¡LOS PERSONAJES DE KUNG FU PANDA NO ME PERTENECEN!

(A EXCEPCIÓN DE LOS OC'S QUE SALDRÁN MAS ADELANTE)

Sin más que agregar los dejo con la historia.


SINOPSIS: Meses después de la victoria con Kai, una piedra con una profecía cae en el Palacio de Jade, la cual vaticina una lucha, una que se repite por tercera vez, en la que Po, Tigresa, Shifu y los Furiosos, junto con los Tres Guerreros Sagrados, se enfrentaran a criaturas semidivinas.


I

Profecía

El Destino gira y las Eras llegan, con sus males y salvadores, pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina y se vuelve mito e incluso el mito se ha olvidado cuando la Era que lo vio nacer retorna de nuevo. En una Era que los que siguen el Destino llaman la Tercera, y que sólo algunos lo asumen así, una Era que ha de venir, una Era que transcurrió hace mucho, el viento comenzó a soplar por las colinas de China.

Ese viento no fue un inicio. Porque no existen inicios ni finales, ni existirán, en el eterno ciclo del Destino. Pero aquél era un inicio.

Tigresa abrió los ojos antes de desperezarse, cuando la luz del amanecer naciente penetró en su habitación. Inspiró con fuerza antes de erguirse en su camastro. Aunque su lecho no era algo ostentoso, sino simples bambúes atados con una tela tensada como cama, la mantenía con un pulcro orden, como todo maestro debería tenerla.

Se levantó y estiró el cuerpo con unos movimientos hacia los lados, calentándose y preparándose para la lección de hoy. Bufó al estar satisfecha consigo misma y se encaminó hacia su armario, una caja de madera con dos puertas y tres repisas a distintas alturas dentro. Estiró la pata y tomó de la estantería más alta las vendas con las que se cubría el pecho, y en cuestión de poco más de un minuto, lo tenía vendado, con la fuerza suficiente para que no le molestaran durante el entrenamiento, pero no tanta como para lastimarla.

Los pantalones holgados y su traje amarillo, con bordados dorados y negros, fue su ropa. Junto a ella, la sombra de víbora en la pared de fuerte papel le decía que su amiga estaba despertándose apenas. Tigresa se sacudió el pelaje del cuello y el rostro antes de soltar un largo suspiro, dejando de lado la ligera molestia que era despertarse más temprano que los demás.

Después de todo, no podía quejarse, ella lo había elegido. Dormir con las ropas del entrenamiento, o con alguna ropa en general, era molesto y la acaloraban cuando las noches eran cálidas, puesto que dormir desnuda era la opción predilecta. La más lógica, en realidad. La parte negativa era que eso significaba tener que despertar antes que los demás para poder estar con su atuendo lista y preparada.

Se puso al frente de su puerta corrediza y esperó.

«Debería ser en cualquier...», pensó, cuando fue interrumpida por el primer golpe del gong. Abrió la puerta y esperó en el umbral, la mirada en alto. El segundo golpe resonó por las montañas del Valle de la Paz, despertando a los rezagados. Al tercer golpe, Tigresa corrió la puerta.

Po no estaba en su respectivo lugar, el centro del pasillo para saludar a los maestros y enviarlos a la cocina antes de que él fuera a preparar el desayuno. Ella frunció el ceño, advirtiendo de que era la vigésima vez que ocurría desde que habían regresado de la lucha contra Kai.

Tigresa bufó con más fuerza al recordar aquel episodio de su vida. La destrucción del Palacio de Jade, de la estatua de Oogway, la forma en que Shifu y los demás fueron convertidos en aquellas estatuas de jade al ser robados de su Chi, sus heridas, la aldea de los pandas y... Por los Cuatro, la forma en que Po se sacrificó por todos. Aquellos ojos verdes casi suplicando una disculpa por lo que iba a hacer, y entonces, un fogonazo dorado y Po había desaparecido.

El pánico que había sentido y se obligó a mitigar en ese momento alzó sus finas garras dentro de ella. No era momento para pensar en lo que pasaba en las noches, en ponerse a diseccionar las emociones que habían aflorado en ella desde lo de Shen. No ahora. Después. Tal vez nunca. Po era el Maestro del Palacio de Jade, era un amigo. Esas emociones eran por eso. Punto.

Los demás Furiosos le lanzaron una mirada significativa antes de girarse hacia la salida del pasillo e irse a las cocinas. El mensaje era claro: «Despierta a Po». A Tigresa no le molestaba aquello, sino que lo tomaba con normalidad, para ella no era un misterio que Po la consideraba la mejor del palacio y a la que más apreciaba de todos los Furiosos. Además, no era idiota, la forma en que lo había atrapado mirándola desde lo de Shen, la forma en que se preocupó cuando llegó a la aldea de los pandas toda malherida, cómo se quedó a su lado velando por sus cuidados hasta que pudo andar y ese... brillo en sus ojos cuando la veía, con esa sonrisa tonta no era la forma en que tratabas a un gran amigo. Ni a tu mejor amigo. Era los ojos, las sonrisas, las miradas que le dabas al animal que querías, aquel por el que darías la vida. Aquel...

Aquel que amabas con el alma.

«Pero tú casi das la vida por él —susurró una voz en su cabeza—. Recibiste un cañonazo de lleno por protegerlo.»

Ahogo esa voz cada vez más insistente. Po era el Maestro, por amor a los Cuatro.

Tigresa avisó que entraría antes de correr la puerta de la habitación de Po. «¿Por qué no eligió la habitación de Shifu en las inmediaciones del palacio y se quedó aquí?», pensó, no obstante, ya sabía la respuesta. Por ella. Al entrar, cerró la puerta y pasó por encima de unos pantaloncillos arrojados en el suelo, ignorando el caos organizado que había; unas figuras de acción talladas en madera aquí, un amasijo de sábanas allá, algo que parecía wasabi en la punta superior del armario. Suspiró conservando la calma sin tratar de preguntarse cómo rayos llegó el wasabi a la punta del armario.

Po estaba boca abajo en el camastro, que chirriaba peligrosamente cuando Po respiraba con fuerza, parecía que los pobres bambúes iban a romperse con un soplido. Tigresa avanzó más, percatándose de que no «respiraba con fuerza», sino que Po estaba jadeando como si se quedara sin aire. Un brazo colgaba inerte a un lado del camastro y una sábana grisácea, antaño blanca, lo cubría de las corvas al pecho.

Tigresa se acuclilló al lado de él y frunció el ceño, la expresión de Po era de dolor puro. Otro de sus ataques. Desde lo de Kai, los había estado sufriendo, pero sólo ella (y tal vez Shifu) lo sabía: Po se había desplomado frente a ella una vez, viniendo del restaurante del Señor Ping, donde éste y Li Shan, el padre panda de Po, residían. Tigresa estiró una pata y le tocó la frente; el pelaje estaba apelmazado a la piel y el sudor era frío.

—Po —lo llamó, meciéndolo por el hombro—, despierta. —Al no tener respuesta, Tigresa le dio unas palmadas en las mejillas, a lo que Po hizo una mueca. Bueno, con las patas que tenía, revestidas de callos y cicatrices por tanto entrenar con los árboles de hierro, ¿qué esperaba?—. Po...

Con una lentitud de un enfermo, Po abrió los ojos; estaban opacos, como siempre que salía de un ataque. Al verla, sonrió, entonces reparó en su expresión y aquella sonrisa murió.

—¿Otra vez? —le preguntó.

Tigresa asintió.

—Cada vez son más seguidos —le dijo—. ¿Cuánto tiempo duraste con el Chi esta vez?

—No llegué a un minuto, Ti —respondió, usando el diminutivo que ella permitía—. Pero bueno, es lo que hay. ¿Los demás ya se fueron?

Tigresa asintió. Po siempre se aseguraba de que los demás no lo vieran en ese estado, cuando le ocurría. Por lo que Tigresa había descubierto analizando los ataques, éstos ocurrían de noche sin aviso si Po había usado el Chi durante el día; en cambio, si se excedía por varios minutos seguidos, los ataques lo dejaban temblando y gritando en el suelo, con una mapa de venas dorado en el cuello y patas.

Tigresa se irguió, extendió la pata y lo ayudó a levantarse; al ponerse de pie gracias a un tirón fuerte de ella, la sabana que lo cubría cayó al suelo, revelando la desnudez de Po. Éste abrió los ojos como platos y trató de cubrirse, pero al agacharse en lugar de conservar la dignidad que le quedaba, lo que hizo fue exhibirse más.

Tigresa caminó hasta los pantaloncillos en el suelo y los recogió con uno de los pies, alzándolos en una posición de pelea.

—¿Son estos? —le preguntó.

Po negó con la cabeza, azorado, caminando hacia el armario, dándole la espalda. Tigresa arqueó una ceja y dejó caer los pantaloncillos, negando con la cabeza. No había nada de extraño en dormir desnudo, es más, hasta ella misma lo recomendaba con el calor tan brutal que azotaba en las noches de verano; dormir vestido parecía suicida.

—¿Puedes darte la vuelta? —le preguntó Po apenado, tratando de cubrirse con la puerta del armario, al mismo tiempo en que tanteaba la zona en busca de sus pantalones.

—¿Por qué? —quiso saber Tigresa, de verdad curiosa—. Es algo normal, Po.

—Me disculparás, Ti, pero para mí no es normal que me vean desnudo.

—¿Tu padre no lo hizo?

—¡Cuando era cachorro, por amor a los Cuatro, no ahora! —Po movió el brazo, uno de sus pantaloncillos en la pata—. Además...

—¿Qué? —Tigresa se encogió de hombros—. El cuerpo es algo normal. Es un instrumento. Aunque cargues una espada con la hoja al aire o envainada, sigue siendo una espada. Un cuerpo, vestido o no, sigue siendo un cuerpo. —Po la miró sobre el hombro.

—Dilo tú porque tu cuerpo es lindo, ¿vale? El mío no es precisamente algo que a los demás les guste ver. —Se inclinó para colocárselos, de espaldas a ella. Acto que hizo que la puerta se quebrara al forzarla en un ángulo incorrecto. La madera cayó al suelo y Po bufó, ya sin importarle nada—. Esto es humillante.

—Es cuestión de perspectiva, Po —dijo Tigresa, observando el cuerpo de Po. No estaba tan mal, en realidad. Era un oso panda, y por ello, lógicamente, debía ser robusto; no conservaba la gordura de cuando se unió al Palacio de Jade, aunque sí seguía siendo fornido. Sus ojos de desviaron hacia la cola de éste, un circulo pequeño de pelaje negro justo encima de donde la espalda pierde su nombre, y al darse cuenta, parpadeó, patidifusa. «Es el maestro. No puedes»—. Ya encontrarás a alguien que diga que tu cuerpo es lindo.

Una vez vestido y con el sonrojo controlado, tanto que Tigresa no pudo observarlo por sobre el pelaje, Po se volvió hacia ella, molesto. Aquella expresión era extraña en su rostro siempre risueño y alegre.

—Ajá, claro. —Acomodó la sábana en el camastro, como una pequeña pelota—. Pues yo no quiero que alguien diga que mi cuerpo es lindo, ¿bien? —La miró a los ojos, decidido—. Quiero que lo digas tú.

—Tu cuerpo es lindo —dijo Tigresa.

—Quiero que lo digas enserio —replicó—. Que lo digas porque te nace decirlo, Ti. Porque...

—Sabes que no puedo —argumentó Tigresa, impertérrita—. Eres el Maestro del Palacio de Jade, no está bien.

—Al Inframundo con lo que está bien, Ti —exclamó, alzando los brazos—. He estado al borde de la muerte dos veces, Ti. Dos veces. ¡Una de ellas de verdad morí! Eso te cambia. ¿Crees que después de lo que he pasado, de lo que hemos pasado, voy a negar que siento algo por ti?

—Lo sé —dijo Tigresa, controlándose—. Sé lo que sientes. Media China lo sabe.

—¿Entonces?

—Sabes que no se puede.

Po le puso las patas en los hombros y la acercó hacia él, sus frentes casi tocándose.

—Dímelo de verdad —le pidió—. Dime que no sientes lo mismo y yo te dejaré tranquila, lo juro por mi madre. Lo juro por ella, Tigresa. —Sus ojos jade parecían tan intensos como los de las mismas criaturas de Kai, pero más fuerte, más poderoso—. Dime que no me abrazaste aquella vez en la prisión de Gongmen porque no te preocupaba. Dime que no recibiste aquel cañonazo de Shen porque querías protegerme. Dime que no gritaste cuando me envié al Reino de los Espíritus con Kai. —Con cada petición reducía la voz poco a poco hasta que se volvió un murmullo—. Dímelo, Ti.

Tigresa tragó saliva. Podía luchar contra bandidos, enfrentarse a quien fuera, pero Po la desarmaba. Quería decirle que sí, que lo quería de esa forma, quizá no tan intensamente como él a ella, pero que lo quería de verdad. Tal vez lo amara. Que daría la vida por él si llegara el caso, pero... Po era el Maestro del palacio, si dejaba que ocurriese lo que Po quería, lo que ambos querían, los destruirían de su Maestría; el Consejo de los Maestros era muy estricto en eso.

Sin embargo... «Maldita sea, Tigresa —pensó—, ¿no puedes dejar de castigarte y reprimirte por sólo un momento?» Sabía que lo que hacía estaba mal, porque le daba esperanzas, aceptaba sus salidas, dejaba que le tomara la pata e incluso una vez dejó que la besara en la mejilla, ¿pero de verdad podía mandar todo al garete como hacía Po y sólo dejarse llevar por sus emociones?

Las emociones son peligrosas, lo sabía, aunque...

Abrió los labios para responder, decidida a finiquitar todo por el bien de ambos, por el bien de Po, pero antes de poder realizar sonido alguno, un relámpago la cegó por un instante, la luz entrando por la ventanilla de la habitación de Po.

Po gruñó, el cual se apagó cuando el atronar del trueno llegó. Los demás maestros gritaron a los lejos, y Tigresa captó incluso una maldición sorprendida de Shifu, cosa extraña porque él casi no perdía la calma. Po la asió con menos intensidad y la miró a los ojos, con un claro aviso: «Esto no ha acabado, volveremos a hablar».

Salió de la habitación con pasos pesados que resonaron en la madera del pasillo y Tigresa gruñó antes de seguirlo, aplacando las emociones que sentía. Casi. Casi había podido finiquitar todo, y se sintió extrañamente alegre por no haberlo hecho.

Afuera, cerca de los escalones que llevaban a la meseta donde estaba el campo de entrenamiento, había un cráter humeante con una pequeña grieta en el suelo y una piedra, demasiado redondeada para ser natural, tenía palabras escritas, que brillaban con una luminiscencia dorada. Alrededor del cráter, para extrañeza de ella, había flores de cerezo.

Po se acercó, saludó con un gesto de la pata a todos y se arrodilló para tomar la roca; Tigresa se paró a su lado, inclinándose un poco para leer por sobre su hombro, aunque no hizo falta porque Po lo leyó en voz alta.

Diez almas escogidas.
Fuerzas antiguas, cinco de ellas poseen
Con seis, a Ocho enfrentan.
Amor y dolor, crecen
Y cinco vidas, en la lucha fenecen.

Una, salva; dos, aman.
Dos aceptan morir cruzando la puerta.
Otra acepta su sangre.
Una abraza el poder.
Dos retornan, ambos con fuerza y verdad.

Al terminar, Tigresa frunció el ceño, ¿sería una broma pesada? «Pero el rayo, esas flores, esa piedra, eso no es una broma.» Po se puso de pie, piedra en mano, y se dirigió a Shifu.

La pregunta murió en sus labios, la expresión de Shifu era de consternación.

—A la Biblioteca Sagrada, ahora —dijo Shifu, con un timbre de alarma y terror, cosa que le hizo erizar el pelaje a Tigresa.

Shifu nunca se asustaba. No lo hizo con Shen ni Kai.

Lo hizo ahora.

Era algo grave.