Prólogo
La Tierra, cuna de la humanidad, muere.
Sea la obra de la efímera raza humana, o el resultado de incontables eones de evolución natural, todo cuanto hay sobre la superficie terrestre ha quedado reducido a polvo, pues ya casi no hay fuerza vital que sustente algún tipo de existencia. Los hombres se han ido a otro mundo sin mirar atrás y nunca más recordarán el viejo, atestado por los males que ellos mismos orquestaron y permitieron.
Solo el inmenso y misterioso océano sigue agitándose, vivaz, contra el erial que son ahora los continentes e islas antaño habitados. Y es que el dios que lo gobierna, quien separó Pangea mucho antes de que los primeros hombres anduviesen por el suelo y soñasen con conquistar y contaminar los cielos y el mar, aún duerme en las profundidades inexploradas.
¿Qué ocurrirá primero? ¿Hervirán las aguas tal y como lo hizo la tierra el día en que rugieron todos los volcanes? ¿O despertará antes ese dios para devorarlo todo?
Al fin y al cabo, ya no existen los héroes que lo llevaron al sueño eterno. El Santuario ha colapsado. Los santos y Atenea ya no protegen este mundo; se fueron con el resto de hombres, un rebaño de ovejas guiado por el fulgor de la vida y la muerte.
De la milenaria lucha entre el mar y la tierra, el dios y el hombre, tan solo queda un débil destello de vida.
¡La descendencia de Lif y Lifthrasir: el pueblo de Asgard!
