ADAPTACION Edward Cullen lleva una doble vida... por una parte es el alcohólico y gordo bufón del pueblo y por otra es el admirado Corsario... Isabella Swan desprecia a Edward por creerle un cobarde, pero adora al Corsario... casualidades del destino Isabella es obligada a casarse, y el afortunado no es otro que Edward...mientras ella sigue viéndose con el Corsario... conseguirá Edward que bella mire más allá de su apariencia y se de cuenta de quién es en realidad? SOY NUEVA
Hola a todos quiero dejar muy en claro que esto es una adaptcion de la historia de jude deveraux y los personajes todos sabemos que son de la grandiosa estephanie meyer repito es un adaptación soy nueva en esto y espero que les guste
CAPITULO 1
1766
Edward cullen se reclinó en la silla, estirando sus piernas largas y esbeltas sobre la alfombra que cubría el piso del camarote del capitán, a bordo de La gran duquesa, mientras emmet Ivanovitch regañaba a uno de los sirvientes. edward nunca había visto a nadie tan arrogante como ese ruso.
-Si vuelves a guardar mal mis hebillas te haré cortar la cabeza -aseguró emmet, con su fuerte acento y su voz ronca.
edward se preguntó si los duques rusos aún tenían permiso para decapitar a quien les disgustara.
-Ahora vete. Fuera de mi vista -agregó emmet, agitando una muñeca envuelta en encajes hacia el acobardado sirviente. Y agregó, dirigiéndose a edward, en cuanto quedaron solos en el camarote: -Ya ves las cosas que debo soportar.
-Es demasiado, lo reconozco -concordó el joven.
Emmet miró arqueando una ceja y volvió a concentrarse en las cartas marinas desplegadas en la mesa.
-Amarraremos a unos doscientos veinte kilómetros de tu forks, por el sur. ¿Crees que hallarás a alguien dispuesto a llevarte al norte?
-Ya me las arreglaré –dijo edward, despreocupado, mientras se estiraba aun más, con las manos bajo la nuca. Su largo cuerpo ocupaba casi todo el camarote.
Mucho tiempo atrás había adiestrado sus apuestas facciones para que ocultaran sus pensamientos. Emmet conocía en parte sus ideas, pero edward no permitía a nadie apreciar la profundidad de su preocupación.
Meses atrás, estando Edward en Italia, había recibido una carta de su hermana alice, donde le rogaba que volviera al hogar. Decía en ella que se lo necesitaba desesperadamente, y contaba lo que su padre le había prohibido revelarle: que él, Carlisle cullen , había resultado gravemente herido en un accidente a bordo de un barco y tenía las piernas destrozadas. Había sobrevivido, contra todos los pronósticos, y estaba ahora condenado a vivir en su lecho, inválido.
Alice decía también que ella se había casado con un inglés, el inspector de aduanas de la pequeña ciudad de forks, quien era... No entraba en detalles sobre las actividades de su esposo, probablemente en conflicto entre la lealtad a su esposo y la fidelidad a su familia y al pueblo que conocía desde que naciera, pero Edward se había dado cuenta de que ella callaba muchas cosas.
Alice había entregado la carta a uno de los muchos marineros que pasaban por forks, en la esperanza de que llegara a manos de Edward y lo hiciera volver a la casa. Su hermano había recibido la carta poco después de anclar en Italia. La goleta en la que partiera de forks más de cuatro años antes se había hundido hacía ya tres semanas, él esperaba en la soleada costa italiana, sin empeñarse mucho en conseguir otro puesto de oficial.
Fue en Italia donde conoció a emmet Ivanovitch. En Rusia, la familia de emmet tenía un estrecho parentesco con la zarina, motivo por el cual emmet esperaba que todo el mundo lo tratara con el sobrecogido respeto y la sumisión que él consideraba debidos a su rango.
Edward había intervenido para salvarle su gordo cuello de una banda de marineros a quienes no les gustó lo que emmet decía de ellos. El joven cullen había sacado su espada, la había arrojado a manos del ruso y había extraído de su cinturón dos cuchillos, uno para cada mano.
Los dos combatieron juntos por una hora. Al terminar estaban cubiertos de sangre y con las ropas hechas jirones, pero eran amigos. Edward fue objeto de la hospitalidad rusa, tan generosa como la arrogancia de ese pueblo. Emmet le llevó a bordo de su barco privado; era un lugre, tipo de barco tan veloz que estaba prohibido en casi todos los países, puesto que era capaz de dejar atrás a cualquier otra embarcación. Pero nadie molestaba a los aristócratas rusos, que no obedecían ninguna ley sino la propia.
Edward se instaló en el opulento navío y, por un par de semanas, disfrutó de que se lo sirviera. El ejército de sumisos sirvientes que emmet había traído de Rusia anticipaba y satisfacía cada uno de sus deseos.
-En América no somos así -había dicho Edward a emmet , tras la quinta jarra de cerveza.
Le habló de la independencia de los norteamericanos, de la capacidad con que creaban un país propio a partir del páramo.
-Hemos combatido contra los franceses y los indios; hemos combatido contra todo el mundo. iY siempre ganamos! -se jactó.
Cuanto más bebía, más ponderaba las glorias de Norteamérica. Después. de que emmet y él hubieron consumido la mayor parte de un tonel, el ruso sacó un líquido claro al que llamó vodka y ambos empezaron a beber de esa botella. "Aunque no se diga otra cosa de los rusos", pensó edward, "es preciso reconocer que beben como el mejor."
A la mañana siguiente, cuando a edward se le partía la cabeza y su lengua daba la sensación de haber limpiado a lamidas el fondo del barco, llegó la carta. Emmet estaba arriba, descargando su dolor de vientre contra los acobardados sirvientes. Cuando Elías Downey pidió permiso para subir a bordo y hablar con edward, emmet dejó de gritar y de quejarse para acompañar al hombre a los camarotes. Se moría de curiosidad por saber qué mensaje de gran importancia traía ese hombre.
Emmet sirvió tres vasos de vodka y los puso en la mesa. Edward se limitó a poner los ojos en blanco. Pasando por alto los zumbidos que sentía en la cabeza, escuchó los relatos de Elías sobre cuanto pasaba en forks. Echó un vistazo a la carta de su hermana, pero callaba muchas cosas.
-Se ha casado con un hombre muy malo. Nos roba a todos -estaba diciendo Elías-. Le quitó el barco a billy, aduciendo que había contrabando a bordo. y como lo hizo todo legalmente, nadie pudo impedírselo. Si Billy pudiera reunir sesenta libras entablaría juicio para recobrar su barco. Era todo cuanto tenía en el mundo y ahora lo ha perdido.
-¿Y qué hizo mi padre? –preguntó edward, inclinándose hacia adelante-. No lo imagino dejando que su yerno robe el barco a otro hombre.
A Elías comenzaban a cerrársele los ojos por efecto del vodka. -carlisle no tiene piernas. Es como si se las hubieran cortado. No puede moverse de la cama. Todos pensamos que iba a morir, pero vive... si a eso se le puede llamar vivir. Apenas come. Rosalie swan se hace cargo de la casa.
-¡Los swan! -exclamó edward-. ¿Todavía viven en ese cobertizo, tratando de dominar a esos hijos terribles?
-charlie se hundió con su barco, hace un par de años, y renne murió al nacer el menor. Algunos de los muchachos se han embarcado, pero todavía quedan unos cuantos. Rosalie trabaja para su padre y bella circula con un bote por el puerto. Con eso mantienen a la familia. Usted conoce a los swan: no aceptan limosnas. Esa bella vale la pena; fue la única que se enfrentó a su cuñado, señor cullen. Claro que los swan no tienen nada que perder si se enemistan con él. No poseen nada que otros puedan desear.
Edward intercambió una sonrisa con Elías. Los swan eran verdaderos personajes en la ciudad, a los que se usaba para medir la propia mala suerte. Por mal que le fueran las cosas a uno, siempre se encontraba a uno de ellos que estu viera peor. Eran los más pobres y los más sucios... y disimu laban su miseria con orgullo.
-¿Sigue isabella tan temperamental como siempre? –murmuró edward, sonriendo ante el recuerdo de una mocosa flaca y sucia que, por motivos inescrutables, lo había elegido para complicarle la vida-. Ahora ha de tener unos veinte años, calculo.
-Más o menos. -A Elías se le estaban cerrando los ojos.
-¿Y no se ha casado?
-Nadie quiere a esos críos -aseguró Elías, ya gangoso-. Usted lleva mucho tiempo sin ver a bella. Esa muchacha ha cambiado.
-No sé por qué, pero lo dudo –comentó edward, en el momento en que a Elías se le caía la cabeza contra el pecho. Viendo que su interlocutor estaba dormido, miró a emmet.-Tendré que ir a ver de qué se trata. Alice me pide que vaya a casa a ayudarlos. Dudo que las cosas estén tan mal como ellos las pintan. Mi padre siempre ha creído que la ciudad de forks es su pequeño feudo personal; ahora tiene que compartir la autoridad con otra persona y eso no le gusta. Y si alguno de los swan ha metido la nariz para provocar disturbios, no me extraña que todo esté alboro tado. Iré a ver de qué se trata. Hay un barco que parte hacia Norteamérica dentro de seis semanas. Tal vez el capitán aún no tenga tripulación.
Emmet se echó a la garganta el resto del vodka.
-Te llevaré yo. Mis padres querían que yo visitara América y allá tengo primos. Te llevaré a esa ciudad para que averigües qué pasa. Todo hijo debe obedecer a su padre.
Edward sonrió para no demostrar lo mucho que le preocu paba la herida de su padre. No lograba imaginar a ese hom bre corpulento, estentóreo y exigente convertido en un inválido.
-Está bien -dijo-. Será un placer ir contigo.
Desde entonces habían transcurrido varias semanas; ahora faltaban pocas horas para llegar al muelle y Edward esta ba ansioso por ver otra vez a su patria.
La ciudad de Olimpia estaba floreciente. Se oía el ruido de los barcos al amarrar, los gritos de las personas que pregonaban su mercancía, discusiones y regateos. Y el aire puro del mar se mezclaba con el olor a pescado ya gente sucia.
Emmet estiró su cuerpo grandote y bostezó; el sol arrancaba reflejos al hilo de oro que bordaba su chaqueta.
-Mi primo te recibirá de buen grado. No tiene casi nada que hacer y le servirás de distracción.
-Te lo agradezco, pero prefiero iniciar el trayecto hacia mi casa -respondió edward-. Tengo muchos deseos de ver otra vez a mi padre y de averiguar en qué problemas se ha metido mi hermana.
Se separaron en el muelle. Edward cargaba sólo un saco al hombro. Ante todo pensaba comprar un caballo; después, ropas nuevas. Cuanto poseía se había perdido en el naufra gio, allá en Italia; en el barco de emmet no había usado sino las cómodas y abolsadas ropas de los marineros comunes.
-¡Eh! ¡Mirad! -gritó un soldado británico, que for maba parte de un grupo de seis-. ¡Oye, tú! La escoria como tú debe mirar con respeto a sus superiores.
Edward no tuvo tiempo de defenderse; uno de los hombres lo empujó desde atrás, haciéndole caer el saco, y volvió a empujarlo. El joven cayó de bruces en el polvo. Mientras escupía tierra y guijarros, las carcajadas le resonaron en los oídos.
En cuestión de segundos estaba en pie, dispuesto a arrojarse contra los soldados, que ya le habían vuelto las espaldas, pero una mano fuerte lo detuvo.
-En tu lugar no haría eso.
Edward estaba tan furioso que tardó en distinguir al marinero que se había detenido a su lado.
-Ellos están en su derecho. Si los atacas no harás sino meterte en más problemas.
-¿Cómo que están en su derecho? -acusó Edward, con los dientes apretados.
Ahora que estaba de pie comenzaba a recobrar el buen tino. Ellos eran seis. El, sólo uno.
-Son soldados de Su Majestad y tienen derecho a hacer lo que les plazca. Si cometes tonterías con gente como ésa, terminarás en la cárcel.
Como Edward no contestara, el marinero se encogió de hombros y siguió su camino. Edward, después de echar un vista zo fulminante a las espaldas de los soldados que se retiraban, vol vió a cargar su saco y continuó caminando. Trató de volver a pensar en ropa limpia y un buen caballo entre las piernas.
Al pasar frente a una taberna le llegó un vaho de aroma a guiso de pescado y se dio cuenta de que estaba hambriento. Pocos minutos después estaba sentado a una sucia mesa, comiendo un sabroso guisado en un cuenco de madera, mientras recordaba las comidas que había compartido con emmet, utilizando cubiertos de oro y platos de porcelana tan fina que eran casi traslúcidos.
No estaba alerta y la punzada de una espada en el cue llo lo tomó por sorpresa. Al levantar la vista se encontró con el mismo soldado que lo había arrojado a tierra, mo mentos antes.
-Conque aquí está otra vez nuestro pequeño marine ro -lo provocó el hombre-. Te hacía muy lejos de aquí. -La cara del joven soldado perdió su aire de broma. -Levántate. Esta mesa es nuestra.
Las manos de Edward salieron lentamente de abajo de la mesa. No llevaba armas, pero tenía destreza y celeridad. Antes de que los soldados se dieran cuenta de nada, arrojó la mesa contra ellos; con eso derribó al primero; aplicándole un golpe tan fuerte en la pierna que lo hizo gritar de dolor. Los otros cinco atacaron a Edward de inmediato. .
Logró derribar a otros dos. Luego tomó por el asa el pesado caldero que pendía sobre el fuego. Le quemó las manos, pero también quemó todo el vientre al hombre contra el cual lo arrojó. Estaba por estrellar una silla con tra la cabeza del quinto cuando el posadero le golpeó en la coronilla con un jarro de cerveza.
Edward cayó graciosamente al suelo.
Un cántaro de agua fría y sucia le dio contra la cara. Edward se levantó penosamente. Le bramaba la cabeza y tenía mucha dificultad para abrir los ojos. A juzgar por el olor de ese lugar, tuvo la seguridad de estar en el infierno.
-Levántate. Estás en libertad -dijo una voz gruñona mientras él trataba de incorporarse.
Logró abrir un ojo, pero ciertos fulgores se lo hicieron cerrar otra vez.
-Edward -dijo una voz, que él reconoció como la de emmet-, he venido a sacarte de este lugar mugriento, pero que me maten si pienso llevarte en vilo. Levántate y ven conmigo.
El fulgor provenía de uno o dos kilos de oro incluidos en el bordado del uniforme ruso. Edward se dio cuenta de que su amigo lucía uno de los atuendos que solía ponerse para impresionar a alguien y obtener cuanto deseaba. y com prendió que su amigo no ensuciaría esa chaquetilla por ayu darlo a caminar.
Aunque tenía la impresión de que iba a caérsele la cabeza, consiguió sujetarla y mantenerse en pie. Empezaba a darse cuenta de que estaba en una cárcel; aquello era un calabozo repulsivo, con paja viejísima en el suelo y vaya a saber qué cosa en los rincones. La pared que tocó estaba fría y viscosa; aquella viscosidad se le quedó en la mano.
De algún modo se las compuso para seguir a emmet, que salió del edificio con la espalda perfectamente recta. Afuera los esperaba la luz del día, ya mortecina, y un carruaje magnífico, con caballos que no le iban en zaga. Uno de los criados de emmet le ayudó a subir al coche.
Apenas se había sentado cuando emmet inició su diatriba.
-¿Sabías que planeaban ahorcarte por la mañana? Me enteré sólo por casualidad. Un viejo marinero te vio bajar de mi barco y presenció tu pelea. ¿Tienes conciencia de que le fracturaste la pierna a uno? Es posible que la pierda. Quemaste a otro y el tercero aún no ha reaccionado de tu golpe. Mira, Edward: una persona de tu. condición social no puede hacer ese tipo de cosas.
Esa afirmación hizo que Edward arqueara una ceja. Sin duda alguna, emmet estaba en una condición social que le permitía hacer lo que se le antojara.
Se reclinó en el asiento para mirar por la ventanilla, mientras su amigo continuaba diciéndole que no podía hacer lo que había hecho. De pronto, Edward vio que un sol dado inglés tomaba a una jovencita por el brazo y la llevaba a tirones hasta atrás de un edificio.
-Detente -pidió.
Emmet , que también había visto la escena, se negó a dar orden de que el cochero detuviera los caballos. Como Edward tratara de bajar igual, lo empujó con fuerza contra los almo hadones. Edward se apretó la cabeza dolorida.
-Son sólo campesinos -observó emmet, como si le cos tara creer en esa reacción.
-Sí, pero son mis campesinos -susurró el joven.
-Ah, sí, comienzo a comprender. De cualquier modo siempre tendrás otros. Se reproducen con celeridad.
Edward no se molestó en contestar a esos absurdos. La cabeza le dolía tanto por el golpe recibido como por lo que acababa de ver. Había oído rumores sobre las cosas horren das que pasaban en América, pero sin creerlas del todo. En Inglaterra se hablaba de los ingratos colonos como si fueran niños delincuentes que necesitaban una mano firme. Hasta había visto que se descargaba e inspeccionaba a los barcos norteamericanos antes de permitirles regresar. Pero por algún motivo no llegaba a convencerse de que eso fuera cierto.
Se recostó contra los almohadones, en silencio, y no quiso volver a mirar por la ventanilla.
Cuando llegaron a la gran casa edificada en las afueras de la ciudad, emmet bajó de un salto, dejando que Edward se las arreglara solo. Estaba obviamente encolerizado con su ami go y no tenía intenciones de seguir ayudándolo.
Edward descendió. El ayuda de cámara del ruso lo precedió hasta un cuarto en donde le esperaba una tina llena de agua caliente. Edward se quitó la ropa y se lavó; el agua caliente le calmó el dolor de cabeza. Pero al despejarse empezó a pensar en la carta de su hermana. El la había descartado, tomán dola por reacción emotiva de mujer; ahora se preguntaba si acaso ella se había referido a ese tipo de cosas al decir que forks necesitaba ayuda. Según Elías, a Billy le habían quitado el barco por sospecharse que vendía mercadería de contrabando. Si los soldados se sentían tan superiores como para atacar a un. indefenso marinero en la calle y molestar a una muchachita sin temor al castigo: ¿qué harían los oficiales, los hombres que de tentaban el poder?
-Veo que sigues pensando en lo que ocurrió hoy -co mentó emmet, al entrar-. ¿Qué esperabas, considerando que habías salido al muelle vestido de esa manera?
-Todo hombre tiene derecho a vestir a su antojo sin correr peligro por eso.
-Esa es la doctrina de todos los campesinos –dijo emmet, suspirando, mientras hacía señas a un sirviente para que empezara a desempacar sus numerosos baúles -. Por esta noche puedes ponerte las ropas de mi primo. Mañana nos encargaremos de vestir te adecuadamente. Entonces podrás viajar a casa de tu padre sin temores.
Como de costumbre, emmet hizo que suspalabras sona ran a orden, no a sugerencia. Se había pasado la vida dando órdenes que todos obedecían.
Cuando emmet se marchó, Edward despidió al criado que le ofrecía una de las toallas monogramadas de su amigo, con intención de secarlo. Se envolvió la tela a la cintura y se acercó a la ventana. Afuera ya había oscurecido por com pleto, pero las lámparas ya estaban encendidas y se veía a los soldados vagando por las calles. Como se los alojaba en casa de los pobladores, iban y venían a placer. A poca dis tancia se oyeron carcajadas estruendosas y ruido de vidrios rotos.
Esos hombres no temían a nada. Contaban con la pro tección del rey de Inglaterra. Si alguien se les oponía, como lo había hecho Edward, tenían todo el derecho de ahorcarlo. Eran ingleses; los norteamericanos también eran ingleses, pero se los consideraba salvajes e ignorantes, necesitados de disciplina.
Edward se apartó de la ventana, disgustado, y echó un vis tazo al baúl entreabierto de emmet. Arriba de todo había una camisa negra.
¿Y si alguien pagaba a esos hombres con la misma mo neda? ¿Y si un hombre, vestido de negro, salía de la noche para hacer saber a esos arrogantes soldados que no podían hacer daño a los colonos sin miedo al castigo?
Revolvió el baúl de emmet hasta hallar un par de panta lones negros.
-¿Puedo preguntarte qué estás haciendo? –inquirió emmet, desde la puerta-. Si buscas joyas, te aseguro que están bien ocultas.
-Calla, emmet, y ayúdame a encontrar un pañuelo negro.
El ruso cruzó el cuarto y apoyó una mano en el brazo de su amigo.
-Quiero saber qué estás haciendo.
-Se me ocurrió dar un dolor de cabeza a esos ingleses. Quizá con un fantasma negro salido de la noche.
-Ah, sí... comienzo a entender. -Los ojos de emmet brillaban. Esa ocurrencia era atractiva a su temperamento ruso. Abrió un segundo baúl.- ¿Nunca te hablé de mi pri mo, el que bajó a caballo la escalinata de nuestra casa de campo? El animal se fracturó las dos patas delanteras, por supuesto, pero fue un momento magnífico. Edward apartó la vista de la camisa que tenía en las manos. -¿Y qué fue de tu primo?
-Murió. Todos los buenos mueren jóvenes. En otra. oportunidad, estando ebrio, decidió salir con su caballo por una ventana del piso alto. Tanto él como el caballo murie ron. Era buen hombre.
Edward calló sus comentarios sobre el primo de emmet y se puso los ajustados pantalones de montar negros. Su amigo era más alto y más robusto que él, pero Edward tenía las pier nas gruesas por haber pasado varios años compensando el bamboleo de los barcos; por eso aquellos pantalones, que habrían debido quedarle holgados, se le ceñían como la piel. La camisa de amplias mangas se ablusaba sobre ellos.
-Toma esto –dijo emmet, ofreciéndole botas altas-. Y aquí tienes un pañuelo. -Abrió la puerta.- ¡Traedme una pluma negra! -aulló hacia el corredor.
-No tienes por qué divulgar la noticia -observó Edward, mientras se ponía las botas..
Emmet se encogió de hombros.
-Aquí no hay nadie, descontando a mi primo y a su esposa.
-Y un centenar de criados.
-Ellos no cuentan. -El ruso levantó la vista hacia el sirviente que le ofrecía una pluma de avestruz grande, teñida de negro.
-La condesa envía sus saludos -dijo el criado, antes de retirarse.
En pocos minutos emmet vistió a Edward de negro. Abrió agujeros al pañuelo y cubrió con él la mitad superior de la cara de su amigo. Luego le puso un gran tricornio en la cabeza. La pluma se rizaba alrededor del ala, dejando caer algunos mechones sobre la frente.
-Sí –aprobó emmet, retrocediendo para admirar su obra-. Y ahora ¿qué piensas hacer? ¿Cabalgar por las calles, asustando a los hombres y besando a las muchachas?
-Algo así.
Ahora que estaba vestido, Edward no estaba seguro de lo que había pensado en un principio.
-En los establos hay un hermoso caballo negro. Está en el último pesebre. Cuando vuelvas brindaremos por... el Corsario. Sí, eso es, brindaremos por el Corsario. Ahora sal a divertirte y no tardes, que tengo hambre.
Edward, sonriendo, siguió las indicaciones de su amigo para llegar a los establos. La vestimenta negra lo convertía en nada bajo la oscuridad. Mientras avanzaba comenzó a adquirir cierta decisión. Pensó en los soldados a los que había visto arrastrar a aquella muchachita hasta el callejón; pensó en billy, el que había perdido su barco. Billy ha bía enseñado a los tres muchachos cullen a atar nudos marineros.
El caballo que emmet había recomendado era un demo nio furioso que no estaba dispuesto a dejarse montar. Edward lo sacó del establo y lo montó. Tuvo que luchar bastante para dominado, pero al fin salieron a todo galope hacia las calles.
Edward condujo silenciosamente al animal por los alrede dores de la calle principal, en busca de un lugar donde pudiera ser útil. No tardó en presentarse la ocasión. Ante una taberna había una bonita joven, con los brazos cargados de pequeños barriles de cerveza, rodeada por siete soldados ebrios.
-Danos un beso -dijo uno de ellos-. Sólo un besito.
Edward no perdió tiempo en espolear a su cabalgadura para sacada de entre las sombras y atacar al grupo. Su caba llo, lanzado a todo galope, habría bastado para que los hom bres se sobresaltaran, pero el jinete vestido de negro, cuya cabeza se recortaba ante la lámpara de alumbrado públi co, hizo que retrocedieran, atemorizados.
El joven no se había detenido a pensar cómo disimula ría su voz, pero al hablar lo hizo con el acento del inglés de la clase alta y no con las vocales cerradas que se habían impuesto en Norteamérica en los últimos cien años.
-Meteos con hombres, no con mujeres -dijo.
Y sacó la espada, avanzando hacia dos de los hombres, que estaban retrocediendo ante la aparición y el nerviosismo del caballo.
Con un movimiento diestro, cortó los botones al uni forme del primer hombre; luego, los del otro. Los trocitos de metal pulido cayeron repiqueteando a los adoquines. El caballo aplasto uno bajo la herradura.
Edward lo hizo retroceder, ya perdiéndose en las sombras. Sabía que la sorpresa contaba en su favor, pero en cuanto esos hombres recobraran el sentido común lo atacarían o pedirían ayuda a gritos.
Cortó el aire con la espada sibilante y apoyó la punta bajo el mentón de otro soldado.
-Antes de molestar otra vez a un americano, pensadlo bien, si no queréis que el Corsario os busque.
Y movió la punta de la espada hacia abajo, cortando el uniforme del hombre hasta la piel, pero sin siquiera rasgu ñarlo. Por fin soltó una carcajada. Era una carcajada de puro placer, nacido del triunfo que lo inundaba por haber some tido a esos patanes autoritarios, que sólo tenían valor cuando estaban en grupos. Aún sonriente bajo la máscara, hizo girar a su caballo y galopó calle abajo, veloz como el viento.
Pero toda su velocidad no le permitió esquivar la bala que dispararon contra su espalda. Sintió que algo caliente le desgarraba el hombro. Su cabeza cayó hacia atrás y el caba llo se alzó de manos, pero él logró sostenerse.
Entonces giró hacia la mujer y los soldados que aún permanecían ante la taberna; uno de los hombres tenía en la mano una pistola humeante.
-Jamás atraparéis al Corsario -dijo, con voz triunfal-. Os perseguirá día y noche, sin que podáis liberaros de él.
Tuvo la prudencia de no abusar de su suerte: cambió de dirección y siguió calle abajo a galope tendido. En las casas empezaban a abrirse las persianas. Los que se asomaron pudieron ver a un hombre de negro que volaba bajo sus ven tanas. Edward oyó a sus espaldas los gritos ,de una mujer, pro bablemente la moza que acababa de rescatar, pero estaba demasiado preocupado por la herida de su hombro y no llegó a entender lo que ella decía.
Al llegar a los límites de la ciudad comprendió que debía deshacerse del animal. A lomos de ese demonio negro era demasiado visible. Desmontó cerca de los muelles, pro tegido por la confusión de barcos y sogas. Dio al caballo una palmada en la grupa y le vio alejarse hacia los establos.
Aunque no podía verse la herida, sentía que estaba per diendo mucha sangre y que se debilitaba con celeridad. El refugio más próximo era el barco de emmet, anclado a poca distancia y custodiado por la tripulación del ruso.
Mientras se abría paso entre los barcos, siempre oculto, escuchó la gritería creciente de la gente en las calles. Al parecer, todos los habitantes de la ciudad habían salido de sus casas para participar en la búsqueda.
Al llegar al lugre de emmet rezó por que la tripulación rusa le permitiera subir a bordo. Ese pueblo era tan celoso en su ferocidad como en su amor.
Pero su preocupación era injustificada. Uno de los tripulantes lo vio y bajó al muelle para ayudarle a abordar. Quizás estaban habituados a que los amigos de su amo lle garan en medio de la noche, con la camisa ensangrentada. Edward no recordó nada más, a partir del momento en que los marineros le ayudaron a subir a bordo y lo llevaron a la bodega, medio en vilo.
Al abrir los ojos vio el vaivén familiar de una lámpara mecida por el ritmo del mar.
-Bueno, parece que vas a sobrevivir.
Edward movió un poquito la cabeza. Emmet estaba sentado junto a él, sin chaqueta y con la camisa manchada de sangre en la pechera.
-¿Qué hora es? -preguntó Edward, tratando de incor porarse.
El esfuerzo le provocó mareos y lo obligó a recostarse otra vez.
-Está por amanecer -replicó su amigo, levantándose para lavarse las manos en un cuenco de agua-. Anoche estuviste a punto de morir. Costó bastante extraerte la bala.
Edward cerró los ojos por un momento, pensando en aquella tontería de presentarse como el Corsario.
-Ojalá no te moleste que abuse un poco más de tu hos pitalidad, pero por un par de días no estaré en condiciones de viajar a forks
Emmet se secó las manos con una toalla.
-Creo que ni tú ni yo teníamos idea de las consecuen cias de lo que hiciste anoche. Al parecer, esta ciudad estaba buscando un héroe y te ha elegido como tal. No se puede salir a la calle sin oír hablar de las hazañas del Corsario. Se le atribuyen todas las acciones que se han perpetrado contra los ingleses en los últimos diez años.
Edward emitió un gruñido de disgusto.
-Y eso es lo de menos. Los ingleses han enviado a to dos los soldados disponibles en tu búsqueda. Ya hay letreros pidiendo tu arresto. Se ordena matarte a primera vista. Es ta mañana han venido dos veces, pidiendo revisar mi barco.
-Entonces me iré -resolvió Edward.
Trató de sentarse, pero estaba muy débil por la pérdida de sangre y el hombro le dolía abominablemente.
-Los he mantenido fuera de mi cubierta amenazán doles con que mi país les declararía la guerra. Si pisas esa planchada, Edward , te matarán en segundos. Buscan a alguien alto y delgado, de pelo cobrizo. -Los ojos del ruso se clava ron en los de su amigo, ardorosos.- y saben que estás herido.
-Comprendo.
Edward, aún sentado en el borde de la cama, comprendió. Sabía que se enfrentaba a la muerte, pero no podía perma necer a bordo y arriesgar a su amigo. Trató de levantarse, apoyándose con fuerza en la silla que tenía ante sí.
-Tengo un plan ,-dijo emmet-. Como no quiero que me persiga la marina inglesa, me gustaría permitir que revisa ran mi barco. .
-Sí, por supuesto. - Edward trató de sonreír.- Al me nos eso me evitará tener que caminar por la planchada. La idea no me gusta nada.
Emmet pasó por alto ese toque de humor.
-He mandado buscar alguna ropa a casa de mi primo, que es hombre obeso y afecto a las prendas vistosas.
Al oír eso, Edward arqueó una ceja. A su modo de ver, la vestimenta de emmet hubiera avergonzado a un pavo real. ¿Cómo serían las de su primo?
El ruso continuó:
-Creo que, si te acolchamos para que rellenes las pren das, te fortificamos con un poco de whisky y te ponemos una peluca empolvada en esa masa de pelo cobrizo, puedes pasar la inspección de los soldados.
-¿No basta con que me ponga el disfraz y salga caminando del barco?
-Y después, ¿qué harías? Necesitas ayuda, pero quienquiera te la dé arriesgará su vida. Además, ¿cuántos de estos norteamericanos pobres podrán resistir la recom pensa de quinientas libras que ofrecen por tu cabeza? No, permanecerás a bordo de mi barco, conmigo, y después navegaremos hasta tu ciudad. ¿Habrá allí alguien que te atienda?
Edward se recostó contra la pared, sintiéndose aun más débil que al despertar. Pensaba en la ciudad de forks, establecida por su abuelo, de la que su padre era ahora casi propietario. Estaba habitada por amigos suyos, personas que lo conocían desde siempre... y él era un producto de ese pueblo. Si él era valiente, ellos lo eran el doble. Ningún soldado inglés asustaría a la ciudad de forks.
-Sí, allí hay gente que me ayudará -dijo, por fin.
-En ese caso, debemos vestirte.
Emmet abrió la puerta del camarote y llamó a un sirvien te para que trajera las ropas necesarias.
-Hemos llegado, Edward . –dijo emmet, con suavidad.
Miró a su amigo con simpatía. Edward había tenido alta temperatura durante toda la semana; su aspecto era el de quien ha pasado varios días en estado de ebriedad: ojos hundidos, piel seca y enrojecida, músculos débiles y lentos.
-Tendremos que volver a vestirte con las ropas de mi primo. Los soldados siguen buscando al Corsario y temo que han llegado hasta aquí. ¿Me comprendes?
-Sí -murmuró Edward -. En forks me cuidarán. Ya verás.
-Espero que no te equivoques, pero bien pueden dar crédito a lo que vean.
Se refería al ridículo espectáculo que presentaba el joven, con sus acolchados de gordura, la chaqueta de brocato y la peluca empolvada. No se parecía en nada al apuesto mozo que debía volver a su ciudad natal para salvarla de un malvado pariente.
-Ya verás -repitió Edward, gangoso por el coñac que emmet le había dado para ayudarlo a soportar el esfuerzo inminente-. Me conocen. Cuando me vean así se echarán a reír, pues comprenderán que ha pasado algo. Ellos me cui darán hasta que cicatrice este maldito hombro. Sólo ruego que no me delaten frente a los soldados. Porque nunca se ha visto a un cullen vestido de pavo real, ¿comprendes? De inmediato se darán cuenta de que hay un motivo.
-Sí, Edward –dijo emmet, tranquilizador-. Es pero que tengas razón.
-La tengo. Ya verás. Conozco a estas gentes.
Me gustaría que me dijeran si continuo con la adaptación o no no se olviden de dejar reviews
