente, pero algo le decía que eso no era normal. Que nunca había visto tanta luz proveniente del cielo. Que algo estaba mal. Que debía escapar de allí lo antes posible.

Pero no sabía dónde ir, no sabía dónde estaba.

Su nariz chocó con algo duro. Un árbol, al parecer. Apoyó su espalda en su tronco, limpiando la sangre que se deslizaba por su rostro y las lágrimas que la acompañaban. Perdido. Estaba perdido. Perdido en un mundo de luz y oscuridad. Donde no podría hacer nada para sobrevivir, donde las amenazas parecían estar al acecho, como si un cazador y su presa se tratase.

Juntó sus rodillas con su pecho, y abrazó sus piernas, intentando consolarse a sí mismo. En posición fetal, pudo escuchar como el sonido de dos tacones se acercaban cada vez más rápido a su persona. No pudo ponerse en guardia. No veía nada. Sólo sombras. Pensó que moriría, que ese individuo lo atacaría y lo dejaría desangrarse en el suelo, pero sucedió todo lo contrario a lo que él esperaba.

—¿Niño? ¿Hola? ¿Te encuentras bien?

Una melodiosa y dulce voz de mujer envolvió sus oídos por completo. Parecía preocupada, muy, de hecho. Levantó la vista lentamente, concentrándose en seguir la nublosa figura de la dama, y se sobresaltó cuando escuchó el grito agudo de ésta.

—¡Dios mío! ¡Tus ojos están quemados! ¡Rápido, hay que llevarte al doctor, tenemos que curarte esos ojitos ya mismo!

La señora lo arrastró del brazo, tomándolo y obligándolo a incorporarse, intentando guiarlo hacia algún lugar que él no conocía. Sus piernas flaquearon, y cayeron, junto con su cuerpo, al suelo, el cual ahora parecía estar hecho de asfalto. Quería gritar, pero la voz no le salía de la garganta. Estaba demasiado seca. Tanto, que temía no volver a poder hablar de nuevo. Se asustó, más de lo debido. Su mente se sacudió bruscamente, y sintió como, entre alaridos de la mujer, la consciencia lo abandonaba poco a poco.

Dejó de oír con claridad. Sus ojos se cerraron por completo. Las sombras desaparecieron entre sus dañados párpados. Sintió como su cuerpo descansaba, como era manipulado, pero sin él poder moverlo. Antes de apagar por completo su mente, una voz resonó dentro de él. Una que le pareció muy conocida, mas no podía recordarla. Tan conocida, que fue la única capaz de calmarlo en ese momento.

«No temas. Yo estoy aquí.».

Confió a ciegas, y se dejó llevar por el repentino sueño.


Despertó extrañamente tranquilo, sin ninguna duda en su cabeza. Como a gusto, como en casa. Lo primero que hizo fue frotar sus párpados, descubriendo que el dolor había desaparecido. Abrió los ojos, y si bien la luz de una lámpara lo encandiló, pronto se acostumbró al tenue brillo que esta le regalaba.

No reconoció la habitación, ni nada de lo que se encontraba en ella. No reconoció la cama en la que estaba descansando, no reconoció el paisaje que se dibujaba más allá de la ventana a su izquierda. No reconoció las personas en los cuadros, con pintas de gente importante de un ejército, no reconoció los tonos azules que las paredes llevaban, contrastando con los edificios negros que veía en el exterior.

Miró el espejo. No se reconoció a sí mismo. Y se asustó por ello.

La puerta se abrió. Sonrisas destellantes se asomaron por el marco. Una a una entraron al cuarto y lo rodearon, felices. Una mujer le hablo. Su voz se escuchó distante. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que era la misma que le había intentado ayudar antes de desmayarse.

Observó los labios de la mujer, de no más de cuarenta años. Cómo bailaban al moverse, y resaltaban al estar coloreados de un rojo intenso. Sus ojos lo observaban, expectantes. Con curiosidad. De nuevo aquella sonrisa, calcada de casi todos los presentes, que llegaba a ser inquietante.

Se removió incómodo, sintiéndose amenazado por esos tres pares de labios curveados. Tanto, que intentó buscar refugio en los únicos que se mantenían serios, sin expresar emoción alguna.

—Seraana, lo estás asustando. Cálmate.

La voz, que escapó de esa boca que fijó con sus ojitos, reclamando ayuda, salió tan tranquila como sus facciones parecían serlo. El chirrido que ametrallaba sus oídos se apagó, y el rostro de la mujer se tornó triste, volviéndose todavía más insoportable.

—¡Pero quiero conocerlo! —chilló Seraana.— ¡Quiero saber qué le pasó!

Cada palabra fue una pedrada para su cabeza. La sostuvo débilmente, intentando calmar el dolor agudo que sentía. Los demás se dieron cuenta rápidamente, pero su extrema preocupación fue en vano. Sus ojos se cerraron por completo, y su mente tomó un forzado descanso casi eterno.

«No temas. Yo estoy aquí.».

Confió a ciegas, y se dejó llevar por el repentino sueño.


—Quédense acá. No se muevan. Solucionaré todo esto. Tranquilos.

Despertó. Recobró la consciencia, sin embargo, seguía perdido. La confusión aumentó, pero ya no podía dominarlo por completo. Observó al hombre que tenía a su lado, a la mujer y dos niños temblando en el centro de la habitación.

Los reconoció. Reconoció a la familia que lo había cuidado antes. Reconoció los labios perfectamente delineados de la señora. Reconoció los ojos llorosos de los dos pequeños que estaban abrazados a ella. Reconoció, también, aquella voz varonil que lo había salvado antes, cuando esa misma mujer le había calcinado el cerebro con sus preguntas desesperadas.

Todos sonrieron al ver que había despertado, pero la felicidad duró poco.

Los implantes serios volvieron. Miradas de furia, miedo y tristeza. Observaban con nulas esperanzas la puerta de madera, rechinante entre el silencio, esperando a la salida del joven que le sonreía con pudor, intentando parecer lo tranquilo que estaba antes de que él se desmayara, mas no logrando ni un mínimo sentimiento parecido al anterior. Una mueca apareció en su rostro. Algo parecido a una sonrisa. Se la devolvió, de la misma forma, y el chico rió. Pero pronto toda la atmósfera amigable desapareció, tornándose lúgubre y frágil, como si de un día de diluvio horrible se tratase.

Y, en efecto, la lluvia golpeaba la ventana con fuerza. La oscuridad, aquella oscuridad que él tanto conocía, pintaba de negro el cielo. Pudo divisar varias luces, parpadeantes, difusas entre la niebla y las gotas de agua. La melancolía abundó su ser, y le encantó aquel sentimiento. Le recordó a viejas épocas, momentos que él no tenía idea de cuándo o dónde habían sucedido. Simplemente, lo sabía.

De nuevo, se sintió como en casa.

La puerta se cerró, despacio. El hombre desapareció por un pasillo desconocido. Sintió la incomodidad, y el miedo de los pequeños. Sus lágrimas los delataban, y los gritos efusivos de otras personas en las afueras de la casa casi confirmaban sus sospechas.

Algo estaba pasando.

Y no era nada bueno.

—Por fin despiertas. Estuviste dos días dormido. ¿Nos dirás cómo te llamas, ahora?

Dos días.

Parecieron dos minutos.

La señora, la cual creía recordar que Seraana era su nombre, lo observó con compasión, pero su sonrisa forzada era más obvia cada segundo. Quiso responder, intentar ser amable para tranquilizarla, pero no sabía que contestar.

No recordaba su nombre.

No recordaba quién era él.

Miró las esquinas de la habitación, alarmado, tratando de inventar algo, algún nombre con el que se sintiera cómodo, mas no pudo pensar en nada. No se sentía capaz, no se sentía completo.

«Ren. Tu nombre es Ren».

La misma voz de antes resonó en su cabeza. No preguntó, no se asustó, no dio ninguna señal de inconformidad. No era tiempo de hacerlo, no era tiempo de hacer preguntas, porque sabía que, por más que quisiera, y por más que luchara por ellas, no obtendría respuestas.

—Ren.

La sonrisa de la señora, esta vez, fue auténtica. Un cálido abrazo lo envolvió, y se sorprendió por ello. Aun así, lo correspondió. Esa mujer necesitaba cariño, y no parecía malvada. Algo en él quería ayudar a aquella familia, algo en él quería salvarlos de lo que sea que estuviera sucediendo. Estaban en peligro, podía ver la muerte bailar y disfrutar alrededor de ellos, esperando el momento justo para arrancarles el alma de la forma más grotesca posible.

—¿Qué está pasando?

Las palabras salieron por sí solas de su boca. Todos callaron, y más gritos se escucharon. Seraana borró su felicidad, y de nuevo aquél gesto de tristeza adornó su demacrado rostro. Los niños se volvieron a abrazar a ella, todavía lloriqueando. Balas se escucharon bajo ellos, y los alaridos de los pequeños le perforaron los oídos como si esos disparos hubieran dado de lleno en su cráneo.

No aguantaba ver a esas personas así. Debía hacer algo.

Quería hacer algo.

«Ayúdalos, yo te indicaré cómo».

Sus pies tocaron el frío suelo de madera. Se sentía lleno de energía, de vitalidad. Asintió a la familia que lo observaba, expectante, sin saber qué diría o qué haría, y se encaminó hacia donde el hombre había ido antes.

—Espera. No puedes bajar, es peligroso.

Seraana lo detuvo, tomándolo del brazo. La preocupación y el temor se reflejaban en su rostro. Tenía muchísimo miedo, él fue capaz de sentirlo a través de su piel.

Le sonrió.

La sonrisa más reconfortante que pudo dibujar a la desconocida apareció en su carita de ángel. No sabía lo que haría, estaba confiando en esa voz sin siquiera saber de dónde venía o qué era lo que quería, pero, aun así, estaba decidido a ayudar a esa gente que lo habían cuidado todo ese tiempo.

Después de todo, debía pagarles su amabilidad de alguna manera.

Por alguna razón, sabía que podía resolver la disputa. Esa voz en su interior lo llenaba de determinación, de seguridad, de confianza, de tranquilidad…

Como si la conociera demasiado, pero a la vez muy poco.

—Confía en mí.

Y los dedos de la mujer abandonaron su muñeca, dejándole vía libre para la locura que estaba por hacer.

«No temas. Yo estoy aquí.».

Confió a ciegas, y se dejó llevar por el repentino vigor.


Las empinadas escaleras parecían no terminar nunca. La oscuridad del pasillo le pareció eterna y hostil. Nuevamente, una desconocida.

Descendió por los escalones lentamente, intentando hacer el menor ruido posible, para pasar inadvertido. El griterío se hacía más intenso con cada paso. Voces rudas, golpes de acero y plata. Alaridos de dolor, ruegos, risas macabras y violentas como respuesta. Cada escalón menos significaba un peligro mayor, pero estaba preparado para correr ese riesgo.

Porque esa voz se lo había dicho. No debía temer. Él estaba allí.

La luz de la sala principal encandiló su visión por unos segundos. En el momento en el que vio las relucientes armaduras de cobre y las espadas que blandían con suma facilidad aquellas manos enguantadas, retrocedió instintivamente, hasta volverse uno con las tinieblas.

Eran cinco. Armados hasta los dientes, y protegidos hasta la médula. El joven tan amigable que había visto cruzar la puerta del dormitorio minutos antes se encontraba abrazando un cuerpo inerte, el cadáver de alguien, de algún ser querido, tal vez.

Las sonrisas maliciosas de los soldados se notaban incluso a través de los cascos acorazados, negros como sus corazones. El aura de maldad era visible hasta para el menos observador. Disfrutaban del sufrimiento ajeno, del dolor de los demás. Sus rostros se regocijaban al ver lágrimas cayendo por las mejillas de sus víctimas. Con sólo verlos, Ren sintió demasiada impotencia. Sabía que debía hacer algo para que todos a su alrededor dejen de sufrir, pero no sabía qué hacer.

Confiaba en aquella voz. Una confianza a ciegas, que podría llevarlo directamente a la tumba.

Pero no le importaba. Después de todo, no tenía nada que perder.

—¿Dónde está tu familia? Los mataremos lenta y dolorosamente como lo hicimos con la puta de tu padre, luego de meterles nuestras espadas de carne por el trasero, claro está. ¡No sabes lo mucho que disfrutó el viejo! Se podría decir que murió de placer.

El llanto del chico se intensificó. Abrazaba el cuerpo desnudo de su padre con las fuerzas de mil demonios, esperando que todo sea un simple sueño, una horrible pesadilla. Ren se quedó paralizado, intentando asimilar todo lo que estaba oyendo y presenciando. Era niño, pero no tonto. Sabía de lo que estaban hablando, y le parecía lo más espantoso y desagradable del mundo. Quería ayudarlo, pero debía esperar el momento perfecto para actuar.

O eso le repetía una y otra vez esa voz en su cabeza. Una consciencia con vida propia.

—Y ahora haremos lo mismo contigo. Levántate, que tenemos cosas que hacer.

La fuerza abrumadora con la que los cabellos del joven fueron levantados y estirados brutalmente estremeció a Ren. El sonido que produjo la misma cabeza chocando contra la pared, y los gemidos de dolor que salían de su boca envolvieron por completo la sala. El sufrimiento que se reflejaba en sus ojos también lo hacía en su corazón, pero los agresores parecían no tener compasión, y le arrancaban las ropas con salvajismo y maldad.

No podía presenciar eso sin hacer algo para impedirlo.

«Relájate».

Y no llegó a hacerlo, cuando sintió que su cuerpo dejaba de responderle, y su interior se volvía completamente loco. Comenzó a asustarse. Sus brazos se movían en contra de su voluntad. Lo mismo sus piernas, y los dedos de cada extremidad. Apareció una sonrisa en su rostro, la cual no quiso dibujar. Quiso gritar, sin éxito. De su boca salieron otros sonidos. Palabras amenazantes, en concreto.

—Déjenlo. Ahora.

Su semblante se volvió aterrador. Sus ojos negros ansiaban sangre. La oscuridad a sus espaldas comenzó a temblar. El poder fluía por sus venas, podía sentirlo, mas no controlarlo.

«No temas. Yo me encargo de esto».

Escuchó a los soldados reír a carcajadas, sin él poder hacer nada. A través de su mirada, controlada por alguien más, observaba todos sus movimientos. Como ellos se acercaban, como susurraban entre sí, y dejaban al chico que casi era abusado en el suelo, con el atuendo destrozado y completamente desnudo.

—¿Qué harás pequeño? —Uno de ellos, el que parecía ser el líder, se acercó a él, acorralándolo en la pared, y relamiéndose, teniendo una horrible idea para lo que podría hacer a continuación.—. Al parecer tenemos carne fresca, y de muy buena calidad…

Acarició su mejilla con la mano, pero quien sea que estuviera controlando su mente, quitó con brusquedad los huesudos dedos de su cara, y lo miró con todavía más agresividad que antes.

—No. Me. Toques.

Con pausa en sus palabras, empujó al hombre, símbolo de advertencia. Éste se limitó a reír nuevamente, observando al chiquillo con altanería y lujuria.

—Te enseñaré quién es el que manda aquí, pedazo de mierda.

Ren lo vio en cámara lenta. Como un puño se dirigía directamente a su nariz. Como su brazo se levantaba para detenerlo con fuerza sobrehumana. Como la oscuridad a sus espaldas se abalanzaba hacia la muñeca del hombre. Como el puño explotaba entre una fuente de sangre, carne y huesos. Como el abusador gritaba de dolor. Como los otros cuatro violadores intentaban escapar. Como la noche misma bloqueaba la entrada, y consumía a uno de los que estaba más cerca de ella, hasta dejar su cadáver completamente seco, sin una gota de líquido en su interior.

No lo disfrutó. Pero era lo correcto.

La sonrisa en su cara se energizó. Sus manos se extendieron, apuntando a los tres hombres que quedaban de pie, corriendo hacia él con las espadas en alto.

Un rayo negro salió disparado de sus palmas, atravesando el pecho de uno y extinguiéndole la vida al instante. Sus piernas se movieron, esquivando el filo de una de las armas y golpeando ágilmente el casco de su otro enemigo, dejándolo aturdido momentáneamente. Ren observó con admiración como la oscuridad se enroscaba en su cuello, asfixiándolo, mientras el otro, con el valor o la estupidez suficiente para querer clavarle la espada en su espalda, aullaba de dolor al sentir como su torso era separado de sus piernas por una fuerza invisible.

Escuchó su risa, llena de satisfacción. Su cabeza giró, al punto de tener en su visión al líder, totalmente desprotegido, intentando detener la hemorragia de la mitad de su brazo faltante. Se acercó a él, lentamente, simulando la inocencia de un niño de su edad.

Su casco se desintegró, al igual que su peto de acero. El miedo era casi palpable. Su rostro demostraba el peor grado de terror que había visto en su vida. Pero se lo merecía, no podía dejarlo escapar después de lo que le hizo a esa pobre familia.

—¿Quién es el que manda ahora, imbécil? —sus pequeños puños comenzaron a impactar contra el rostro del hombre, sorprendiéndolo al ver como su nariz comenzaba a partirse en dos, y sus labios se abrían de par en par.—. Es triste que un niñato de diez míseros años te dé una paliza, ¿verdad? Seguro, para un macho como tú esto es tan desagradable como una persona con atracción a su mismo sexo o una mujer que no sabe cocinar, ¿o me equivoco?

La oscuridad comenzó a rodear su mano. Sintió los músculos de sus dedos tensarse, llenarse de energía. La cabeza comenzó a dolerle, pero no podía hacer nada más que observar como su propia entidad asesinaba a una multitud de criminales vestidos de ley.

—¡Deja de llorar como marica! Esperaba que pasaras tus últimos segundos como la persona fuerte que aparentas ser, pero si prefieres sacar a la luz tu verdadera personalidad, llena de complejos y temores a lo desconocido, pues bien, morirás de todos modos. Que la pases bien en el infierno, y ojalá se te caiga el jabón en las duchas.

En un movimiento rápido, su mano se adentró al pecho del hombre, robándole un grito de piedad y lloriqueos aún más fuertes. Su brazo retrocedió, y entre sus dedos descansaba un corazón, todavía latiendo, imponente y desafiante. Dejando una gran estela de sangre en su recorrido, admiró como el órgano se hacía uno con la niebla negra que lo rodeaba, desapareciendo de su mundo, y convirtiéndose en polvo.

Se incorporó. Sus ropas, las que hasta ahora no había advertido que llevaba, estaban bañadas por completo. Recuperó la movilidad con rapidez, pero todavía seguía impactado por lo que había vivido.

Por fin era él. Aunque aquél ser seguía riendo en su interior, disfrutando toda la macabra escena que había creado.

Y, por más increíble o raro que sonase, no le incomodó, ni lo llenó de algún tipo de terror.

Había tenido demasiado miedo en los últimos días. No quería sentir nada más que no fuera felicidad.

Y así lo hizo.

Agradeció mentalmente al ser que habitaba en él. Con diferente mente, pero mismo cuerpo.

Sonrió cuando la respuesta resonó en su cabeza.

«¡Pero si yo no he hecho nada!».

¿Qué?

«Has sido tú todo este tiempo. Impresionante, ¿eh?

Yo sólo te guié, yo sólo te ayudé. Tú tienes los poderes, yo, la fuerza.

Tú eres Ren. Yo, Nate.

Y juntos seremos imparables. Te lo aseguro».