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Rusia se reclinó sobre su sillón favorito, con un vaso de cristal en una mano, lleno de un aromático y delicioso vodka con sabor a naranjas y dispuesto a pasar la tarde en completa relajación, escuchando la música de su adorado Tchaikovski y poco más. Eran raras las ocasiones en que el soviético podía dedicarse a sí mismo, por completo, olvidándose del resto del mundo –que vamos, ya no se encontraba en los tiempos en que pedía u obligaba a todos a volverse uno consigo, pero sea lo que sea, ser la nación más grande del mundo traía consigo, también, las más grandes responsabilidades-, así que las apreciaba enormemente.

Y en esas estaba, y seguramente así hubiera seguido, si no se hubiera escuchado repentinamente un estallido y la puerta frontal de su casa no hubiese salido volando vuelta pedazos.

Rusia se incorporó bruscamente y su mano se disparó por instinto hacia el costado, en donde su grifo descansaba en el interior de un paragüero. La música de Tchaikovski, ahora lenta y melodramática, parecía haberse amoldado perfectamente a la escena, aunque Ivan apenas si le prestó atención. Se puso de pie, frunciendo mucho el cejo, pensando en a quién tendría que masacrar hasta la agonía –mira que atreverse a colarse de semejante modo en su casa-, cuando, repentinamente y antes de que pudiera ver algo, la tuvo encima suyo, con su cabello dorado agitándose justo frente a su rostro en un remolino de colores y destellos azules y amarillos que lo lanzaron al piso.

-"¡¡Rusia, bastardo!! ¡¿Cómo pudiste?!"

Primero, él no la reconoció. A la dueña de los pechos prominentes que se friccionaban contra su cuello con movimientos oscilantes. Pensó en su hermana, Ucrania, pero ella jamás haría algo así, y después pensó en aquella chica… ¿Bélgica? Aunque tal vez fuera un comportamiento mucho más propio de una persona como Hungría.

Y no. Ella no era ninguna de las mencionadas, y a decir verdad tampoco era alguien a quien la Federación Rusa pudiera darse el gusto de decir que conocía. Ni siquiera de vista. Ahora bien, Rusia podía ser lo que fuera –y admitía con orgullo que la mayor parte de los sucios rumores que se corren en torno a él son, cuando menos, verdades a medias- pero, ante todo, apreciaba con esmero la existencia de la mujer en el mundo, y por eso se removió, muy lentamente, y buscó la mirada de la chica que se había ubicado sobre su regazo y que tenía el rostro inclinado hacia él.

-"Lo siento, yo… ¿nos conocemos? Señorita…"

Los hombros de la joven temblaron, y antes de que se diera cuenta –de nuevo-, una mano le golpeó la cabeza con fuerza, en un ademán tosco y completamente distante a los modales que las jóvenes en su país presumían poseer.

-"¡¡C-claro que nos conocemos!! Imbécil…"- y ella tembló todavía con más fuerza para el horror del soviético. ¿Estaba llorando? A Rusia le gustaba ver a las personas llorar, desde luego, pero no a las mujeres. Ni siquiera él era tan desalmado como para disfrutar de algo así, y entonces, en casos como estos, prefería recurrir a las maneras diplomáticas de solicitar la ocupación territorial –o amenazar a los jefes de Estado- antes de enfrentarse directamente con una joven.

-"C-creo que no comprendo qué…"

En ese momento fue que pudo volver a ver sus ojos, azules y profundos, y llenos hasta el tope de una espesa cubierta de lágrimas que habían comenzado a derramarse por las mejillas redondas y rosadas de la mujer.

Esos ojos, desde luego, no podían ser de nadie más.

-"A-América… ¿kun?"

Ella asintió, pero no dijo más.