Si yo fuera Cupido

I: El trato

Disclaimer: Ninguno de los personajes es mío, todos son propiedad de ChiNoMiko.

—¡Espere! ¡Que espere, le digo!

Sucrette, agitando sus largos cabellos al viento, corría intensamente para alcanzar el autobús que amenazaba con irse sin ella. A pesar de que todo indicaba que no llegaría a su primera clase, el cielo tuvo clemencia de ella y el camión la esperó, por lo que pudo entrar antes que la señora Delanay y varios de sus compañeros al aula de ciencias.

—¡Te salvaste! —le dijo Rosalya a manera de saludo.

—H-hola —le respondió Sucrette, intentando recuperar el aliento mediante grandes bocanadas de aire.

La pelinegra cerró sus ojos azules y dejó una mano descansando en la larga mesa que se erguía frente a ella, separándola de la peliblanca Tras un breve tiempo, la muchacha logró serenarse y contener el agitado ritmo de su corazón, acelerado por la carrera.

—¿Y bien? —preguntó la de ojos dorados una vez que su amiga se tranquilizó.

—¿Qué cosa?

—Vamos, ¿me dirás que no te acuerdas de qué día es hoy?

Sucrette se sintió nerviosa ante la pregunta. Sabía perfectamente que era 14 de febrero, San Valentín, lo que se traducía en abrazos, besos, regalos y declaraciones por todas partes. Ante el silencio de Sucrette, Rosalya continuó:

—¿Y, dime, vas a hacer algo hoy? ¿Algo interesante con alguien? —el tono de la peliblanca no podía ser más insinuante.

—No he planeado nada —respondió la pelinegra, sonrojándose levemente

Y no mentía. A pesar de que había comprado chocolates para él, no era capaz de juntar el valor para dárselos en persona; mucho menos podía imaginar en algo como dejarlos furtivamente en su casillero: conociendo sus habilidades en el sigilo, seguramente sería sorprendida por algún alumno o por el destinatario mismo, así como cuando la descubrieron pintando la taquilla de Ámber con spray hacía tiempo.

—Buenos días —saludó la profesora al llegar al salón; tras haber cerrado la puerta, dejó una gran caja en el escritorio.

Los muchachos devolvieron el saludo y, luego de haberse puesto sus batas y anteojos, escucharon las instrucciones de doña Delanay para el experimento en turno: parecía que desde la vez en que Ámber y Armin habían provocado el accidente que había llenado de humo el primer piso, ya no los dejaban manipular sustancias tan peligrosas para niños, pues así los veía la profesora, con escasa habilidad para manejar químicos (y, dicho sea de paso, para leer atentamente las instrucciones).

La clase se desarrolló sin accidentes, por lo que, al terminar el reporte del experimento, todos pudieron retirarse del aula. La pelinegra salió acompañada de su amiga, quien le contaba la cena romántica que tendría con su novio para celebrar el día de los enamorados. Sucrette asentía de vez en cuando, intentando poner atención, pero se distraía al buscar con la mirada al muchacho que se había convertido en su objetivo.

—¡Mira la hora! —exclamó de repente Rosalya, sorprendiendo a su acompañante—, ya debo irme: he quedado con Leigh en el centro comercial.

—Que les vaya bien —dijo la pelinegra con una sonrisa.

—¡Gracias! —Rosalya se adelantó unos pasos y le dijo: —No seas tan tímida, apúrate y ve por…

—¡Rosa! —gritó Sucrette, avergonzada por aquellas palabras. ¿Y si alguien escuchaba?

—¡Suerte! —y se fue.

La pelinegra, libre de las actividades del club en ese día, tenía el resto de la tarde, ya que la última clase que tenía estaba suspendida hasta nuevo aviso, debido a que el señor Farres estaba enfermo desde hacía tres días. ¿Qué le quedaba hacer? ¿Sería una buena idea ir a buscarlo o sería preferible irse para evitar algo desagradable? Pensando en estas cosas, la muchacha llegó a la puerta principal y salió al patio para tomar aire fresco. Debido a que febrero ya llevaba dos semanas reinando y le quedaban otras dos, en las que moriría pronto para que el invierno cediera su paso a la dulce primavera, el frío era más soportable y sobraban las grandes chamarras y los largos abrigos. Solamente un vago viento refrescaba el ambiente y alborotaba suavemente los cabellos de la pelinegra con su roce.

—Supongo que iré a dar una vuelta antes de volver a casa —pensó la muchacha.

Seguramente, al día siguiente tendría que escuchar a Rosalya recriminando su actitud, pero ya sabría lidiar con ello tal y como el año pasado. Igual, nunca ocurría nada interesante para ella en San Valentín desde hacía tiempo, así que no había motivos para quedarse y arriesgarse en el Sweet Amoris.

La pelinegra, decidida, volvió al recinto para tomar sus cosas e irse. Al entrar, su tía Ágatha, disfrazada de hada como siempre, apareció ante ella e hizo graciosos movimientos para asemejar que volaba como un ser mágico. La ojiazul, acostumbrada a ese espectáculo, se alegró de verla y la saludó sonriendo:

—¡Tita!

—¡Querida!, he venido a verte para entregarte este anillo mágico: seguramente te servirá para encontrar tu verdadero amor durante este San Valentín.

Dichas esas palabras, le entregó una argolla plateada, como finamente trenzada hasta el centro, donde se ensanchaba en una base de forma hexagonal; de ésta salían algunos hilitos de metal, bastante firmes como para sostener un cristal transparente que asemejaba la forma de una rosa abierta. Sucrette lo miró con detenimiento, preguntándose de dónde había sacado tal cosa su tía. Iba a cuestionarla, pero, al alzar otra vez la vista, se halló sola frente a su taquilla.

—Bueno —se dijo, encogiéndose de hombros. Su vista fue hacia el crista que emulaba la flor —es bonito a pesar de ser tan raro.

Aun si dudó por un instante, tras haber tomado lo que necesitaba de su casillero, tomó el anillo con su mano derecha y lo colocó en su dedo índice de la izquierda. Sintió un leve cosquilleo al ponérselo, pero pensó que era su propia imaginación, así que no le prestó más atención y siguió su camino fuera del instituto.

Al tocar la manija de la puerta principal y empujarla para entrar, se sintió mareada, como cuando se da vueltas y vueltas rápidamente sin haber hecho spotting antes. Quiso sostenerse de la manija metálica, pero no encontró nada e, impulsada hacia adelante por la falta de apoyo, cayó de rodillas al suelo con los ojos cerrados. Estaba lista para lastimarse con la dureza del piso, pero sintió algo suavecito que la sorprendió.

—¿Pero qué…? —musitó.

La joven abrió los ojos y se maravilló con la visión que saltó ante ella: ya no estaban las paredes del instituto, sino que éstas habían sido sustituidas por el interminable fondo azul celeste, invariable e incluso monótono, que constituía el cielo. Lo que habían tocado sus manos, y ahora estrujaban a causa de la incredulidad, eran las nubes que, condensadas, poseían la textura del algodón, pero mucho más liviano y escurridizo. Sin levantarse, Sucrette se quedó moviendo su cabeza para visualizar cuanto podía abarcar con sus ojos: cielo, nubes y muchas luces que matizaban todo: desde un ligero rosado que contorneaba la blancura de los esponjosos cúmulos y ligeros cirros, hasta un violeta que se extendía a las capas más altas del aire y rompía el dominio cerúleo para transformarlo en una capa lavanda, a través de la que se filtraban los rayos del sol.

En cuanto la pelinegra se puso de pie, saltaron pequeñas lucecitas que se elevaron hasta perderse en lo alto, y las nubes se agitaron suavemente, moviéndose de sus sedes y dispersándose un poco en aquella parte. Al ver esto, la chica tuvo cuidado de no pisar en las partes flojas para no caer a lo que sea que hubiera debajo de esa estancia del cielo. De repente, su mirada captó una sombra que se hizo más grande después de unos momentos. La muchacha miró hacia arriba y vio a un niño, cuyo cabello rosado se oscurecía en las puntas de forma que casi llegaba al fuschia, que volaba (sí, volaba) apáticamente, al parecer, sin mirar a dónde iba.

—¿Hola? —la pelinegra no recibió respuesta. —¿Quién eres?, ¿dónde estoy? —le preguntó.

—Estás en el cielo del amor. Yo soy Cupido —le respondió el niño con una cara llena de fastidio que delataban sus ojos rosas.

Sucrette, que no había reparado en lo demás, se fijó en las alitas blancas, con visos violetas, que salían de la espalda de ese ser, y en que sostenía un delgado arco de madera. ¿Estaba en el "cielo del amor" y justamente se había encontrado con Cupido en persona? ¿Era una broma? Esa situación se parecía a aquélla en la que, por seguir a un gato, había llegado a un bosque encantado y, luego, a la casa de una bruja… ¡Debía dejar de ponerse anillos extraños!

—Hoy es San Valentín —continuó hablando él—. Dicho de otra manera, es el día de más trabajo para mí. ¿Pero de qué sirve? ¡La gente ya no cree en el amor, las parejas se rompen a la más mínima discusión! —y suspiró enormemente, demostrando su cansancio.

—¡No es cierto, yo creo en el amor! —respondió la ojiazul con una voz llena de coraje, quizá demasiado.

—¿Y es normal que alguien que cree en el amor huya de él? —ella se quedó sin palabras.

—¿Sabes que yo…?

—Es mi trabajo.

—¡Vaya! —exclamó Sucrette—. Dime, ¿por qué te rindes con todo eso? El amor existe, si no, tú no tendrías ese empleo.

—El problema no es que el amor exista o no; me molesta que la gente piense mucho y haga menos: ¿te parece que es posible que el amor pueda surgir entre dos personas que nunca se atreven a hablarse —la pelinegra sintió una pedrada—, o que no se demuestran lo que sienten a causa de una u otra cosa?

—Suena como si hicieras una tormenta en un vaso de agua.

—Es porque no entiendes nada de esto.

Sucrette frunció el ceño, ese mocoso estaba poniendo a prueba su paciencia. Alucinación o no, iba a ponerle un alto.

—Ya que piensas así —le dijo con voz retadora—, voy a demostrarte que yo puedo hacer tu trabajo y que todo eso son imaginaciones tuyas.

Cupido alzó las cejas por la sorpresa, aunque luego su expresión tomó un aire más juguetón, tal y como corresponde a un alma joven, y dijo: —¿Te sientes capaz de poder con el trabajo? Quizá es más de lo que puedes soportar.

Sucrette adivinó la burla que había detrás de esas palabras, así que asintió enérgicamente con la cabeza. Era tarde, ya no podía retractarse de lo que había dicho e incluso la adrenalina la impulsaba a comenzar de inmediato y tomar el arco y las flechas para disparar a quien se cruzara por su camino.

—Bien, si eso es lo que crees, te propongo un trato: si logras formar una pareja, una sola (no pido más), en este día, te recompensaré —Sucrette sonrió al escuchar eso, sonaba sencillo. —Pero… —la expresión de Cupido se volvió más severa— si no lo consigues, me aseguraré de que siempre recuerdes éste como el día en que tú-sabes-quién consiguió una novia, que, obviamente, no serás tú. ¿Trato?

Los ojos azules de la joven lo miraron retadoramente, intentando ocultar la pequeña vacilación que hubo al imaginarse el escenario del fracaso. No importaba, no iba a dejar que ese niño se burlara impunemente de ella: le enseñaría cómo hacer su propio trabajo. ¡Ya vería lo que sacaba por meterse con ella!

—¡Trato! —exclamó la muchacha, estrechando la mano de Cupido.


¡Esto es lo que pasa cuando agregan un minijuego por las fechas! Toda la historia vino a mí con la sola premisa que propuso ChiNoMiko a través del evento: ¿y si Sucrette se convirtiera en Cupido? Claro, lo torcí un poco para dar pie al fanfiction, pero espero poder desarrollarlo tal y como lo imaginé. La gran duda es: ¿qué pareja unirá nuestra Sucrette? ¡Acepto sugerencias!

Sin más, espero que les haya agradado.

¡Saludos!