Maldigo el día que se nos ocurrió venir a visitar a la tía Margaret. Vieja de mierda, cuando llegamos ya era un zombie.

La sacamos de la casa a patadas. Sonia aprovechó de quitarle los ojos con una cuchara, la muy imbécil, disfrutando la tortura. Se merecía que la tía le mordiera el culo.

Amarré a Sonia cuando todavía era dueña de sí misma y la bajé al sótano. Tomé todos los víveres disponibles en la casa y los llevé escaleras abajo, puras mierdas diet para hipertensos. No iba a durar mucho tiempo así.

Sonia se dedicó a gruñir todo el primer día mientras el virus se apoderaba de sus sistema nervioso. Podía ver la súplica en su mirada, pero no se puede ser buena onda con un zombi, aunque sea tu mejor amiga multiorgásmica.

Me vestí con un traje de carnicero, propiedad del difunto tío Lucho, y con sus herramientas de matador le corté una pierna a Sonia. La pobre no tenía idea de lo que le estaba haciendo, sólo gruñía como siempre, por el hambre.

Procesé la pierna y puse todas las sobras en un plato para que se las comiera Sonia. Dicen que los zombis no se comen a otros zombis, o se aniquilarían mutuamente y ya no habría muertos vivientes. Pero Sonia tenía hambre, así que ni le importó que se tratara de su propia pierna.

Los trozos de carne seleccionados de esa pierna hermosa los puse en una sartén con agua. Y cuando estuvieron bien cocidos, la retiré y corté en bistecs. Boté el agua de la sartén, la lavé con cloro y reutilicé para freír los trozos de carne, con un poco de ajo.

Quedaron de lujo. Lástima que la carne humana sea tan dura, pero no es problema. El bistec de zombi no tiene mal sabor, en serio. Pero como nadie se había tomado la molestia de probarla, bien cocida por supuesto, ¿cómo se iban a enterar?

Al día siguiente me hice la otra pierna. Aunque parezca que es mucha carne, en realidad se hace poca cuando se hace un régimen de zombi con ajo. Lo malo es que produce estreñimiento. Suerte que la vieja tuviera un frasco de laxantes.

Al tercer día me comí los gluteos y parte de la espalda. Al cuarto día, los brazos, hombros y tetas. Y Sonia seguía reclamando. Le daba las sobras y hasta parece que se ponía contenta.

El quinto día le quité toda la carne de las costillas, cuello y rostro. Lo último fue difícil porque no cesaba de dar mordiscos. Así que comencé quitando los músculos de la mandíbula y problema solucionado.

Esa noche la pobre Sonia dejó de existir, al fin. Por muy zombi que fuera, necesitaba algunas funciones para continuar existiendo, la más importante, el corazón que me comí antes de dormir. No tiene tan buen sabor y es durísimo.

Puse los restos de Sonia en una bolsa, me armé con un garrote y saqué el cadáver al patio a que se descompusiera al sol. Casi de inmediato llegó otro zombi, un tipo delgado con cara de desesperado. De un golpe en la cabeza lo derribé.

No tenía tanta carne como Sonia, alcanzó apenas para dos días.

Otros zombis habían acudido atraídos por el olor a muerto. Los vigilé desde una mirilla en el sótano, y puse especial atención en las zombis bonitas. Necesitaba pegarme un polvo, como todos los mortales.

Al cabo de tres semanas estaba mejor que nunca. Los zombis escaseaban y tenía que salir a buscarlos cada vez más lejos. No había humanos a la vista. Sólo estaba yo, el zombífago.

Y a los 28 días de iniciado el contagio, los zombis se caían de hambre, consumidos desde adentro. Intenté comer algunas golosinas o conservas que encontré en las casas, pero mi cuerpo rechazaba todo, vomitaba al primer bocado.

Junté algo de sangre de zombi en un frasco y me dediqué a buscar humanos. Las señales eran inequívocas, donde había algún edificio fortificado, ahí había personas listas para ser zombificadas y convertirse en mi cena.