Holiwis!
Tenía tiempo sin iniciar una historia larga. Esto se me ocurrió una tarde en que yo estaba pensando en Canadá, y sin querer me puse a pensar como sería si yo lo conociera... terminó dando una historia con un lindo final que no revelaré, y en la que ustedes serán las protagonistas.
Esto es un CanadáxReader, asumo que saben como funciona, así que... ¡a leer!
Disclaimer: (no entiendo para qué pongo esto, si esto es , así que obvio que nada nos pertenece). Hetalia y sus personajes son de Himaruya Hidekaz, sólo la idea es mía.
Enjoy and coment!
Capítulo uno.
La tarde de lluvia más feliz de todas.
Sabes que escaparte del colegio es fácil porque ya lo has hecho varias veces. Sólo tienes que firmar la hoja de asistencia a la entrada y esperar a que los de la primera hora salgan a gimnasia. Te deslizas por la puerta abierta y sales detrás de las gradas, lo que te esconde de las miradas de los vigilantes. Te escurres por una vieja abertura en la reja, y corres por la calle lo más rápido que puedes. Estás sin aliento para cuando llegas a tu destino, un parque que está a varias manzanas de tu colegio. El parque es grande, y caminas hacia el lado sur, que está más lejos de tu colegio. Deseas poner toda la distancia posible entre tú y tus compañeros, tu vida, tus padres, todo. Te dejas, rendida, debajo de un árbol. Tu uniforme se arruga, pero no te importa, estás demasiado cansada como para preocuparte por ello. Aún ves las caras de tus compañeros riéndose de ti, de tus padres diciendo que no es la gran cosa, de tus maestros castigándote por cosas que no has hecho. Te acurrucas escondiendo la cara entre las rodillas, deseosa de irte de una vez, pero sabiendo que no puedes, porque se lo prometiste a él.
Tu hermano murió cuando tenías once años; él tenía siete. Se consumió por el cáncer, a pesar de que tus padres bien pudieron haber pagado un tratamiento, pero no lo hicieron porque para ellos el cáncer era incurable, y sería un malgasto de dinero. Los odias por eso, por dejar solo a un niño, a la persona que más amabas en el mundo. Recuerdas el rostro de tu hermanito, consumido por el dolor y el sufrimiento, pidiéndote que seas fuerte. Le juraste que te mantendrías en pie por él.
El dolor te asalta, y tu mente evoca la tarde en que tus padre habían salido y tu hermano tuvo otro ataque más, uno tan fuerte que ya no te importaron tus padres. Cogiste dinero del escritorio de tu padre y saliste con el niño, cogiste un taxi y lo llevaste a una clínica, donde lo llevaste a Emergencias y rogaste que lo salvaran. Los doctores lo atendieron, pero era demasiado tarde; nada podría salvarle ya. Lo único que podían hacer era acabar con su sufrimiento de una vez, y tú lo autorizaste, y fuiste a hablar con él, antes del fin. Él te abrazó y te dijo que eso era lo mejor. Juraste que siempre lucharías. Sostuviste su mano mientras la droga entraba en su torrente sanguíneo. Él murió sonriendo. Tus padres te castigaron por haber llevado a tu hermano a la clínica, donde según ellos lo habían matado. Les hubieras gritado, pero pensaste que no valían la pena. Y desde entonces los odias.
Sumida en tus memorias, no te diste cuenta de que el día se nublaba y empezaba a lloviznar. Cuando las primeras gotas tocas tu frío rostro, levantas la cabezas y suspiras. Amas la lluvia, lo has hecho siempre. Mientras todos los del parque buscan cubrirse, tú sales gustosa a su encuentro. Las gotas caen más y más fuerte, están frías y apaciguan tu ira. Las gotas ya no son gotas, y dentro de poco tiempo estás empapada. Tu uniforme pesa, y te quitas la chaqueta de color beige, quedando con la blusa azul y la falda beige de tablones. Sueltas tu cabello (color de tu cabello) y lo tiras sobre tus hombros. Dejas que se te llenen de agua los zapatos y te los quitas, molesta por los tacones. Las medias siguen el mismo camino, y corres descalza por el césped. Estás segura de que pareces loca, pero no te importa.
Durante un rato te quedas de pie en medio del aguacero, disfrutando de la sensación del agua cayendo por tu rostro. Al final te sientas de nuevo bajo el árbol, y recoges tus zapatos. Después de ponértelos a regañadientes decides que debes volver a ver tus cosas. Revisas tu celular. Aún no es lo bastante tarde como para ir. La lluvia está parando. Consideras la posibilidad de ir a casa a cambiarte de ropa, cuando recuerdas que tus padres ese día están ahí, preparando un viaje de negocios. No puedes ir.
Te levantas, dispuesta a dar vueltas hasta secarte un poco. No ha salido el sol, y ahora que no estás bajo la reconfortante lluvia, tienes frío. Te echas por encima la chaqueta del uniforme, y caminas un poco. Odias los tacones de los zapatos del uniforme, son incómodos y te lastiman. Has corrido más de lo que suponías, pues no estás muy segura de dónde estás. Bajo un árbol está sentado un chico, muy diferente de los que sueles ver. Su piel es muy blanca, su cabello rubio. Un rulo sale de sus cabellos hacia adelante, de forma curiosa. Está inclinado mirando el suelo, pero unos segundos después desde que le estás observando se levanta y empieza a caminar en dirección de la salida más próxima, dejando atrás algo pequeño de color blanco. Te acercas y lo recoges, es un oso de polar de peluche. Algo se mueve en ti, y corres, aunque insegura de lo que estás haciendo. El chico se ha adelantado bastante, pero estás dispuesta a alcanzarle. Gritas.
-¡Hey!
El chico se detiene y se gira, sorprendido. Tú caminas hasta él, con el oso en alto, para que él lo vea. En el frío de la mañana, tu mano tiembla cuando llegas junto al chico y extiendes el muñeco.
-Se te calló esto –dices, y por alguna razón que no es el frío, tu voz tiembla también.
-Oh –el chico lo toma delicadamente, como si el osito fuera muy importante. Tal vez el regalo de alguna novia, piensas y sientes algo caliente recorrer tu cuerpo-. Gracias.
Su voz es suave y cálida; aunque muy baja, tú la entiendes a la perfección. Te mira, y tus ojos (color de ojos) se pierden por un momento en sus preciosos ojos enmarcados por unas gafas de montura ovalada, azules, tan azules que se tornan violetas para ti. Te sonrojas. El chico es muy lindo, y apenas se ve mayor que tú, que tienes dieciséis. Piensas que un silencio incómodo se extiende entre ambos, y carraspeas para romper la atmósfera.
-Gusto en conocerte –dices, tratando de sonreír-. Me llamo (nombre y apellido). No fue nada devolverte tu osito.
-Yo me llamo Matthew Williams –tiene un acento bonito, que nunca habías escuchado antes y está ligeramente ruborizado- También me pareció un placer conocerte –parece fijarse por primera vez en tu ropa y cambia su gesto por uno preocupado. Te preparas para que te pregunte por qué te escapaste del colegio-. Estás empapada. Déjame que te invite un café o algo. Para… para darte las gracias.
Sientes que no debes aceptar, pero estás tan desesperadamente sola que asientes de inmediato. Matthew sonríe, y su expresión es dulce. Te sientes tranquila y caminas junto a él. Ninguno fuerza la conversación, pero al cabo de un rato, casi a la salida del parque, te habla.
-Conozco ese colegio –dice señalando tu ropa. Su expresión es seria-. Yo también estudié ahí. Al parecer aún no reparan la valla detrás de las gradas –vuelve a sonreír cuando te ruborizas
-No, no lo han hecho –respondes, y ambos se ríen-. No llevo mucho de descubrir esa salida, en realidad. Apenas es mi primer año ahí.
-Yo estudié toda mi secundaria en esa institución –te mira con simpatía-. Dime, ¿cómo la encontraste?
Recuerdas el día en que escapaste por primera vez. Estabas harta de las burlas de tus compañeros. Durante el recreo saliste a llorar, escondiéndote detrás de las gradas. Te apoyaste en la valla y esta cedió. No lo pensaste, sólo te fuiste. Volviste varias horas después a buscar tus cosas.
-De casualidad –respondes tratando de sonar despreocupada, pero el destello en sus ojos te hace ver que no te cree.
-Yo igual –murmura y sabes que también está mintiendo-. Creo que eres más interesante de lo que se puede ver.
Eso te aturde, pues no estás segura de lo que quiso decir con eso. Tratas de desviar la conversación.
-¿Y ese oso? –preguntas, muerta de curiosidad.
-Lo tengo desde que era un niño –dice él-. Se llama Kumajiro. Puedes llamarlo Kuma –sujeta el osito con ternura, y después te lo pasa. Abrazas suavemente el peluche; no puedes evitarlo tienes una obsesión con las cosas tiernas y suaves.
-¿Por qué un osito polar? –quieres saber más sobre el tema, y a Matthew no parece molestarle. En otras circunstancias hubieras encontrado raro que un chico que ya ha terminado el colegio conserva su peluche de la infancia.
-Yo soy de Canadá –han llegado frente a una cafetería y él te abre la puerta para que pases. Tu ropa está casi seca, y tu cabello se ha rizado por la humedad-. El osito me recuerda cuando vivía ahí.
Piensas en todo lo que sabes sobre Canadá, que no es mucho. Sabes que está al norte del continente, bastante lejos de (tu país). Hace bastante frío en algunas regiones. Se hablan dos idiomas: inglés y francés. De ahí el acento de Matthew.
-¿Hablas inglés? –le preguntas mientras se sientan a una mesa frente a la ventana. La cafetería es bonita y cálida, ideal para ti que estás todavía con frío. Él asiente- ¿Y francés? –continúas, fascinada
-Sí –te sonríe antes de que una camarera llegue a tomarles la orden. Pides un capuccino y él también, y pide que endulzen el suyo con miel. La chica se va y Matthew vuelve a fijar su atención en ti- Hablo francés desde antes de cumplir los tres años al igual que el inglés. Aprendí español poco después. Ahora que tengo dieciocho, domino también el italiano y algo de japonés. A propósito, ¿cuántos años tienes?
-Dieciséis. Hablo inglés y estoy aprendiendo francés, pero aún es muy básico –admites-. Di algo en francés –pides deseosa de oírle.
-Vous êtes mignon avec ses cheveux*–su pronunciación es clara, los sonidos melodiosos, pero no le entiendes. Dijo algo sobre ti eso; fue lo único que pudiste sacar en claro.
-¿Qué dijiste? –quieres saber, deseas que él te lo diga.
-Que tu cabello aún está húmedo –dice Matthew con una rápida sonrisa. Por la estructura de la oración, sabes que no fue eso lo que dijo, pero no dices nada. Quieres confiar en él.
-Matthew –lo llamas cuando les traen el café, y te mira. Parecía perdido en su mundo-. ¿Tú también escapabas del colegio? –él asiente después de unos segundos- ¿Por qué?
-No lo soportaba –dice suavemente-. Al igual que tú.
-Mi vida es… difícil –no tienes ganas de negarlo-. Escapo cuando todo es demasiado para mí. Cuando era más pequeña, mi hermano menor murió. Mis padres no hicieron nada para salvarlo –es la primera vez que le cuentas esa historia a alguien, y los recuerdos afloran antes de que puedas impedirlo-. No sé por qué, y ya no importa. Hoy se cumplen exactamente cinco años desde su muerte, y yo…
No puedes continuar. Ves a tu pequeño hermano en la cama de hospital, y aunque le quieres contar a Matthew, lo único que puedes hacer es empezar a sollozar. No te das cuenta del momento en que él paga la cuenta y te saca de la cafetería, llevándote por las calles. Para cuando puedes pensar, están frente a una iglesia. Matthew te conduce dentro, y te hace sentar en uno de los bancos. Te toma de las manos y hace que lo mires.
-No soy religioso, y mi formación tampoco fue particularmente religiosa, pero siempre he pensado que en las iglesias hay paz –te acaricia el cabello torpemente y se ruboriza por la profundidad de tu mirada- Tú necesitabas esa paz; por eso te traje aquí. Te veías mal, como si tu mundo fuera a derrumbarse. Tal vez así haya sido; no lo sé. Acabo de conocerte y a pesar de eso me sentó mal verte tan destruida. Lamento tu pérdida –su mirada te dice que está diciendo la verdad. Cierras los ojos y entiendes lo que quiere decir con lo de la paz en las iglesias. El lugar es silencioso y fresco, tranquilo.
-Gracias –susurras.
No estás segura de el por qué le agradeces; si es por el café, por escucharte, por notar tu existencia, por tratar de ayudarte, por compartir parte de su vida contigo o si por existir y estar en tu camino simplemente.
*Te ves linda con el cabello suelto. (Matt es todo un conquistador...)
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