Estaba más que enojada, estaba furiosa. Jamás en la vida se había sentido tan humillada.
Inuyasha la había visto desnuda.
La castaña se encontraba bañándose en el caudaloso río que corría cerca de la casa de la anciana Kaede, habían derrotado a un tanuki asesino y su cabello olía a sangre.
Como odiaba que su melena se contagiara de olores ajenos, ¿A Inuyasha le pasaría?
Se agachó y sumergió su pelo en el agua, de la que fluyó un color amarronado.
—Que asco—se frotó el cuero cabelludo— ¡Odio esto!
Hizo la cabeza hacia arriba tirando el pelo contra su espalda. Tomó agua y se enjuagó el rostro, sin preocuparse de que su torso y la mitad de su trasero estaban al aire.
Oyó un grito de Inuyasha dirigido a Shippo, que fue finalizado antes de tiempo.
Abrió los ojos chocando contra los irises dorados, el hanyô la miraba atentamente.
Solo atinó a soltar un abajo y tirarse de panza al agua.
No se iría. Por más de que su cerebro daba la orden de dirigirse al Sengoku, no se iría.
Fácil podría regresar y darle una buena tunda de abajos al chico, pero eso sería rendirse.
La única manera de regresar, sería que Inuyasha se doblegara ante su orgullo, le besara los pies, le pidiera que suba a su espalda y "cabalguen" a la felicidad mientras le lanzaba piedras a Kikyô.
Se sentó en la cama y se puso dos pares de calcetines, hacía frío.
— ¡Kagome!—un golpeteo en su ventana la espabiló.
—Te dije que no te me acerques—cerró la ventana.
—Vamos, si lo que quieres es una disculpa, perdón.
— ¿Qué quieres?—se cruzó de brazos, la vergüenza le impedía mirarlo a los ojos.
—Bueno…—dudó un poco—un poco de ramen estaría bien.
Negó con la cabeza y se puso un abrigo. Dejó pasar al chico y bajó a la cocina, para regresar con su mochilota amarilla.
—Vamos de una vez, estoy cansada—suspiró— ¡Y más te vale que no vuelvas a mirarme!
—No te preocupes, no volvería a mirarte, Kikyô también…
— ¡Abajo!
