1. FUEGO

Las tardes en la finca de los Bennet en Hertfordshire eran aburridas para las cinco niñas que habitaban la casa. La pequeña Lydia corría por los pasillos de la mansión en decadencia chillando con su estridente voz infantil mientras las cintas de su vestido ondeaban tras ella. Catherine la seguía, como siempre, en sus alocadas carreras en las que de vez en cuando el mobiliario levitaba a su paso.

La familia Bennet no era una familia normal en ningún sentido, además del peculiar carácter de sus integrantes, estaban unidos a una larga tradición familiar de un mundo aparte en el que, con una varita, podías conseguir cosas que sólo habitaban en la imaginación de la mayoría de las personas en el mundo. Los Bennet eran magos y sus cinco hijas desbordaban magia por los cuatro costados.

Jane Bennet era la mayor de las hermanas, había cumplido ya los doce años y era la única que había entrado por el momento en Hogwarts, la escuela de magia y hechicería de Gran Bretaña. Le seguía Elizabeth, que acababa de cumplir once años ese mismo día, 27 de junio y que esperaba ansiosa con la naricilla pegada en la ventana del salón la llegada de algo que se resistía a aparecer.

Mary Bennet, la tercera de las hermanas, observaba a Elizabeth sentada en el banco de su piano, ella no entraría a Hogwarts hasta dos años después, pues sólo tenía nueve años. Catherine y Lydia serían las siguientes en unirse a la escuela para desarrollar sus dotes mágicas, con ocho y siete años respectivamente eran la pesadilla de su padre, quien ansiaba poder contar con momentos de calma absoluta que el barullo que ellas dos montaban hacían imposibles.

La señora Bennet tampoco ayudaba demasiado a corregir el carácter de sus dos hijas pequeñas, pues consideraba más detestable el de Elizabeth que el de estas. Elizabeth era la más rebelde, odiaba las reuniones sociales a las que su madre insistía en acudir ante la perspectiva de hacer contactos con gente de la alta sociedad mágica. Ella siempre terminaba en algún barrizal llena de suciedad hasta las cejas y con su vestidito de fiesta destrozado. Su actitud sacaba a su madre de quicio, mientras que ver a Lydia y Kitty comportarse como auténticas damitas cotillas y risueñas le henchía de orgullo.

Jane por su parte era todo ternura y buena educación, jamás tenía una mala palabra para nadie y siempre se comportaba como se esperaba de ella. Era su actitud natural, pero adoraba la forma de ser de su hermana Elizabeth, a la que consideraba su predilecta. Mary también detestaba todas las reuniones sociales por la frivolidad que destilaban, sólo disfrutaba la compañía de los libros y de su piano, pasaba estas veladas sentada en un rincón observando con desdén a su alrededor.

Elizabeth seguía con la nariz pegada a la ventana, después de varias horas de espera se había quedado dormida en esa postura y un fino hilo de baba resbalaba por la comisura de sus labios. Un golpe en el cristal la sobresaltó de repente sacándola de su ensueño, por fin había llegado lo que tanto había esperado. Se frotó los ojos con las manos y abrió la ventana para dejarle paso a una lechuza parda que llevaba un sobre atado a la pata. Su carta para entrar en el colegio Hogwarts de magia y hechicería por fin había llegado, y comenzó a chillar por toda la casa con él en la mano asustando a la lechuza, que ululó indignada huyendo del alboroto.

Aún tendría que esperar al 1 de septiembre para salir por fin de aquella casa y alejarse de las insistentes peroratas de su madre para que se comportase como se esperaba de una dama de su clase y condición. Dos meses más antes de poder conocer en todo su esplendor su potencial mágico. Hasta el momento había sido educada, como el resto de sus hermanas, por una institutriz que le proporcionaba clases básicas de lectura, escritura y asignaturas que podías encontrar en cualquier colegio muggle. Pero ahora por fin podría aprender a controlar esos poderes que solían causarle más problemas que a sus hermanas, pues se manifestaban con más frecuencia en ella.

Pero aún quedaban dos meses que su madre no pensaba desaprovechar. Quedaba aún el último baile de la temporada en Meryton, un pueblo cercano a Hertfordshire. Además era un baile especial, porque acudiría una de las familias de más alta raigambre de la sociedad mágica inglesa. La familia Black de dignaría a venir desde Londres a conocer el pequeño fragmento de alta sociedad de esa zona al sur de Inglaterra.

A mediados de julio el señor Bennet acompañó a Jane y a Elizabeth a por los libros y elementos necesarios para comenzar en septiembre en Hogwarts. Acudieron al Callejón Diagon en Londres a través de la chimenea de su casa utilizando los polvos flu. Allí Elizabeth pudo obtener el objeto que más ansiaba desde que supo de su existencia, su varita. Veintitrés centímetros, madera de cerezo y pluma de fénix, la joven la guardó con extremo cuidado. Desde ahora, junto con su nueva mascota, este sería su más precioso tesoro.

Cuando traspasó las puertas de la tienda de mascotas supo que iba a enfrentarse a una decisión difícil. Su padre se había ofrecido a comprarle la mascota que desease, sin importar el precio, porque sabía el amor que Elizabeth le profesaba a los animales. Se debatió entre su instinto más primario, que era comprar un hermoso gatito negro que le miraba con unos impresionantes ojos verdes acurrucado en un cesto junto a sus hermanos, tenían dos meses y eran encantadores. Y su mente práctica, que le aconsejaba un precioso búho negro y blanco de ojos amarillos que le permitiría enviar mensajes sin necesidad de utilizar las lechuzas de la escuela.

Al final se decantó por el gato, observando al búho con tristeza, si por ella fuera montaría una reserva natural mágica con todos los animales y criaturas mágicas que existiesen. Pero como no era posible, decidió darle a su animal favorito todo su amor, su pequeño Bagheera sería el más mimado de todos los mininos.

Después de hacer algunas compras más, volvieron a Hertfordshire donde la señora Bennet y las dos pequeñas estaban alborotadas con la fiesta de Meryton. Se había fijado la fecha para la primera semana de agosto y las más dicharacheras de las Bennet ya estaban pensando en qué ponerse y en la familia Black.

Elizabeth entró corriendo en la casa, con las botas llenas de barro, pues una tormenta de verano había encharcado todos los terrenos alrededor de la mansión. Su madre la miró horrorizada mientras dejaba huellas por toda la entrada.

- ¡Elizabeth Bennet! - gritó horrorizada - ¿Cuándo piensas empezar a comportarte como una señorita?

- Nunca mamá. Ahora déjame tranquila que quiero echarle un ojo a mis nuevos libros.

- Esta niña es incorregible.

- Tú misma lo has dicho Susi, es una niña, no una dama remilgada. Se comporta como lo que es.- le dijo el señor Bennet mientras dejaba su gabardina en el perchero de la entrada.

- ¡Señor Bennet! No la alientes.

Frank Bennet no estaba de humor para escuchar los reclamos de su mujer, así que hizo lo que hacía siempre, se encerró en la biblioteca a sepultarse entre sus libros y papeles.

La primera semana de agosto llegó en un suspiro, y la casa de los Bennet se convirtió en un gallinero. La señora Bennet vistió a sus hijas lo más elegantes que pudo ante las quejas de Elizabeth, que quería ir en pantalones, y el entusiasmo de las más pequeñas, que adoraban vestir como princesas. Para la pequeña Elizabeth la perspectiva de aquella fiesta era una tortura, su madre estaría toda la noche incordiándola para que se comportase y no le dejaría en paz. Su plan era mantenerse toda la noche lejos de su vista y los jardines de los Mckinnon eran lo suficientemente grandes para conseguirlo.

Los Mckinnon habían engalanado Gardenfield con todo lo que tenían, se notaba que iban a recibir a una de las mejores familias mágicas del país. El jardín estaba adornado con pequeñas hadas que refulgían en la noche y entonaban suaves cantos que invitaban a entrar en la mansión.

Dentro todo brillaba y las ropas de gala de los magos allí reunidos destelleaban a la luz de las velas que decoraban las enormes lámparas. En las mesas había todo tipo de comida y la música sonaba en el ambiente invitando a la conversación entre los invitados. Lydia entró con aires de gran señora seguida por Catherine y rápidamente se unieron a los bailes con las demás niñas.

Los señores Bennet entablaron conversación con las diversas familias que estaban allí reunidas esperando ansiosas la llegada de la familia Black, que se produciría en cualquier momento. Elizabeth aprovechó la distracción de sus parientes para huir por una de las puertas traseras hacia los grandes jardines de atrás, donde además de hadas había flores de todos los colores y un pequeño lago alrededor del que habían construido bancos y plantado rosales.

En un rincón del gran jardín destacaba un invernadero con una gran cúpula de cristal en el que Elizabeth supuso que habría todo tipo de plantas para elaborar pociones. Quiso entrar a echar un vistazo, pero estaba cerrado con llave y ella aún no podía abrirlo. Siguió explorando por los caminos llenos de hadas y finalmente se sentó en un banco especialmente iluminado con uno de sus libros de la escuela que había conseguido sacar de su casa escondido en su capa.

Mientras tanto los Black llegaron majestuosamente a Gardenfield, Orion y Walburga lanzaron una mirada desdeñosa a su alrededor seguidos por su hijo mayor, Sirius, que entró con cara de aburrimiento y Regulus, el pequeño, que miraba entusiasmado a todo el mundo. Para los Black adultos, aquella majestuosidad luminosa y brillante suponía un insulto al buen gusto, ellos eran magos oscuros y todo lo que se saliese del verde, el plateado y el negro les causaba daño a la vista.

La señora Bennet se apresuró a presentarse y hablarles de sus cinco hijas y de su larga tradición de sangre pura. Suzanne Bennet había sido una Slytherin en su juventud, siempre despreció todo lo relacionado con los muggles aunque su matrimonio con Frank, que era mucho más moderado y un Hufflepuff, había suavizado un poco su postura radical.

Por el contrario los Black presumían de su pureza de sangre, de odiar a los muggles y de practicar magia oscura. Para la señora Bennet era como abrir una ventana a su pasado ya que su familia, los Lestrange, era conocida por matanzas de muggles y por abrazar las artes oscuras con mucho orgullo. Elizabeth siempre se preguntó cómo pudo terminar su padre con alguien como su madre.

En cambio a Sirius le gustaban esas fiestas en las que los magos se regodeaban de la pureza de su sangre casi tanto como su familia, a la que detestaba. También despreciaba a todas esas señoritingas aspirantes a idiotas redomadas que tenían por hijas, así que se escabulló a los jardines para soportar lo menos posible a toda aquella gente despreciable.

Caminó entre los setos observando el entorno con sus penetrantes ojos grises, estaba tan aburrido... sólo quería que terminase todo aquello, que acabase también el verano y empezar por fin en Hogwarts, donde podría al fin deshacerse de su horrible familia al menos durante casi todo el año. Cumpliría once años el tres de noviembre, por lo tanto ese año empezaría en el colegio de magia y hechicería, al igual que Elizabeth.

Entre las luces y los cantos de las hadas, Sirius vislumbró una pequeña cabeza inclinada en un banco cercano. Un lazo blanco adornaba sus rizos marrones mientras se afanaba en mirar algo que estaba sobre sus piernas. "Estupendo", pensó el niño, "una niñata despreciable a la que poder molestar sin nadie que me interrumpa". Una sonrisa maligna iluminó su rostro.

Había logrado durante su corta vida una afinidad con la magia muy concreta. La primera vez que el fuego nació de una de sus manos fue una noche de tormenta en la que su madre, muy enfadada con él al encontrarle leyendo una revista muggle, le encerró en un armario del sótano durante varias horas. La mansión de los Black en Londres estaba plagada de magia negra y cosas espeluznantes, con apenas cuatro años de edad Sirius sintió verdadero terror sepultado en ese pequeño cubículo a solas con la oscuridad.

Los truenos retumbaban por toda la casa haciendo crujir las paredes de modo que parecía que tenían vida propia. Pero entonces, en medio de esa oscuridad y con las lágrimas rodando por sus mejillas, Sirius sintió el calor y la luz del fuego en su mano derecha. Fue uno de los primeros síntomas de magia que mostró, y con los años fue controlándolo hasta poder crear fuego de la nada cuando le apetecía. Y aquel momento le pareció perfecto para utilizar su don.

Caminó a gatas hasta el banco en el que Elizabeth leía atentamente su libro. Estaba tan inmersa en el volumen de Defensa Contra las Artes Oscuras que no escuchó al hijo mayor de los Black reptar por debajo del banco y prender la falda de su vestido blanco. Tras realizar su fechoría apareció delante de la joven Bennet y, llamando su atención, apuntó con un dedo hacia su falda.

Elizabeth lo miró horrorizada y se metió al lago a toda prisa, tropezando y cayendo de cabeza poniéndose perdida. Cuando emergió de las turbias aguas el muchacho había desaparecido, pero su rostro quedaría grabado en su memoria para siempre.

La bronca de su madre al verla aparecer en la puerta hecha un cuadro fue monumental. Por suerte para la señora Bennet, los Black hacía tiempo que se habían ido y no tuvo que sufrir la vergüenza de que viesen a una de sus hijas de ese modo.

- ¿Por qué no puedes comportarte como Jane? Ya ni siquiera te pido que pongas un poco de entusiasmo como Lydia o Kitty, pero al menos saber estar donde te corresponde. - le dijo desesperada Suzanne.

- Yo no tengo la culpa de que a estas fiestas vengan psicópatas que me prenden fuego a la falda. - le contestó Elizabeth exasperada.

- Eres capaz de haberte prendido fuego tú misma para dar el cante.- atacó su madre.

- Claro, desde luego si fuese tan estúpida como tú o esas dos cretinas - continuó señalando a Lydia y a Kitty- me hubiese arriesgado a reducirme a cenizas sólo para llamar la atención.

El bofetón resonó en el coche. Elizabeth se había pasado de la raya y Suzanne se lo hizo pagar.

- Estás castigada lo que te queda de verano sin salir de casa. Y como hagas alguna más de las tuyas te quedas sin ir a Hogwarts.- advirtió.

Elizabeth miró aterrorizada a su padre, pero él negó con la cabeza con una sonrisa benévola, ella era su hija predilecta y no iba a consentir que se quedase sin alcanzar todo su potencial mágico por culpa de una rabieta de su madre.