Advertencias: Uso de OC. Histórico.

Sobre los nombres de los personajes: Cometí un error desde el principio puesto que andaba falta de conocimientos, también he arreglado eso. Cartago es la denominación en latín de Kart-Hadasht, el nombre real de la ciudad protagonista. En fenicio significa «ciudad nueva». Es por eso que los personajes púnicos lo llaman así, en fenicio, mientras que los romanos lo llaman Cartago. En griego la traducción literal es Karjedón y de igual modo así lo llama Grecia y todas las ciudades helenas. Sin embargo, en la narración mantengo la denominación en latín, para no confundir demasiado al lector, puesto que Cartago es el nombre al que más estamos acostumbrados.

Disclaimer: Hetalia Axis Power es propiedad de Hidekaz Himaruya, al igual que sus personajes canon. Los OC los he hecho yo, sí alguien quiere usar alguno puede hacerlo siempre y cuando me pida permiso.

Glosario del capitulo:

**Oikumene: Denominación que se le daba a toda la cuenca del Mediterráneo en aquella época.

**Asor: Instrumento de cuerda, de forma cuadrangular parecido a un arpa. Sus tonos eran graves y constaba de cuatro cuerdas.

**Sufete: Es el equivalente al cónsul romano.


… mi último deseo fue protegerlo, pero al final morí sin que él lo supiera.

Fenicia


Fenicia paseaba de un lado a otro, nerviosa. Sus gruesos rizos castaños ondeaban de vez en cuando, culpa del viento que entraba por los ventanales del palacio. El delicado lino blanco y las joyas doradas hacían resplandecer su figura cada vez que atravesaba un haz de luz al caminar. Dido, sentada en una elegante silla de madera brillante, observaba el movimiento de la nación con curiosidad. Se reconocía su sangre fenicia. Piel morena, pelo castaño y rizado, ojos oscuros y el porte real digno de una princesa de Tiro.

Ambas mujeres habían viajado por todo el Mediterráneo, la princesa huyendo de un destino oscuro y Fenicia acompañando a su preciada amiga. Solía suceder que muchas veces las naciones se encariñaban con los seres humanos. Humanos que conectaban con el alma de su pueblo y ganaban su corazón. Era por eso que Fenicia había querido custodiarla en su periplo, dejando atrás su tierra natal. No por siempre, claro, pero sí hasta que su princesa estuviera bien protegida y segura en esa nueva tierra. Dido había construido una ciudadela sobre un monte que dominaba el mar y desde allí pretendía reinar tal y como lo habría hecho en Tiro. El momento de partir rumbo a Oriente había llegando por fin para Fenicia, pero no lograba reunir aun el valor para marcharse.

Fenicia se detuvo de pronto, echó un vistazo hacia fuera, por el palco, y se acercó a Dido. Esta alzó la cabeza, inquisitiva, aunque no preguntó nada. Trataba de dilucidar qué se le estaba pasando por la cabeza a su nación madre.

—Sé que estás preocupada, pero estaremos bien, ya verás —La voz de soprano, límpida y pura, de Dido no logró tranquilizar las preocupaciones de Fenicia, la cual se había colocado frente a la mujer sentada, mirándola intensa y profundamente.

—No quiero dejarte sola.

Dido suspiró y se levantó, tomando una de las manos delicadas y femeninas de Fenicia entre las suyas. La diferencia de color era tan fina que apenas podía notarse.

—No voy a estar sola, tú me lo explicaste —dijo la princesa suavemente—. En cuanto uno de vosotros aparece es gracias a nuestra conciencia de formar parte de algo…

—Pero es un niño, aun no tiene fuerza suficiente para…

Dido negó con la cabeza, acariciando la mano de Fenicia, dulce.

—Fenicia, mi amada Fenicia, tú sabes mejor que yo que comenzáis siendo pequeños —Dido y sus ojos oscuros miraban con benevolencia a su amiga—. Sé que él crecerá y será poderoso, que le hará sombra a Grecia, a Egipto, a Siria, incluso a Persia… y a todos los que vengan después. Confía en mí, le convertiré en una ciudad que nadie podrá olvidar.

Dido estaba pidiendo confianza por el niño que había aparecido entre los muros de su ciudadela de Byrsa. Ella le había encontrado de noche, mientras paseaba sin escolta. No habían sentido miedo el uno del otro, más bien curiosidad y fascinación. El niño se había acercado a ella, pasito a pasito, hasta quedar justo frente a frente. Dido le había tomado en brazos después de un largo rato en silencio y le había observado bien.

Cabello lacio, ligeramente largo, del color de la arcilla mojada, incluso del color de la noche si se miraba de lejos. También unos ojos oscuros, redondos. Ojos profundamente curiosos que no parecían querer dejar pasar nada por alto. Era joven, muy joven. Podía aparentar tener cuatro o cinco años aunque ella sospechaba que su edad se correspondía a la que ellos llevaban allí asentados. Hablaba fenicio. Dido le había preguntado cómo se llamaba y el chiquillo le había respondido «Kart-Hadasht», el mismo nombre que le habían puesto a la nueva ciudad. Dido se lo había llevado a Fenicia y esta había exclamado asombrada, reconociendo a una personificación recién nacida. Pronto se supo de la existencia de Kart-Hadasht por toda la Oikumene, esparciéndose la noticia de que un nuevo pueblo había nacido en el norte de África.


Año 509 antes de Jesucristo. Se establece el primer tratado entre Cartago y la recién instaurada República Romana. Estos eventos ocurrieron veintiocho años antes del paso de Jerjes por Grecia.


Habrá alianza entre romanos y cartagineses y sus aliados respectivos con estas condiciones:

No navegarán los romanos y sus aliados más allá del Bello Promontorio, a no ser que les impele alguna tempestad o fuerza enemiga, y, en caso de ser alguno empujado por fuerza, no le será lícito comprar ni llevarse nada, excepto lo que sea necesario para mantenimiento del barco o para el culto de sus dioses, y partirá en el plazo de cinco días. Los que vengan a comerciar no pagarán derecho alguno más que el del pregonero y el del escribano. En todo lo que sea vendido en presencia de éstos, la fe pública servirá de garante al vendedor, bien se efectúe la venta en África o bien en Cerdeña. Si algún romano aportase a aquella parte de Sicilia en la que dominan los cartagineses, guárdesele en todo igual derecho.

Los cartagineses no ofenderán a los Ardeatos, Antiatos, Laurentinos, Circetas, Tarracinetas, ni otro pueblo de los latinos que obedezca a los romanos. Se abstendrán de hacer agravio a las ciudades aliadas, aunque no estén bajo la dominación romana. Si tomasen alguna, la restituirán íntegra a los romanos. No construirán fortalezas en el país de los Latinos y, si entran en esta tierra como enemigos, no pernoctarán en ella.


Amaba el sonido de las olas precipitándose contra los farallones del puerto, el del agua lamiendo las quillas de los trirremes, también el de las estruendosas llamadas de las gaviotas y el griterío del puerto, el trajín de las transacciones y las voces de los marineros. Pero sobre todo, amaba la consonancia del asor, sus puntadas, sus suaves notas repicando contra su pecho, lenta y dulcemente. Se sentía tranquilo, sentado al borde de una de las dársenas finales del rompeolas. Tenía los ojos cerrados, deslizando los dedos por las cuerdas.

—¡Kart-Hadasht!

La melodía se detuvo de repente en cuanto él escuchó el grito. Abrió los ojos despacio y ladeó la cabeza. La nación había estado tocando el asor desde el amanecer, después de regresar de un agotador viaje de negocios y comprobar que todos sus asuntos de Estado podían esperar unas horas.

Disfrutaba con los viajes comerciales, el mar era prácticamente su vida. Cartago expandía su red de comercio, fundaba colonias allá donde iba y asignaba tributos económicos. No imponía su cultura ni sus leyes a los pueblos dentro de su órbita, era mucho más sencillo tratarlos así. Peleaba para defenderse, siempre lo había hecho, pero nada más.

Chasqueó la lengua. Recordó todos los sucesos del año pasado y suspiró. Los griegos eran duros, tenaces e insistentes. Pero no lo suficiente como para no poder contra ellos. Desde que era pequeño se había estado enfrentando a Grecia y a Sicilia, estaba curtido de luchar contra las falanges macedónicas, espartanas y atenienses.

Observó que el capitán del mercante en el que había navegado hasta casa se acercaba hacia él, algo alterado.

—¿Qué sucede, Adon? —Cartago se levantó sin dificultad, puso los pies en el suelo y se estiró, sujetando el instrumento contra el pecho. La capa púrpura ondeó suavemente tras él.

El hombre, Adon, le miró durante un instante a los ojos, de un color chocolate oscuro y profundo, intimidante. Adon no había nacido en Cartago pero mirarlo a él, saber que le servía, y contemplar su porte, le transmitía orgullo por pertenecer a la nación más poderosa del mediterráneo occidental.

—Un mensajero te busca —Adon parecía algo preocupado pero no dejó que eso supusiera un problema, todos los que conocían en persona a Cartago acababan por preocuparse siempre por él, lo necesitase o no—. Parecía bastante agitado.

Cartago únicamente desvió la vista para luego murmurar «en seguida» y suspiró por lo bajo. Había encontrado un poco de tiempo para él, estar solo y pensar o no hacerlo y sólo dedicarse a algo que le gustase. Pero siempre ocurría lo mismo de siempre. En cuanto tenía algo tiempo libre, había alguien o algo que le requería lo más rápido posible. Y no podía desobedecer, le habían hecho arraigar muy hondo el sentido del deber, la disciplina y la responsabilidad. Por más que le molestase trabajar todo el día o la noche, cumplía siempre.

Recordaba el tiempo en el que era una simple ciudad y su nación madre, Fenicia, le enseñaba a manejar un barco, contar el peso de los talentos o averiguar cuanto de más podía sacarse de una transacción comercial. Eran tiempos buenos, cuando nadie le amenazaba. Ahora todos los días eran así. Tenía enemigos en todas partes. Grecia, Focea, Sicilia y todas sus ciudades occidentales, Massalia…

Ser la primera potencia era duro. Satisfactorio, pero duro al fin y al cabo.

Junto al embarcadero aguardaba un muchacho, que al verlo se apresuró en alcanzarlo y entregarle el mensaje pertinente. Cartago lo despachó con un movimiento de cabeza y el chico se esfumó entre la muchedumbre, rumbo hacia el ágora. El rollo era de un tamaño pequeño para ser un mensaje extenso, parecía más bien una nota, un llamamiento. Cartago se apartó de la marea humana que confluía en el puerto y la calle ascendente hasta la plaza central y le echó un vistazo al mensaje. Pocas letras y una orden clara.

«Acude al Senado. Inmediatamente».

Suspiró. Realmente habría preferido seguir tocando el asor.


Cuando llegó al edificio y se presentó ante el Senado, se mantuvo en silencio, observando a todos los hombres allí presentes. Cartago no tenía un jefe concreto, todos allí lo eran, al igual que el Consejo de Ancianos y los Sufetes, jueces supremos de la ciudad. Expectante, se adelantó hasta el centro de la sala, ya que los senadores estaban sentados, dispuestos en semicírculo. Los dos sufetes también se encontraban presentes.

—Bienvenido, Kart-Hadasht —Fue un saludo algo frío, procedente del moderador la sesión de ese día, un senador elegido a dedo.

—Senadores, sufetes —Cartago correspondió de igual forma—. ¿Qué sucede para que requieran mi presencia con tanta prisa?

Un ligero murmullo se levantó tras su pregunta, como si lo que fueran a decirle lo hubiesen discutido momentos antes. El moderador impuso silencio golpeando el gong y tomó la palabra de nuevo.

—Creo que eres consciente de la situación actual del territorio y la Oikumene occidental —Hubo palabras y asentimientos por parte de muchos. Él asintió de igual forma—. La situación en Sicilia no se nos puede ir de las manos, ya lo sabes —Cartago se mantuvo en silencio. Ese era uno de sus mayores quebraderos de cabeza, Sicilia—. Los etruscos son nuestros aliados más favorables pero están demasiado lejos del radio de acción y Massalia intercepta siempre sus barcos de suministros, necesitamos otro apoyo para asegurar la zona y hacer frente a la amenaza griega.

Hasta ahí nada le parecía extraño, Cartago siempre lograba convencer a los demás enemigos de Grecia para prestarle servicio. No le suponía un problema hacerse aliados pero la cuestión era, ¿en quién pensaba ahora el Senado? No quedaba nadie fuerte cerca de la órbita siciliana.

—Y cómo sabrás, hay cambios en la península itálica que quizá nos interesen.

Cartago arrugó ligeramente el entrecejo. Desde hacía unos días no se hablaba de otra cosa. Y estaba seguro de que los senadores le pedirían hacer algo que quizá no le iba a gustar. Los hombres se mantuvieron callados durante unos instantes, hasta que finalmente uno de ellos alzó la voz.

—Firmarás un tratado con Roma.

Al oír la orden, Cartago tan sólo los miró con una vacía indiferencia y el ceño ligeramente fruncido. El silencio siguiente se hizo pesado y tenso. Los senadores se miraron unos a otros, ligeramente nerviosos e incómodos. Parecía que no a todos les agradaba la idea.

Roma era una ciudad pequeña, cercana a la zona costera occidental en la península itálica. Su personificación era joven, de escaso rendimiento económico y muchas ínfulas, que recientemente había cambiado violentamente de gobierno, pasando de ser una monarquía a una república. Aunque Cartago y Roma se llevaban escasos setenta años de diferencia desde sus respectivas fundaciones, el poder entre ellos era demasiado desigual. Cuando Roma nació, Cartago ya navegaba él solo por toda la Oikumene occidental. Sin embargo, sus áreas de influencia se complementaban muy bien. Roma por tierra, Cartago por mar.

Eso pensaban los senadores.

—¿Es una broma? —preguntó Cartago, despacio, escogiendo bien las palabras—. No necesito firmar ningún tratado con Roma. Está rodeado de enemigos, no será de utilidad.

Tenía razón. Roma vivía cerca de otras ciudades y pueblos importantes y por lo que sabía Cartago, se pasaba el tiempo tratando de defenderse contra ellos. Etruria era un claro ejemplo de ello aunque ella era la que menos se peleaba con Roma. No le serviría en caso de firmar una alianza militar. Algunos senadores se intimidaron al oírlo emplear ese tono de voz frío, difuso y calculador, para negarse a actuar. Sin embargo, no todos se amedrentaron.

—No puedes negarte, Kart-Hadasht, debes obedecernos —arguyó uno de los sufetes—. El tratado servirá para delimitar la órbita de influencia de la nueva república, además de señalarle a Roma quién manda. Tienes que hacerte respetar. Firmarás el tratado, lo quieras o no. Puedes retirarte.

Cartago les dio la espalda mientras los murmullos volvían a sucederse, pero él los ignoró y salió al exterior, enterrándose entre las calles de la ciudad. No pensaba que necesitase firmar una alianza con Roma para que supiese quién era superior. Toda la Oikumene sabía quién dominaba las rutas comerciales, quién era el centro económico del Mediterráneo. Todo aquello se le antojaba fuera de lugar, sinsentido y estúpido.

Caminó bastante, dando vueltas indiscutibles por las callejuelas y callejones hasta llegar de nuevo al puerto. Sin darse cuenta termino por subir a la muralla que daba a la playa septentrional, junto al muelle circular. Allí miró hacia el norte. Allí, más allá del mar, se encontraba Roma. Nunca lo había visto en persona, aunque sabía por comerciantes que era un muchacho desgarbado, infantil y ciertamente algo irresponsable. Pero que a la vez era fuerte, tenaz y muy seguro de si mismo, con las ambiciones bien mentalizadas. Decían que sabía lo que quería si se proponía un objetivo claro. También que no sabía tomar decisiones por si mismo, todavía.

Cartago entornó los ojos. No sabía muy bien porqué, pero aliarse con Roma no podía traerle nada bueno. Estaba seguro de eso.


«Lo vi por primera vez la mañana de su desembarco, allí en el puerto. Bajaba por la pasarela con aquel aire resuelto y desenfadado que nos caracterizaba a todos de jóvenes. Rodeado de sus soldados, con esa mirada clara y llena de determinación, engreída, Roma me recordaba mucho a mi viejo yo de hacía cien años. Era alto, aunque no como yo y tenía los ojos dorados, como el ámbar que compraba en oriente. Me parecieron hermosos, brillantes. Despedía orgullo por toda la piel. Era una nación en crecimiento, una república recién constituida. Lo recuerdo muy bien. Roma estaba tan serio como lo estaba yo. No obstante, mientras nos observábamos de lejos, él sonrió. Poco, muy ligeramente a decir verdad. Pero bastó para que me hiciera apartar la mirada, desconcertado».

Ambas ciudades se encontraron frente a frente bajo la mirada atenta de varios soldados, senadores, sumos sacerdotes y criados. Cada uno estaba a un lado de la mesa mientras se miraban, analizándose en silencio. A la par se leían los puntos del acuerdo.

Cartago había aceptado esos puntos mientras se redactaba el borrador en el Senado púnico. Lo habían escrito y reescrito varias veces para asegurarse de que el Senado romano no quedase disgustado con los términos de la alianza.

Cuando los dos terminaron de leer el texto, Cartago tomó una pluma de caña que le ofrecía un escriba y lo mojó en tinta púrpura. Se tomó su tiempo para firmar, casi soportando la tentación de rasgar en pedazos el papiro del tratado. Pero firmó rápido y conciso, sin ceremonias, a un lado del hueco donde debía hacerlo, dejando espacio al nombre de Roma. Las delicadas letras púnicas brillaron antes de secarse. Cartago alzó los ojos y se encontró con los de Roma, que esperaba a que le pasara el rollo. Por un segundo, sólo por uno, sintió un vacío intenso muy grande en la boca del estómago, como si lo estrangularan. Sin embargo sus dedos deslizaron la pluma y el tratado al alcance de Roma para que firmara. Después se irguió, observando el brusco y áspero movimiento de muñeca que hizo él para dejar su impronta.

«Cartago siempre parecía estar retándome con los ojos. Unos ojos oscuros como la piel del más zaino de mis caballos. Y su silencio me incitaba a querer saber más. Había oído hablar de él desde que tenía uso de razón y siempre había querido conocerlo en persona. Le admiraba. Admiraba en lo que se había convertido. Y ahora que lo tenía delante yo no sabía qué decir. Nunca me había sucedido. Él era la primera potencia del mediterráneo, el que controlaba el dinero de toda la Oikumene. El gran señor del norte de África.

Desde el momento en que le conocí de verdad, sólo tuve una idea en la cabeza. Quería ser como él, tenía que ser como él».

Cartago y Roma se levantaron de la mesa casi a la misma vez. Cada uno tenía asuntos que tratar. Y aunque Roma posiblemente esperaría a adquirir víveres y agua potable para el camino de vuelta, Cartago tenía importantes asuntos que hacer con la situación en Sicilia y no podía perder más tiempo del necesario. Se dirigió al puerto circular para embarcar rápidamente. Parte de la flota militar romana seguiría su camino hasta pasar el Bello Promontorio, una vez alcanzado ese punto, sus caminos se desviarían. Era menester cumplir desde ya con el acuerdo.

Roma siguió a Cartago hasta el puerto, interceptándolo antes de que este subiese a su trirreme. No dudó un instante en acercarse.

—Cartago —llamó a pocos metros de él.

Cartago oyó entonces la voz de Roma por vez primera, potente y sonora, aun con un matiz levemente infantil. Su propio nombre le retumbó en los oídos. El latín no era un idioma nada elegante, era lo único que lamentaba. Cartago se volvió a medias, mirándolo con esa indiferencia suya tan vivaz y a la vez tan intimidatoria. Roma no se intimidó sin embargo. Se plantó firmemente a un metro de él a la par que el viento salado sacudía los cabellos de ambos.

—Roma —Fue como un saludo corto, un reconocimiento a su presencia.

Silencio. Ninguno dijo nada más aparte de sus nombres. Cartago estaba expectante a que Roma le dijese lo que tuviera que decir. Tenía prisa, ya le estaban llamando para embarcar. Las gaviotas chillaron, las olas rompieron contra los pilotes exteriores de las dársenas, los marinos lanzaron voces en púnico, en griego, egipcio y otros tantos dialectos diferentes. Pero ellos no dijeron nada, no hicieron nada, salvo mirarse.

Cartago oyó en aquel momento la sexta llamada a embarcar. Desvió algo la vista hacia el trirreme que le esperaba y se movió despacio hasta alcanzar la pasarela de madera. Roma lo volvió a seguir, quedándose al pie del tablón. La capa de Cartago ondeó tras él, haciendo brillar el color púrpura a la luz del sol. Roma entornó los ojos, conformando una mueca de decepción. Pero de pronto se vio aguantando la respiración. Cartago ya había subido al barco y le estaba mirando desde arriba.

Ámbar y ónice. Fue un choque brutal, marcado. Y nadie se dio cuenta de él salvo ellos.

El barco zarpó rápidamente, seguido de los trirremes romanos que tenían que salir pronto de la órbita púnica. Incluso horas después de que el navío de Cartago se convirtiese en un punto negro en el horizonte, a Roma aún le quemaban sus ojos en la mente. Y pensó que no iban a dejar de quemarle en siglos.


Año 508 antes de Jesucristo, Febrero. Etruria, Veyes y Tarquinos, hijos de la primera, se enfrentan a Roma.


Parecía que el tiempo se hubiese suspendido durante unos momentos. El sudor provocado por el calor del sol, así como por su armadura, le resbalaba por la frente lentamente. El aliento silbante que exhalaba por entre los dientes sonaba lejano como si no viniese de él mismo, sino de otra persona situada a metros de distancia. Los músculos, agarrotados y cansados, temblaban… pero apretados unos contra otros no flaqueaban.

Sus manos apenas respondían y sujetaban el arma, una espada de acero larga, afilada y brillante, manchada de sangre, de manera inconsciente. Sus ojos ambarinos se comenzaban a nublar por la extenuación de la batalla. Estaba cansado, oía gritos dentro y fuera de su cabeza, olía la sangre y el bramido de los soldados, el suelo vibraba.

Estaba cansado pero no se detuvo.

Él era Roma y no podía perder.


Año 508 antes de Jesucristo, Mayo. Clusium y Etruria atacan a Roma.


Alcanzó a oír el silbido del viento pasando entre los recovecos de las rocas. El oleaje era intenso ese día y la marea subía a pasos de gigante. El agua salada embravecida salpicaba contra las paredes de piedra. Las aves marinas sobrevolaban su cabeza y él las observaba abandonar el mundo, en completo silencio.

Cartago estaba subido a un peñón, cerca de la muralla de la ciudad que llevaba su nombre, mirando al mar. Lo hacía desde que era pequeño, atraído por la insondable intensidad del océano, quizá impulsado por el deseo loco de saber qué estaba pasando al otro lado. No lo aceptaba en verdad pero esa vez estaba expectante y quizá, sólo quizá, preocupado por Roma.

Sabía de él por las noticias que viajaban a través del Mediterráneo. Conocía su situación de crisis y aunque no lo admitía, le preocupaba. Roma estaba luchando contra Etruria. Cartago sabía que ella era fuerte y no estaba seguro de que Roma pudiera vencerla. Roma era su aliado ahora y varias de las cláusulas del tratado que firmaron le podrían obligar a prestarle apoyo militar. Lo habría tenido que hacer de no ser porque Etruria era también su aliada y en cuestiones de mutua alianza y conflicto, la tercera parte quedaba inutilizada para hacer nada. Incluso agradecía que Roma mantuviese ocupada a Etruria, agradecía que Persia amenazase a Grecia. Que todos se debilitaran unos a otros.

Cartago suspiró inconscientemente. Su aliento se confundió con la débil espuma del mar. Tenues gotitas salpicaron su rostro y se deslizaron hasta caer por su quijada. Luego se levantó y bajó por la pendiente, rumbo al interior del istmo. No quería seguir pensando más en todo ello, tenía sus propios asuntos que atender.

La ciudad púnica solo luchaba siempre y cuando el protocolo y la diplomacia fallaban, siempre había sido así y por eso no iba a meterse en conflictos ajenos. Dejó atrás al mar y se adentró en la ciudad, escuchando los tintineos del ritmo de los comerciantes, paseando entre su gente. Tranquilo, muy tranquilo.

«Olvídalo, él está bien».

Los cascos de dos caballos tronaron sobre las empedradas calzadas y dos jinetes entraron al ágora, abriéndose paso y buscando entre la gente a su objetivo. Cartago oyó los relinchos y las voces de los mensajeros. Aguardó a que ellos se acercaran y desmontaran. Traían noticias del norte y según se decía, las rutas estaban estancadas alrededor de Cerdeña. Massalia seguía dando problemas al comercia por la zona. Pero Cartago sabía que el asunto debía de ser mucho más complejo como para que vinieran a buscarlo a caballo. Se acercó a ellos y tomó el mensaje. No tardó más de un minuto en leerlo, estaba escrito en heleno. Cerró el rollo y chasqueó la lengua.

No hizo falta que pidiera permiso al soldado que había desmontado para utilizar su caballo. Alcanzó las escaleras del Senado en menos de diez minutos. Con grandes zancadas se apresuró para llegar hasta la sala del Consejo pero allí sólo se encontraban unos cuantos senadores. Todavía no se habían reunido todos. Con el semblante serio, Cartago interrumpió la conversación frívola de aquellos ancianos.

—Hagan algo, por todos los Dioses —Fue lo único que Cartago logró decir sin poner de manifiesto su terrible estallido de ansiedad.

Los viejos senadores lo miraron con molestia pero no se movieron. Uno de ellos suspiró de cansancio y resignación.

—Tranquilízate, Kart-Hadasht, gane quien gane, seguirán siendo nuestros aliados, es lo que importa.

—Sólo os importa el dinero, no os atreváis a negarlo —espetó Cartago con acritud.

Sus interlocutores lanzaron risas al aire mientras le rodeaban para marcharse.

—Igual que a ti, Kart-Hadasht, tampoco tú lo niegues.

Cartago permaneció allí quieto, esperando a que ellos se marcharan, apretando los puños y los dientes. Era cierto que no se llevaba muy bien con muchos de sus gobernantes porque todo lo que hacían chocaba con su manera humana de ver las cosas. Ese era siempre el problema, su parte humana. Despacio, se movió hasta sentarse en uno de los bajos escalones de las gradas, bajo la inquisitiva mirada de los guardias del edificio. En silencio, sostuvo el rollo con el mensaje entre las manos, absorto. Apretó los dientes. Sí, era cierto que le interesaba más la repercusión económica que el estado de cualquiera de los dos bandos. Pero no sabía por qué quería ir hasta el Lacio, si no era su problema ni su asunto.

Sin darse cuenta había desenrollado el pergamino para leer de nuevo aquella tosca caligrafía. No sabía de quién era la letra en concreto pero seguramente hubiese pasado por las manos de Mesina. Estaba seguro de ello.

«Clusium comete asedio contra los romanos. Massalia se plantea prestarse en alianza con Roma. Etruria mantiene el cerco. Se intentará perseguir la paz».


Le goteaban los brazos, le chorreaba la misma sangre por las sienes, también se escapaba de entre sus labios. Resolló. Estaba en pie aún, no se rendía. Pero le pesaba el cuerpo y apenas podía ver por entre el velo rojo que cubría sus ojos ambarinos. Delante de él estaba Etruria, respirando tan alto que podía oírla desde ahí. Llevaban combatiendo durante horas. Roma estaba cansado pero no debía, ni podía, rendirse. Necesitaba hacerse más fuerte, expandir su territorio, defender el que ya había adquirido. Era la idea que tenía en mente siempre.

Quería ser fuerte. Fuerte, para que él lo viese como un igual.


Año 508 antes de Jesucristo, Julio. Tratado de paz entre Roma, Veyes y Clusium.


No importaba cómo le mirase Etruria, él había ganado y se sentía pletórico. Todas las heridas habían merecido la pena. Dolían mucho pero no importaba. Se curarán con el tiempo, todo se curaba, ¿verdad?

Ahora ya sólo sonreía, quizá soberbio y prepotente, mientras miraba a Etruria agachar la cabeza con sumisión, como símbolo de respeto. Veyes y Clusium, dos de los hijos de Etruria, habían caído ya y se habían rendido. Al fin.

Después de la última batalla se firmó un acuerdo de paz entre Roma, Veyes y Clusium. Un tratado que le otorgaba a Roma la libertad para incluir a Etruria y todas sus ciudades en su órbita de actuación. Estaba satisfecho con eso. Trató de no pensar demasiado en el otro aliado de Etruria, Cartago. Por fortuna, la alianza entre los cartagineses y los etruscos era sólo comercial. De esa forma Cartago no se habría sentido en el deber de elegir bando si Roma le hubiese pedido ayuda.

Roma empezaba a conocer mucho mejor la forma de actuar de Cartago. Mientras no te metieras en su terreno, él te dejaba en paz. Cartago prefería conquistar a los demás mediante el poder del dinero, no con el de las armas. Aún así, la desigualdad que existía entre Roma y Cartago era abismal.

Y esa era la mayor frustración de la joven república.