王將 - ōshō
Matar a una persona no es tan difícil como se puede llegar a creer. La carne es sólo carne, el cuerpo un mero artilugio que se avería de forma irreversible con pocos movimientos. Matar lo puede hacer cualquiera con las ganas suficientes.
Pero ser un asesino profesional... eso son otras palabras. Ése es un arte que requiere tiempo, esfuerzo y habilidad. Aunque siempre están las excepciones. Como la de Temari: lo suyo no es una cuestión de profesión. Lo suyo es un don.
Ha tenido varios sobrenombres: la Comadreja, la Embajadora, la Rubia... incluso Keima*. Sin embargo ella prefiere que la llamen Princesa.
–Ven aquí, princesa –el día que vio su primer cadáver su padre la animó a acercarse para que pudiera observar mejor –. ¿Ves? A esta altura está el corazón. Si clavas aquí, bien profundo, lo atraviesas y se para. Es una buena forma de matar si no buscas ser cruel. ¿Lo entiendes?
–Síp –había dicho ella, demasiado fascinada como para añadir más. Su padre hundió la katana en la carne y las costillas gimieron como ramas al partirse; ella comprendió perfectamente. Cuando se apartó del hombre ahora muerto había sangre ensuciando el kimono de seda de su padre.
Aquel crujido... jamás se le borraría de la memoria.
Su padre era el jefe de la banda yakuza cuyo símbolo era el kanji del viento, kaze. Era el jefe supremo del crimen en toda la costa oeste y controlaba el comercio de la droga que llegaba desde China. Como gran señor se podía permitir el capricho de matar siempre con katana, a poder ser con la suya y no la de un empleado inferior. Las finas líneas de oro que decoraban la empuñadura centelleaban cuando describía en el aire la floritura de la muerte, y de nuevo ese crujir y ese gemido del asesinado.
El último aliento tiene un sonido viscoso.
Curiosamente el ruido que hizo su padre al morir fue bien distinto. Bang, bang. Aquellas explosiones sabían a carne quemada en su memoria. El hombre que había sido su sensei, su guía y, sobre todo, su gran temor, caía bajo un arma de fuego.
La katana no convencía a Temari. Ella esperaba algo más limpio y rápido que aquella espada tan japonesa; algo que la dejase a ella impoluta y destrozase al contrincante. Y la cabeza de su padre parecía una sandía reventada en el suelo de la mansión. Con una pistola en la mano ella podría permanecer perfecta mientras el resto se hundían en lo podrido y lo miserable. Con un arma ella podría seguir siendo una princesa.
Sí, la pólvora era la respuesta que buscaba.
Bang, bang. Y lo que había sido su vida hasta entonces se deshizo en un charco de sangre.
*Keima: el caballo en el Shogi.
No, no me he vuelto loca; este capítulo es tan corto porque al principio iba a escribirlo todo de una vez, pero he decidido dividirlo en varios capítulos breves... Todo tiene su motivación, por supuesto...
Si hay suerte podré volver a subir en poquitos días... Todo se verá ;)
Y.L.
