Disclaimer: de los personajes tomados de la serie Bones, los derechos de autoría corresponderán a su creadora, Kathy Reichs y, en su caso, a la Cadena Fox; de las situaciones, el autor del presente relato, que no obtiene ningún lucro con la publicación del mismo.

LA PIEDRA DE LOS SACRIFICIOS

Cuando despertó, el laboratorio ya no estaba allí. Donde antes resplandecían los halógenos hipocontaminantes del Jeffersonian, ahora se agitaban las puntiagudas hojas de unos helechos gigantes, mientras una lluvia torrencial, de proporciones bíblicas, se precipitaba en tamaña cantidad que pareciese que una grieta inmensa hubiera resquebrajado las fuentes del cielo. Incluso antes de poder abrir los ojos, Bones sintió la humedad calándosele hasta en la más microscópica y diminuta juntura que separa las células endoteliales de la pared capilar. Lo que estaba viendo, sencillamente, no podía estar ocurriendo. Trataba de convencerse. Rebuscaba una explicación racional que le diese sentido a sus nuevas circunstancias. Entre sus últimos recuerdos, el de una mandíbula medio descompuesta, mujer, caucásica, próxima a los treinta años de edad, apoyada estratégicamente sobre la mesa de metacrilato reforzado de la sala de anatomía forense, mientras uno de sus becarios procedía cuidadosamente a la reconstrucción de las piezas dentales. A continuación, sólo luz. Cegadora. Cálida. Efímera. Después la negrura más espesa. Liviandad. Y finalmente el borboteo de la lluvia. Golpeando con fuerza su piel. Medio enterrada en el fango…

Quizás estuviese sufriendo algún proceso de paramnesia, en una de sus múltiples variantes, tan habituales en aquellas personas que están sometidas a la presión de la responsabilidad. Sólo quizás. Porque, al fin y al cabo, el paisaje no le resultaba del todo ajeno y desconocido. Así, en el tipo concreto de vegetación que la rodeaba y en las manifestaciones climáticas que observaba, le parecía encontrar patrones comunes con los que había observado en tierras mesoamericanas, cuando las guerrillas la obligaron a exhumar y analizar decenas de cadáveres amontonados en el interior de una fosa común, mientras supervisaban su trabajo, encañonándola con fusiles de asalto y ametralladoras de cuño soviético. Pero Temperance jamás se había amilanado ante la adversidad. Ni siquiera en la claustrofobia de aquel funesto coche, enterrado, perdido en medio de ninguna parte, a falta de segundos para que se consumiese la última brizna de oxígeno. Incluso entonces Temperance supo controlar su desazón, encerrando en una caja fuerte toda clase de impulsos y sentimientos que pudiesen humanizarla. Temperance, como su propio nombre indica, es capaz de mantenerse con la cabeza fría, templada, hasta en la situación más desalentadora. Por este motivo, a los ojos de la científica, un ataque de paramnesia a causa del stress no terminaba de encajar dentro de su sintomatología… Al menos, no era causa probable de la misma. Y si no era probable, y por lo tanto, tampoco falsable, dejaba a la mejor antropóloga forense del mundo sin pruebas sobre las que apoyar este diagnóstico.

Brennan buceaba en sus pensamientos. Lo que más le escocía ya no eran las yagas de su espalda, los arañazos en sus brazos, o las magulladuras en sus piernas, propiciadas por alguna misteriosa caída que no podía recordar, pero que había inducido a partir de los jirones que cuarteaban su ropa. No. Su mayor dolor, su mayor inquietud, era el de seguir sin respuestas, torturándose aún más, devanando su mente crítica, insatisfecha, siempre en pos de la verdad. Por suerte para ella, antes de que transcurriese el tiempo suficiente como para comprender la gravedad de lo sucedido, un estímulo externo vino a interrumpir sus razonamientos, devolviéndola a la realidad, perdida bajo la lluvia en algún lugar de la selva yucateca. Era el sol. La luz. Otra vez la luz. Pero en esta ocasión, la luz natural del día, abriéndose paso a través de un claro, en medio de la borrasca. En cuestión de segundos se fueron amortiguando los intensos tambores de la lluvia, hasta convertirse, primero, en un tintineo suave y fluido, semejante al de la espuma de las olas deshaciéndose en la orilla, y desaparecer, después, en un abrir y cerrar de ojos. La tempestad amainaba, cediendo en sus pretensiones y dando paso al canto alegre de los tucanes y a las llamadas cantarinas de los monos aulladores rojos.

Pero Brennan no estaba lo suficientemente despierta. Cuando menos, no lo suficientemente acomodada al entorno como para recordar que los monos aulladores rojos son propios de la región neotropical sudamericana y que el sonido que podía escuchar se correspondía, en realidad, con los ruidos que con sobrado virtuosismo ejecutaban, utilizando sus propias manos y pulmones como instrumento natural, los nativos de una de las tribus precolombinas. El resplandor de un gran relámpago, seguido de un potente seísmo, los había alertado de la llegada de la intrusa. Y como confirmación, el oráculo del dios Quetzalcoatl en persona, desde lo alto de su templo, había ordenado acudir al encuentro de la mujer de los cabellos de rubí, para traerla hasta su altar, y allí mismo congraciarse con el resto de los dioses de su panteón, ofreciéndosela como agasajo ritual, en un verdadero sacrificio de fuego y sangre.

Es difícil explicar lo que pasó por el intelecto superdotado de Brennan cuando, después de sentir en su cuello el picor característico de una mordedura de mosquito, comprendió que en realidad se trataba de un afilado dardo, arrojado desde la distancia, entre la espesura y con certera puntería, por la cerbatana de uno de aquellos indígenas. Momentáneamente tuvo miedo a que el veneno fuese tan sólo paralizante, tal que aún se mantuviese consciente en el momento en el que los sacerdotes abriesen su pecho con el pedernal sagrado. Momentáneamente, porque instantes después de recibir el impacto pudo experimentar un lejano sopor que se fue apoderando de todo su cuerpo. Pérdida de oído. Un zumbido creciente en tono sostenido. La visión pierde los colores y se transforma en un baile impredecible de puntos blancos, negros y grisáceos. Una drástica caída de la tensión arterial. Equilibrio cero. Incapacidad para el control de la musculatura. Y al fin se produce la oscuridad total… Bones acababa de desmayarse. No por los efectos del veneno, como ella misma llegó a creer mientras analizaba las señales del desvanecimiento. Si no porque estaba verdaderamente aterrorizada.

La siguiente vez que sus párpados se volverían a abrir, Temperance estaría maniatada, recostada sobre la superficie húmeda y fría de una gran mesa de piedra, con forma circular, adornada por unos extraños trazos geométricos que, de alguna manera, le recordaron enormemente a las líneas del calendario azteca. Su torso desnudo, adornado únicamente por pétalos rojizos, símbolo de la sangre que pronto se derramaría, estaba listo para ser penetrado por la incisiva punta de pedernal que uno de los sacerdotes, el oráculo, sostenía en lo alto, sosteniéndolo firmemente con sus dos manos. Sin capacidad de reacción, Bones sólo pudo sentirse como uno más de los numerosos cuerpos sin vida que habían pasado, día tras día, por la mesa de metacrilato reforzado de la sala de anatomía forense del Instituto Jeffersonian. Pero hoy los papeles se habían invertido. No actuaría como simple observadora de la autopsia, viendo trabajar las meticulosas manos de Camille Saroyan. Muy al revés, Bones iba a ser la principal protagonista: el cuerpo inerte, escrutado, rasgado… Violado por el filo del bisturí y el resto del instrumental quirúrgico. No obstante, aún dejando volar la imaginación, Brennan trató de serenarse, buscando toda la fuerza que pudiese sacar de sus entrañas, para revolverse en contra de sus captores. Aunque las cuerdas no cedieron. Ya lo esperaba. Eran lo suficientemente gruesas como para evitar este tipo de contratiempos. Así que los cantos tribales no se detuvieron. El ruido de los tambores, in crescendo, seguía anunciando la víctima propiciatoria. El holocausto era inminente. Y, lo que es peor, inevitable. Por ello, Temperance Brennan, que tantas veces se había enfrentado a la idea de morir y disiparse sin más, como una estrella absorbida por un agujero negro, incapaz de profesar ninguna convicción religiosa, de plantearse una vida ultraterrena ó la existencia de un ser superior, quiso ahora, más que nunca, contemplar la luz del crepúsculo y poder creer, poder tomar en consideración el hecho de que, quizás, que la muerte no suponga el final, si no solo un punto y seguido. Que al igual que la materia ni se crea ni se destruye, el alma tampoco sea finita y mortal, si no que posea entidad propia, siendo capaz de transformarse y de migrar, cada vez que su continente, el cuerpo humano, falla y se colapsa, al tiempo que quedan sesgadas las constantes vitales. Pero Bones no sabía rezar. Nunca había tenido necesidad de aprender a hacerlo. Así que se quedó en silencio, con la mirada perdida, tratando de buscar un recuerdo grato que la llenase de consuelo en sus últimos minutos.

Los timbales callaron, de repente, con un golpe seco y violento. Lo mismo los cantos de los amerindios yucatecas. Se detuvieron sus danzas, imitando el salto de los jaguares o el aleteo de los quetzales. La hora había llegado. Y las pupilas de Brennan se encontraron con la daga, flotando aún en el aire. Se obligó a tener esta visión, como si con este gesto, al mirar fijamente al arma que en breve le robaría el último soplo de su aliento, causándole un dolor infinito y, más allá de eso, la indeseada muerte, la doctora demostrase todo su tesón y valentía y, hasta quizás, una victoria menor ante la mayor derrota. Frente a frente. Cara a cara. Todavía deseando que todo esto no pasase de ser una vulgar y engañosa pesadilla. Curiosamente, este intercambio de miradas, entre el pedernal y Bones, Bones y el pedernal, se produjo justo a tiempo para que la científica se percatarse de la inesperada incongruencia que iba a mantenerla con vida, a pesar de todo. Aquellas manos. Unas manos extremadamente blancas, casi lechosas. Masculinas, sí, pero finas y delicadas, como si nunca se hubiesen enfrentado a los peligros e imprevistos de la selva. Desacostumbradas a la supervivencia. Por si fuera poco, el pigmento de aquella piel no compartía ni la más remota similitud con la piel rojiza de los nativos… Entonces lo supo. Pudo reconocerlo, aunque aquel hombre protegiese su rostro con una máscara de plumas, imitando la cabeza del dios pájaro, Quetzalcoatl. Sus ojos azules, su tez clara y sus brazos poco corpulentos lo delataban.

-Sígueme la corriente…

La voz de Jack Hodgins fue pronunciada con solemnidad, como si estuviese entonando una plegaria ritual, poseído por la divinidad, a fin de despistar a los cientos de indígenas que se apostaban en las escaleras del templo.

-No tengas miedo. Nada malo va a pasarte. Todo va a ir bien a partir de ahora…

Y Bones dejó de tener miedo. Porque junto a Hodgins había superado uno de sus peores momentos, cuando le tocó enfrentarse cara a cara con la muerte, igual que ahora, aquella vez, en aquel coche en el que Heather Taffet, más conocida como "El Sepulturero", los había enterrado a ambos. Sólo ahora, tras esta confesión, esta magnífica revelación, sus músculos pudieron destensionarse y relajarse sus pensamientos. Temperance esperaba, ahora sí, que su entomólogo más preciado pudiese responder a las múltiples preguntas que se había formulado desde su extraño despertar en medio de la nada.

-Pero perdóname por lo que estoy a punto de hacer…

Un gesto de terror se dibujó en el rostro de Brennan, mientras los brazos de Hodgins se abalanzaban ferozmente sobre su pecho, sosteniendo todavía el puñal de los sacrificios. Y aunque le golpeó con tal fuerza el esternón que la antropóloga forense quedó sin respiración, lo cierto es que lo hizo sin dejarle ningún rastro de dolor. En medio de la confusión, pensaba que la incisión se había ejecutado con tal precisión quirúrgica que Hodgins le estaba propiciando una muerte limpia, dulce, sin ninguna carga de sufrimiento. Pero Hodgins no era un cirujano, ni dominaba el arte de la anatomía. Más bien, su especialidad eran los "bichos". Así que todavía desconcertada, con cara de interrogación, posó nuevamente su mirada sobre el oráculo de Quetzalcoatl, y aún tras la máscara, pudo encontrarse con la mirada tierna y risueña de su buen amigo.

La explicación era sencilla. Dentro de lo que cabe, aunque fuera de lo imaginable. En efecto, a Brennan se le había roto el pecho. Más bien, se le había roto "algo" en el pecho. Porque el pedernal no era, como cabría esperar, de piedra maciza, sino que estaba confeccionado a partir de pasta de queratina, un material bastante frágil, aunque consistente a la vista y al tacto. Se había hecho añicos al estallar contra el los senos desnudos de Brennan. Hay que decir que, previamente, Hodgins había introducido en el interior del falso pedernal varios centenares de huevos de Pseudophilotes sinaicus. Habían estado allí el tiempo suficiente como para eclosionar, cosa que finalmente hicieron en cuanto las manos de Hodgins apretaron con cuidado la daga, transmitiendo todo el calor de su cuerpo a los huevos de Pseudophilotes sinaicus. Se trata de un tipo muy concreto de mariposas, clasificadas entre las más diminutas de todo el planeta, que el entomólogo de Brennan había manipulado genéticamente, combinando su genoma con el de las luciérnagas, de tal forma que el híbrido resultante resultase todo un espectáculo de luz y colorido.

Claro está, la Doctora Brennan no estaba al corriente de los planes de Hodgins, así que no pudo más que sorprenderse, al igual que la tribu entera de nativos amerindios, cuando vieron que, en lugar de sangre, desde el pecho de la mujer de los cabellos de rubí, se elevaban hacia el cielo las más hermosas criaturas que jamás habían contemplado, a medida que las Pseudophilotes sinaicus dibujaban mil y una piruetas, volando en espiral sobre el altar de los sacrificios. Como acto reflejo, los indígenas se llevaron las manos a la cara, por temor a que la contemplación de aquel arco iris viviente fuese una trampa mortal, y cayeron rápidamente postrados a los pies del oráculo, en señal de adoración.

Hodgins comenzó a hablar en una extraña lengua, gutural, cuyos fonemas y terminaciones le resultaban familiares a algunos vocablos de las lenguas caribes, que Brennan había aprendido durante su accidentada estancia en Centroamérica. Al parecer, se dirigía a los nativos en su propio idioma, mientras la tribu lo escuchaba, todavía atemorizada. No parecían capaces de reponerse al milagro del cual acababan de ser testigos de excepción. Tras este breve discurso, Hodgins se dirigió a Temperance, su compañera y amiga, ya en un perfecto inglés, con su voz tranquila y complaciente, cargada, como de costumbre, de ironía y dobles sentidos:

-Doctora B, tengo que marcharme. Debo encontrar a los demás. Al menos sé que aquí, desde ahora, estarás bien.

-Pero, ¿qué nos está ocurriendo?

-Me gustaría contártelo, de veras, pero no puedo. Es demasiado largo de explicar. Todo a su debido momento. Lo importante es que sepas que no hay otra manera de haceros volver, más que regresando todos juntos. Lo cual tendrá que ocurrir en el momento adecuado. Aunque no lo entiendas, aquí tienes un destino por cumplir, una misión importante, al igual que yo…

Como antropóloga y científica, las neuronas de Bones comenzaron a atar cabos con gran rapidez. En efecto, podía recordar las numerosas leyendas referidas a Quetzalcoatl, que lo convertían en un ser de mente avanzada, capaz de introducir el progreso entre los pueblos amerindios, reconocible por su tez blanquecina y por su incipiente barba cobriza, una característica sumamente particular, sobre todo teniendo en cuenta la naturaleza barbilampiña de los precolombinos. Por eso los aztecas habían identificado a los españoles con aquel dios civilizador, recibiéndolos con grandes albricias y sin resquemores. Y desde esta perspectiva, Quetzalcoatl no era si no la viva imagen de Jack Hodgins, uno de sus más eficientes colaboradores en el Jeffersonian, además de su multimillonario mecenas, heredero de la fortuna Cantilever, y por último, pero no por ello lo menos importante, fiel marido y amante esposo de la mejor amiga de la Doctora Brennan, Angela Montenegro.

-¡Tú eres Quetzalcoatl!

-Algunos me dicen así. Otros me conocen por mis tres doctorados en Entomología, Botánica y Mineralogía. Aunque yo prefiero que me llamen, sencillamente, "El Rey del Laboratorio".

-Me refiero a que tú eres el… verdadero y… original… Quetzalcoatl del que habla la tradición…

-Me temo que sí. Y por lo tanto sabes que tengo que marcharme, porque ese es mi destino. Pero ahora también sabes la razón por la que Quetzalcoatl estuvo aquí…

-¿Para salvarme la vida?

-Y también para que esta buena gente se aproveche de la mujer de ciencias que tú eres.

-No entiendo…

-Digamos que, mientras que no vuelvo a buscarte, te he conseguido un trabajillo por estos lares. Al parecer, tenían una plaza vacante en el dispensario, así que me he tomado la libertad de montar todo este teatro para darte la bienvenida y convertirte en su mujer medicina. Te felicito. Tu currículo les ha gustado, y mucho…, sobre todo la parte de las "flores luminosas que vuelan". En fin. Eres la nueva chamán de la tribu.

Temperance Brennan trató de erguirse, poniéndose en pie sobre la rueda de los sacrificios. Cuando pudo mirar hacia el frente, descubrió, no sin asombro, que se encontraba en lo alto de la Pirámide de Kukulcán, en la ciudad maya de Chichén Itzá, desde cuyo templete se observan unas vistas privilegiadas sobre el resto de sus estructuras arquitectónicas de su entorno. No la asustaba tanto el hecho de encontrarse allí, si no de contemplar aquella civilización todavía viva, en todo su esplendor, en plenitud, con los itzáes poblando sus espacios, vestidos con sus taparrabos, pintando sus caras con vivos colores, con las mujeres, medio desnudas, cargando con dos o tres niños a sus espaldas, con los sacerdotes vistiendo extraños sombreros, como los de la efigie del dios Chac Mool, con las orejas alargadas por sus grandes pendientes, y los nobles bizqueando, con ansias de practicar el juego de la pelota; en una visión radicalmente opuesta a como sería el Chichén Itzá que ella había visitado en el siglo XXI, acondicionado como destino turístico, lleno de cámaras fotográficas, japoneses y puestos de souvenirs.

-Hodgins, ¡estás viendo lo que yo veo!

Pero Jack Hodgins no contestó. Quetzalcoatl se había ido. Era su obligación. Cumplir la profecía. No podía apartarse ni un ápice del guión original, so pena de poner en la cuerda floja toda la historia reciente de la humanidad. Además, tenía un arduo trabajo por delante. Localizar al resto de su equipo, juntarlo y devolverlo a su época. En el fondo, se sentía culpable por todo lo sucedido. El Jeffersonian había mantenido un gran secreto durante largo tiempo, que muy pocos conocían y que, al final, había acabado por revelarse. Las consecuencias podrían ser estratosféricas. Por suerte, Hodgins no se encontraba en el Instituto en el momento del accidente. De haber sido así, entonces ya no cabría ni la más remota esperanza.